En el muelle de San Francisco, punto de atraque de los cruceros que llegaban a La Habana desde que la Administración de Barack Obama permitió este tipo de viajes, el paisaje era este sábado desolador. Poco o poquísimo movimiento de turistas en la plaza y sus calles aledañas, igual que en el cercano almacén de San José, espacio donde cada día medio millar de artesanos se reúne a vender souvenirs. Desde el 5 de junio, cuando zarpó el último barco para no volver, en estos antiguos almacenes de depósito de azúcar del puerto solo entran a comprar regalos cuatro gatos, “y es mucho decir”, señala una joven que vende maracas. “La verdad es que ha acabado con nosotros el rubio malo [en referencia al presidente de EE UU, Donald Trump]. Hace una semana me iba con cien dólares diarios, ahora si hago 20 es mucho”.
Para la frágil economía cubana, la reciente decisión de Trump de prohibir a las compañías estadounidenses de cruceros tocar puertos cubanos —el año pasado transportaron el 18% de los turistas llegados a la isla— y eliminar la famosa modalidad de turismo people to people (contacto entre pueblos), utilizada por más de la mitad de los 640.000 estadounidenses que visitaron el país en 2018, supone un golpe todavía difícil de medir, pero duro. Según las compañías de cruceros, la prohibición afectará a unas 800.000 reservas el primer año, lo que compromete la meta que Cuba se había fijado de llegar a cinco millones de turistas en 2019.
Doce de las 17 líneas de cruceros que operaban en Cuba hacían escala en La Habana. Y en el centro histórico, donde el sector privado es pujante, este sábado parecía que había caído una bomba. De los cien paladares (restaurantes privados) y más de 300 cafeterías particulares que operan, la mayoría trabajaba a un cuarto de gas. Los cruceristas desembarcaban frente a la Lonja de Comercio y subían por la calle Obispo hasta el Floridita, verdadero termómetro del turismo en la capital: no tomarse un daiquiri en el bar en que Hemingway acostumbraba a abrevar e hizo famoso es como no haber estado en La Habana. Antes al Floridita no se podía entrar, hoy sobran los asientos y la mesas y los camareros calculan a ojo que el mazazo es del 50%, o más. A pocos metros, en el parque Central, una larga hilera de autos descapotables estadounidenses de los años cincuenta aguarda por clientes, aunque sin demasiadas esperanzas. “En una semana hemos perdido más del 80% del negocio”, dice Luis Manuel Pérez, chófer de un Chevrolet 1954 Bell Air color sangre, uno de los más de 400 autos clásicos que se dedican a pasear turistas por la ciudad a 30 dólares la hora, incluida la conversación. “Llevo aquí desde las siete de la mañana y seguramente hoy de nuevo me iré en blanco”.
Luis afirma que a quien más afecta la medida de Trump es al sector privado —en el que trabajan unas 600.000 personas—, no al Gobierno. El argumento esgrimido por Washington para prohibir los cruceros y el people to people es la necesidad de acabar con los beneficios económicos que los visitantes de EE UU brindaban al Gobierno, para que este no los utilice en apoyo de Nicolás Maduro en Venezuela. “Es mentira. A quien nos aplasta es a nosotros, a los cuentapropistas”, opina Luis, y lo confirman a su lado varios cocheros de carruajes de caballos (en La Habana Vieja trabajan cientos), otro de los perfiles laborales muy perjudicados.
Su análisis empírico es confirmado por los datos. El año pasado llegaron a la isla 4,7 millones de turistas, de los cuales 800.000 vinieron en cruceros. Pero estos dejan al Gobierno apenas 30 millones de euros anuales —por servicio a los barcos, tasas portuarias y city tours contratados con las agencias estatales—. “Si se tiene en cuenta que el año pasado el sector aportó al país unos 3.000 millones de dólares, la cifra es pequeña”, señala el investigador Juan Triana, del Centro de Estudios de la Economía Cubana.
Diversificarse
El crucerista es un mal turista. Duerme en el barco y consume poco, pero el grueso de los aproximadamente 100 euros que gasta durante el día que pasa en la ciudad va a parar a los artesanos, dueños de paladares y otros cuentapropistas. Señala Triana que Cuba alcanzó los tres millones de turistas sin contar con los estadounidenses y que ahora deberá diversificar su oferta: “El drama no es tanto. El exceso de dependencia del turismo estadounidense es una debilidad estratégica dadas nuestras circunstancias”.
En la actual coyuntura, cuando la escasez de productos básicos es cada vez mayor y debido a la inestabilidad en Venezuela comienzan a implementarse drásticas medidas de ahorro de combustible y electricidad en las empresas y centros estatales, cualquier dólar cuenta. Pero la salud económica de Cuba es más que delicada no solo por la crítica situación de Caracas, de donde provienen la mayor parte de los suministros de petróleo a precios preferenciales. Este año la zafra azucarera fue de solo 1,3 millones de toneladas, una de las peores en 120 años de historia. La perdida de 400 millones de dólares anuales por la exportación de servicios médicos a Brasil, acuerdo que canceló el presidente Bolsonaro, también fue un duro golpe, a lo que se suman la entrada en vigor de la ley Helms-Burton, cuyo objetivo es desincentivar las inversiones en Cuba, y las crecientes presiones de Washington sobre el sistema financiero internacional para dificultar las operaciones con la isla. La ineficiencia y los males estructurales de la economía cubana completan esta tormenta perfecta, que sitúa a la isla de nuevo ante un horizonte de penurias. “Lo que se avecina es tremendo, pero saldremos adelante como siempre hemos salido, inventando”, dice Luis ante su Chevrolet rojo. Y en eso pasa un turista y lo caza a lazo.
CHEVROLETS CON CIRUGÍA PLÁSTICA
Desde hace 60 años los estadounidenses tienen prohibido hacer turismo en Cuba debido al embargo. Sólo 12 categorías de ciudadanos podían viajar legalmente a la isla hasta ahora: cargos oficiales en misión de trabajo, investigadores y académicos, periodistas, participantes en competencias atléticas, cubanoamericanos en visita familiar, personas con licencia religiosa, etcétera.
El modelo people to people (contacto entre pueblos), fomentado a partir de 2015 por el presidente Barack Obama para promover el contacto directo con los cubanos, permitió en la práctica a los estadounidenses visitar la isla sin trabas. Bastaba comer en un restaurante privado, subirse a un coche clásico o visitar un museo para cumplir el requisito. En sólo tres años, el turismo estadounidense se disparó hasta convertirse en el segundo país emisor de viajeros (640.000 en 2018, la mayoría cruceristas; y este año el crecimiento acumulado hasta mayo era de más del 60%). Solo Canadá iba por delante, con un millón de visitantes.
Al calor de la apertura de Obama, y sabiendo que a los gringos les encanta pasear por la ciudad en viejos descapotables, los dueños de autos estadounidenses se inventaron un suculento negocio: transformar con ayuda de un chapista espabilado y un serrucho los coches de techo duro en apetecibles convertibles, como el Chevrolet 1954 que maneja Luís Manuel Pérez. “Es lo que nosotros llamamos un clásico con ‘cirugía plástica”.
La prohibición de los cruceros y del people to people ha puesto ahora en crisis el negocio de estos visionarios.