Lo primero. Ni fantasma, ni utopía ni tomar el cielo por asalto. Se trata de un programa de gobierno, no de cambiar el mundo. Tampoco es algo nuevo. Ha existido y existe en Europa, y con mayor o menor énfasis en otras partes, sin necesidad de barricadas, himnos y banderas. Lo demás es ruido e ignorancia, y la ignorancia es el arma de los pícaros.
Lo mejor es comenzar por los deslindes. Estar a favor de un programa de justicia social, en que gobierno y Estado contribuyan al mejoramiento social y económico de los sectores más desposeídos, no implica apoyar nacionalizaciones forzosas, crear un partido comunista, establecer la llamada “dictadura del proletariado” y fusilar banqueros y empresarios.
Es más, gobiernos con este tipo de programa, elegidos democráticamente, llevan funcionando desde hace tiempo y han cumplido su papel con iguales logros y limitaciones que otros de variadas tendencias. La clave del deslinde no es solo la elección democrática inicial, sino el mantener las instituciones que el día de mañana puedan determinar el cambio y abandono de dicho proyecto. Es fortalecerse en la democracia, no en la dictadura.
Así que, por favor, no confundir una propuesta de socialismo democrático con el caos de Venezuela, el sistema totalitarista cubano y la historia de la URSS. Quien lo hace se arriesga a ser catalogado de granuja o necio.
Añadir que socialistas y comunistas han sido siempre los peores enemigos es una vieja advertencia contra el mal de la estulticia: el pecado de la ignorancia es también pecado.
Un programa de gobierno que refleje la propuesta de un socialismo democrático debe partir de un requisito imprescindible: echar por la borda a Lenin. El modelo político-económico creado por Lenin fue una aberración histórica. No basta con recurrir a Stalin para denunciar la maldad del monstruo.
Hay que repudiar además —por nombre, diseño y aspiraciones— el fracasado “socialismo del siglo XXI”, que postulaba Hugo Chávez y nunca llevó a cabo. Admitir que el legado de Mao Zedong en China y de Ho Chi Minh en Vietnam no significan más que episodios históricos y ejemplos de errores y horrores.
Pretender salvar todos esos engendros es más que imposible: pavor y vesania. Pero esta repulsa no es la negación del socialismo democrático, o de un programa de gobierno que otorgue la prioridad necesaria a la justicia social.
El defender un modelo de justicia social —que, para citar un ejemplo, nunca existió en Cuba tras el 1 de enero de 1959— no implica el suscribir propuestas agotadas. Se puede estar a favor de la educación gratuita, servicios médicos a la población y renglones estructurales de propiedad estatal sin tener que andar con las obras de Marx y Engels bajo el brazo. Los que creen que colocar todos los recursos económicos de una nación en manos de un Estado —en la práctica de un gobierno, un partido, un dictador— transitan una vía equivocada: así no se resuelven problemas sino que se aumentan.
Algunos que en Estados Unidos gritan y se espantan al oír la palabra socialismo actúan por desconocimiento, que puede persistir más allá de experiencias personales y anécdotas.
Cierto que el enemigo siempre ha ayudado a esa confusión, con aquello de las “repúblicas socialistas”, el “campo socialista” y la “construcción del socialismo”. Pero no hay que darle la victoria por ello.
Se puede creer o no en los beneficios y perjuicios del socialismo tanto como se puede creer o no en los beneficios y perjuicios del capitalismo. Sin embargo, resulta demasiado burdo confundir o igualar aquellos dichos y hechos con el socialismo europeo, la socialdemocracia y los partidos socialistas democráticos en todo el mundo.
Cogerle miedo a las palabras no resuelve nada. Lo que hace falta es lograr un beneficio social general y poner cierto freno a la avaricia desbordada, que ha sido la bandera sostenida en esta nación como motor impulsor del desarrollo.
Alejandro Armengol es un escritor cubano radicado en Estados Unidos. Director editorial de Cubaencuentro.