¿Estamos más cerca de otra guerra? No lo sé, pero si viene será mucho más peligrosa porque la bomba atómica se ha escapado de la polvorienta lámpara maravillosa y está al alcance de cualquiera que sepa frotarla y tenga recursos para ello.
Veamos.
Se trataba de evitar las guerras. Woodrow Wilson había fracasado en su intento de que la Primera (1914-1918) le pusiera fin a todas las grandes guerras, pero la Casa Blanca no dejaría pasar esta nueva oportunidad. Estaba en el espíritu de Franklin D. Roosevelt y de Harry Truman durante la Segunda Guerra mundial. Estados Unidos debía encabezar el esfuerzo descomunal de dirigir al “mundo libre”, para impedir las grandes conflagraciones entre potencias. Eso, exactamente, es lo que está en crisis.
Entonces se trataba de construir un imperio basado en la ideología de la democracia liberal (instituciones democráticas más mercado y propiedad privada) y no, como se había hecho hasta ese momento, agregando territorios conquistados por la fuerza a un centro distante y distinto como Londres, Moscú, Viena, Estambul, Madrid o Lisboa.
Para esos fines fue convocada la reunión de Breton Woods en 1944. Era vital dotar al planeta de un sistema financiero que le permitiera afrontar el post-nazismo. Los alemanes estaban prácticamente derrotados y no había tiempo que perder. Tras la muerte de Roosevelt, su vicepresidente Harry Truman tomó el bastón de mando y creó el mecanismo de defensa para enfrentarse al espasmo imperial soviético. En la segunda parte de la década de los cuarenta originó todas las instituciones que libraron exitosamente la Guerra Fría: el Plan Marshall, la OTAN, la CIA, la OEA, el TIAR y un corto etcétera.
Ninguno de los dos contaba con la terca persistencia del nacionalismo. Un nacionalismo que resurgiría en todas partes, incluido Estados Unidos, impulsado por las migraciones de personas parcialmente diferentes a la corriente central que perfilaba a las naciones de acogida.
El Manifiesto Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels comenzaba con una frase muy periodística: “Un fantasma recorre a Europa. El fantasma del comunismo”. Lo publicaron un mes antes de la revolución de 1848, pero entonces pasó inadvertido. No hubo ninguna relación entre la aparición de ese texto y las revueltas europeas. Si en vez de la palabra “comunismo” los autores hubiera escrito “nacionalismo” tal vez hubiesen acertado.
Los europeos continúan dispuestos a morir o matar por sus naciones respectivas, pero no por la Unión Europea. La persistencia de este fenómeno es muy peligrosa. Lo vi muy claro tras leer una inteligente observación del argentino Mariano Grondona. Decía, más o menos, porque cito de memoria: “muchos argentinos están dispuestos a morir por su patria, pero no conozco a ninguno que esté dispuesto a morir por el MERCOSUR”. Dentro de la Unión Europea sucede lo mismo.
En las últimas elecciones al Parlamento Europeo fue bastante obvio que continúa la degradación del propósito que animó a ese tinglado: unir a los pueblos europeos a partir de ideologías democráticas y no de naciones, razas o idiomas. En ese gran cuerpo legislativo existe, y todavía domina, el centroderecha o Partido Popular Europeo. Le siguen, por número de diputados, los Socialistas, los Liberales, los Verdes y, por último, los comunistas, que no son exactamente demócratas, porque el marxismo-leninismo no lo es y se burla de esas “zarandajas pequeñoburguesas”, pero coyunturalmente se comportan como tales.
El británico Nigel Farage, el italiano Matteo Salvini, la francesa Marine Le Pen, el húngaro Viktor Orban, el español Santiago Abascal, y el asesor de todos, directamente o in pectore, el estadounidense Steve Banon, quien estuviera muy cerca de Donald Trump, están de plácemes. La tendencia aumentó notablemente en el Parlamento Europeo. A mi, en cambio, me parece un síntoma de la agonía de la hegemonía americana y el fin gradual del mundo surgido tras la Segunda Guerra mundial. Entramos en una etapa mucho más peligrosa. Frente a la URSS todo era más claro, más fácil, probablemente mejor.