Rupert Everett, solvente actor británico bien conocido por filmes como La boda de mi mejor amigo o El placer de los extraños, debuta en la dirección con esta película biográfica sobre los últimos días de Oscar Wilde, cabalgando entre Fausto y Lord Byron, arruinado y malviviendo en un miserable hotel de París bajo el seudónimo de Melmoth, en homenaje al errabundo de Maturin.
Everett ya había interpretado varias películas basadas en obras del dublinés -Un marido ideal o La importancia de llamarse Ernesto- y aquí nos demuestra que conoce a fondo el mundo del excéntrico y torturado dandi. Utilizando el flashback, no se puede resumir mejor la obra y vida del ingenioso hidalgo anarquista, desde Inglaterra hasta Francia pasando por Italia. De las tiernas lecturas a sus hijos, declamando las maravillosas fábulas para adultos de El príncipe feliz, a las multitudinarias orgías italianas. Además, la encarnación del actor es soberbia, mejor que las anteriores y ya notables que compusieron nombres de la talla de Robert Morley, Peter Finch, Klaus María Brandauer, Nickolas Grace o Stephen Fry, ofreciéndonos un Wilde nada prerrafaelista, nada Dorian Gray, un enfermo hinchado y herido, un viejo decrépito de solo 46 años, más grotesco y mórbido que en aquel retrato que le hizo Toulousse-Lautrec, pues la cinta que nos ocupa no es otra cosa que una demoledora historia sobre el deterioro y la caída. «¿Por qué corremos hacia la ruina, por qué encierra esa fascinación?».
El escritor que lo fue todo para la sociedad victoriana -«el hábitat natural de los hipócritas es Inglaterra»-, condenado por sodomía y encarcelado durante dos años en la célebre prisión de Reading, entregado al martirio y la autocompasión, nos dice que «no hay misterio más grande que el sufrimiento». Pues esa es la brújula del filme, en una logradísima vigilia de orgullo y amargura, envuelta en una recreación maestra del crepúsculo del siglo XIX y el amanecer del XX.
Y un aviso a los más cinéfilos: al comienzo de la película será difícil reconocer a la madame del cabaré que reprende a Wilde por llevar jovencitos a su antro. Es Béatrice Dalle, la rebelde Betty Blue que, al igual que Wilde, apuró la vida y la quemó como un fuego fatuo, inflamado de rápida y urgente pasión.
ENTREVISTA
Hace una década, Rupert Everett (Norfolk, Inglaterra, 1959) empezó a obsesionarse con la idea de llevar a la pantalla los años finales de un Oscar Wilde ya en el exilio a causa de su homosexualidad. El resultado es un homenaje a ese "enfant terrible" de las letras británicas titulado La importancia de llamarse Oscar Wilde. La cinta, estrenada en el Festival de Berlín, supone su debut como director, además de proporcionarle un papel protagonista hecho a su medida.
P. ¿Por qué decidiste acercarte a una versión tan decadente del escritor?
R. Porque soy gay y ésa es la historia que muchos hemos tenido que vivir durante siglos. Es muy dura, pero la marginación es así.
P. En el filme muestras a un Wilde autodestructivo y letal para su entorno.
R. Conseguir el dinero para rodar. He estado años preparándome, visitando los lugares en los que él vivió y, por supuesto, releyendo su obra. La idea inicial del filme está basada parcialmente en mi padre, cuando estaba en su lecho de muerte. Es fascinante, si se puede decir algo así cuando alguien se está muriendo, cómo el cerebro se va apagando y todo empieza a distorsionarse: distancia, espacio, ideas, memorias... Este es un retrato de Oscar Wilde, claro, pero quería mostrar el escenario de su últimos días, esa habitación que se expande y se contrae en su cabeza, como en un sueño.
P. ¿Te preocupaba que ya se hubieran hecho otras películas sobre Wilde?
R. No demasiado. La mayoría se centran en facetas suyas con las que no me identifico: Los juicios de Oscar Wilde (1960), con Peter Finch, refleja a un ser atractivo y encantador; Oscar Wilde (1960), con Robert Morley, se acerca a su cara monstruosa y en Wilde (1997), con Stephen Fry, es más meditabundo. Nunca he pensado en él en esos términos. Para mí era una estrella demente que desarrolló un ego tan tremendo como para que no fuera consciente de las cosas más obvias.
P. Y continúa siendo un personaje magnético?
R. Su historia en el exilio se asemeja a la pasión de Cristo. Cuando salió de la cárcel en 1897 intentó ingresar en un centro de retiro de los Jesuitas. Fue rechazado, claro. Pero su obsesión con Jesucristo nunca se apagó. Yo creo que él mismo, en sus últimos años, se veía como una figura similar.
CRÍTICA
Oscar Wilde, poeta y dramaturgo nacido en el Dublín que por el siglo XIX pertenecía a Inglaterra y que hoy en día tanto para los ingleses como para los irlandeses representa uno de los exponentes máximos de su literatura. Su figura no necesita presentación, su vida privada quizá si necesite algo más de luz para aquellos que no se han acercado con curiosidad a tan póstumamente laureado escritor. Rupert Everett no solo se ha enfundado la piel del autor si no también la función de director y escritor en ‘La importancia de llamarse Oscar Wilde’. El actor conocido por películas como ‘Stardust’, ‘La boda de mi mejor amigo’ o ‘Crónica de una muerte anunciada’ se encuentra ante su primera película a los mandos y tras haber trabajado en más de 70 títulos como intérprete, se nota que atento ha estado y algo ha aprendido.
Como hilo central está la narración de uno de sus famosos cuentos, ‘El príncipe feliz’. Historia que representa el título original de la película y que se emplea para que el propio Wilde sea metáfora de ese tesoro desaprovechado por la humanidad del que habla su cuento, esa joya a rescatar de entre tanta injusticia. Así nos lo hace ver el guión de Everett que se centra mucho en el apaleamiento social que sufrió el escritor por ser acusado de homosexual y libertino. Se enmarca en la época final de la vida del autor, una etapa en la que estaba desacreditado tras salir de la cárcel y en la que vivía arruinado, desterrado, moviéndose casi de incógnito con sus amigos y amantes.
IGOR LÓPEZ - EDUARDO GALÁN BLANCO