Más reprimidos que nadie, en un país en el que durante 60 años la represión se ha repartido puntualmente por cuotas como otro alimento subvencionado por el Estado, la comunidad gay cubana salió el sábado a marchar por sus derechos a lo largo del Paseo del Prado de La Habana Vieja sin ninguna autorización oficial, rodeados de policías, amenazas, corresponsales de prensa extranjera y malos augurios. No hay noticias de que en la antediluviana república castrista haya ocurrido anteriormente un desacato público de esta índole, organizado por algún grupo representativo de la sociedad civil.
Es un jardín en el que el régimen parece haberse metido solo. El desastre político de Venezuela, el recrudecimiento del embargo económico impuesto por Washington a la isla, el creciente desabastecimiento doméstico y, en definitiva, “las nuevas tensiones en el contexto internacional y regional”, le parecieron al Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex) razones de peso suficiente para suspender a última hora una suerte de conga festiva que los gays, lesbianas y transexuales de La Habana celebran cada año por las calles principales de la ciudad.
Es el único momento en el que la comunidad LGBT del país puede abiertamente revolear las banderas de la diversidad, reclamar la legalización del matrimonio igualitario y embarrar la pacata moral machista de testigos y supervisores con un poco de esa chorreante libertad de elección multicolor, que en Cuba llegó incluso a recibir, en los años sesenta, cárcel y reclusión en campos de trabajo forzado.
El Cenesex —feudo institucional dirigido por la infanta Mariela Castro, hija de Raúl y sobrina de Fidel, que representa ante la sociedad los intereses de las minorías sexuales— fue una ventana de tolerancia abierta por la dirigencia del país y convenientemente utilizada en los últimos 10 o 15 años como punta de lanza de una estrategia publicitaria evidente, lavar la cara del régimen homofóbico.
Con la cara ya lavada para buena parte de la comunidad internacional, el apparatchik político se olvidó de reconocer algunos derechos. Después de que la nueva Constitución aprobada en febrero no admitiera el matrimonio como la unión legal entre personas, buena parte de la comunidad LGBT se convenció de que habían sido cobardemente utilizados durante más tiempo del que estaban dispuestos a soportar. Esa suerte de rabia fue la que los llevó a zafarse de los designios del Gobierno.
Cuando Mariela Castro, fiel a la tradición familiar, quiso cerrar la ventana que antes había abierto, se dio cuenta de que había perdido parte del control, y permitió que las pezuñas negras de la policía y la Seguridad del Estado aparecieran este sábado 11 de mayo en la marcha de los gays malcriados y sediciosos.
En apenas hora y media, el desfile tuvo un resultado explosivo que ni siquiera sus propios participantes fueron capaces de prefigurar. Las imágenes son, en apariencia, contradictorias, y producen en quienes las miran una sensación extraña. No porque se desconozcan cada uno de los momentos que allí se vivieron, sino justamente porque son momentos que por lo general suceden por separado, sin establecer ningún tipo de relación compleja entre ellos ni armar una narrativa cívica autónoma e ideológicamente fértil y tensa.
La marcha, que despegó en el Parque Central con la reunión de poco más de una decena de participantes, fue en primera instancia presa del susto y el miedo. Tenía un despliegue policial alrededor. Después, con 200 o 300 personas presentes, la marcha alcanzó su mayoría de edad y avanzó firme hacia el Malecón. Comenzaron las besadas, los cánticos felices, la hiperestesia y el asombro ante el propio hecho que sucedió a pesar de la presión creciente. Finalmente, cuando la marcha quiso seguir por Malecón, empezaron la redada, las discusiones entre militares y participantes y los golpes y detenciones dirigidos contra algunos activistas prominentes, como el reconocido biólogo Ariel Ruiz Urquiola, quien ya ha sufrido la prisión con anterioridad.
Tal como corresponde a una sociedad atomizada, la iconografía de los estados de ánimo de la gente muere siempre en sí misma. Los sintagmas no se vuelven oraciones, las figuras no se transforman en composición alguna y desconocen cualquier sentido de la perspectiva o la profundidad. El régimen ataca los nudos de conexión, simplifica, y la imposibilidad de proponer un relato con una nueva estructura dramática que escape del balbuceo pedagógico a través de cual el régimen se explica a sí mismo y explica también a los otros en relación con él, impide también la posibilidad de una nueva resistencia.
El miedo político paraliza y se vuelve un asunto introspectivo, la gente masca el miedo hasta casi convertir esa amarga pulpa social en un tema metafísico. Naturalizado, olvidado dentro de uno, ya no se sabe bien qué se teme ni por qué. No es raro ver en Cuba que las personas que más temen son justamente quienes más alaban eso que todavía se empeñan en llamar “la Revolución”, con lo cual el entusiasmo esconde una expresión atávica del pánico que seguramente hay que haber vivido para saber leer.
La celebración, a su vez, se asocia a una suerte de fiesta tribal caribeña (desterrado el cuerpo de cualquier tipo de goce intelectual) o al destino último del individuo una vez el Estado garantiza un bienestar social irreversible. El carnaval o la conga como el permanente capítulo final de una Revolución fija en el tiempo. Es decir, se desideologiza el placer y se sustrae la pólvora de las relaciones afectivas que puedan ocurrir en el espacio público entre extraños o entre personas de diferente signo político.
En un uso fino del monopolio de la violencia, hoy la represión física en Cuba sucede de manera planificada, contra ciudadanos específicos que anteriormente fueron víctimas de difamación y cuya integridad moral ha sido cuestionada y eficazmente puesta en duda, al menos para la vasta mayoría de la gente estrangulada por la tenaza de la doctrina y el miedo, dispuesta a creer que quien recibe golpes es porque de algún modo lo merece. Es bastante improbable que en el pasado reciente las fuerzas policiales de La Habana hayan tenido que ejercer ese tipo de abuso contra civiles indefensos delante de 200 o 300 testigos, miradas que jamás habían visto al monstruo desatado.
La línea temporal de la marcha parece haber soldado todas esas fracturas y haber puesto en una misma escena simultánea al miedo, la fiesta y la represión. Son posiblemente los tres elementos principales de la vida en Cuba. Funcionales entre sí, van integrados, y casi nadie acepta la responsabilidad de explicar o, incluso mejor, de mostrar ese cuidadoso bordado nacional. Quien se hace cargo de una de estas partes niega inmediatamente la otra, como si fueran excluyentes.
Las rimbombantes revistas de turismo, los copiosos informes de Derechos Humanos, los rapaces senadores y congresistas cubano-americanos y la vergonzosa izquierda estalinista de Latinoamérica han desmembrado el cadáver de Cuba, un país que durante décadas el puño de hierro de la dictadura se ha encargado de entregarles como ofrenda.
Por fortuna, el primer boceto para llegar al cuerpo verdadero de la República lo acaba de dibujar en La Habana el crayón rosa de la comunidad gay.
Carlos Manuel Álvarez es periodista y escritor cubano.