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General: DERECHOS LGTB EN LATINOAMÉRICA
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Reply  Message 1 of 1 on the subject 
From: cubanet201  (Original message) Sent: 23/06/2019 15:24
 50 AÑOS DE ORGULLO
No podemos despreciar la importancia y el potencial de las instituciones contramayoritarias para el avance de los derechos LGTB en Latinoamérica. En una democracia republicana (o en una república democrática), las minorías tienen a su disposición dos rutas para conseguir los derechos que las protejan y que igualen su estatus con el del conjunto de la población.
 
 Derechos LGTB en Latinoamérica: la ruta de las minorías políticas
JORGE GALINDO | ELPAÍS
Desigual. Ese es el adjetivo apropiado para describir la situación de los derechos LGTB en Latinoamérica y el Caribe. La parte de la vida diaria que depende de la norma escrita es para esta comunidad radicalmente distinta en Argentina y en Guyana, en Paraguay y en Ecuador: casarse, adoptar, trabajar sin discriminación, pero también la pertenencia a las fuerzas militares, el reconocimiento de cambio de género o incluso la posibilidad de donar sangre (en las cuales los hombres que mantienen relaciones con otros hombres siguen siendo discriminados por miedo al VIH) son muy distintas en los rincones de la región. La duda que surge inmediatamente mira al pasado: ¿a qué se deben estas enormes diferencias? Pero la que realmente nos deberíamos plantear es su reverso futuro: ¿cuál es la vía para que todas las naciones alcancen un nivel parejo de derechos y protección?
 
En una democracia republicana (o en una república democrática), las minorías tienen a su disposición dos rutas para conseguir los derechos que las protejan y que igualen su estatus con el del conjunto de la población. Pueden tratar de formar una coalición de votantes y representantes en disposición de defender reformas que sea lo suficientemente amplia como para que se puedan aprobar. O pueden recurrir a las instituciones diseñadas para la protección de las minorías, normalmente imbricadas en el tejido constitucional (principalmente, sus altas cortes).
 
La tensión que existe entre ambas opciones es el dilema esencial en los sistemas pluralistas: la dimensión del gobierno del pueblo (democracia) asegura que se cumpla la voluntad de la mayoría, y por tanto ayuda a que cualquier nueva medida se vea legitimada desde un primer momento. A cambio, se lo pone mucho más difícil a quienes parten desde una posición minoritaria, de desventaja en el poder. La vertiente republicana asegura precisamente que la minoría no depende exclusivamente de lo que decidan sobre ella. Pero claro: sólo una república con instituciones diseñadas desde el nacimiento constitucional para proteger a las minorías podrá hacerlo de manera eficaz. Además, muchos argumentan que un cambio social producido desde una institución alejada de las preferencias mayoritarias no sólo no durará mucho, sino que puede producir un ‘efecto rebote’ en el que los no representados afianzan sus posiciones reaccionarias, y las aplican en su voto en cuanto pueden. Sin embargo, aunque la primera objeción es incontestable, la segunda no está tan clara.
 
La historia es una de las losas más pesadas en la espalda del movimiento LGTB. No es casualidad, por ejemplo, que las dos naciones en las que permanece una prohibición explícita a las relaciones homosexuales en el código penal sean antiguas colonias británicas (Jamaica y Guyana). Las leyes contra la “sodomía” tienen una larga y profunda tradición en los entramados legales del Reino Unido, y ese legado acabó transmitiéndose y permaneciendo incluso después de la independencia. El aparato institucional en estos y otros países de Latinoamérica no facilita una ampliación de derechos basada en la reinterpretación judicial de la norma escrita. Esto, que podría ser un argumento favorable a la vía mayoritaria, se vuelve en contra de la misma cuando uno comprueba que las mayorías anti-ampliación de derechos son también más sólidas en el Caribe, seguidos de cerca por Centroamérica y Paraguay.
 
A nadie sorprenderá por tanto que la oposición a votar por candidatos LGTB sea también mayor en estos países. Un abismo media entre Uruguay y Haití, uno que mide exactamente el grado de aceptación de la representación sustantiva de las minorías.
 
En cualquier caso, el rechazo (intenso o moderado) es elevado en el conjunto del continente. El resultado es la ausencia de representantes abiertamente LGTB en la región. No se contaron más de catorce el año pasado, cenit de la gráfica. Que puedan existir representantes pertenecientes a la comunidad pero que mantienen su identidad de género en un plano más privado no hace sino reiterar la pesadez de la norma social negativa sobre ellos.
 
Con volúmenes tan exiguos resulta difícil configurar coaliciones para el cambio, convertir minorías en mayorías, empujar propuestas y compromisos, y, en general, seguir la ruta popular para la reforma.
 
Así, aunque la opción institucional no esté abierta para todas las naciones, al menos sí lo está para muchas. Hace una semana la Corte Constitucional de Ecuador fallaba a favor del matrimonio igualitario. Colombia y Brasil siguieron esa misma ruta, mientras Uruguay y Argentina lo hacían por la vía parlamentaria. En México, donde no todas las entidades federativas reconocen en sus leyes la posibilidad de matrimonio entre personas del mismo sexo, la garantía la ofrece desde 2015 la Suprema Corte de Justicia y su mandato hacia todos los jueces del país para reconocer cualquier recurso de amparo en los estados donde no haya reconocimiento.
 
¿Significó esto que la ciudadanía mexicana o colombiana respondió a la acción de sus altas cortes con un mayor rechazo al matrimonio igualitario? No es eso lo que indican los datos. Antes al contrario: entre 2010 y 2016, en ambos países ha descendido significativamente el porcentaje de la población que rechaza fuertemente esta política. Es verdad que la caída es ligeramente mayor en Uruguay, pero es igualmente cierto que este país partía de niveles más bajos de rechazo, lo que habitualmente favorece la norma social.
 
Esta evolución encaja con la evidencia científica respecto a cómo los cambios en la ley afectan a las actitudes: hay estudios que muestran un refuerzo en las posturas progresistas tanto en Europa como en EEUU tras las aprobaciones del matrimonio para personas del mismo sexo. Es cierto que cabe esperar una primera reacción de rechazo intenso: en Francia y en España se desataron multitudinarias manifestaciones reaccionarias durante los procesos legislativos; en México el rechazo subió ligeramente en 2014, en mitad del debate sobre la legitimidad de las medidas estatales y federales. Pero parece que en el largo plazo ese brote inicial tiende a corregirse a la baja.
 
En realidad, esto encaja con un punto tan obvio que solemos olvidarlo: al final, las mismas constituciones, cortes y demás estructuras institucionales que garantizan los derechos de las minorías provienen del consenso social. Se aprobaron con él, normalmente gracias a mayorías mucho más amplias, mediante procesos más complejos e inclusivos, que lo que nos pueda indicar una encuesta puntual sobre un tema específico normalmente condicionada por los mensajes de medios de comunicación y líderes políticos. Deberíamos albergar una mayor confianza en la solidez de las normas que nos hemos dado a nosotros mismos. Si en ellas decidimos incorporar mecanismos para ampliar los derechos y las protecciones de las minorías en el futuro, por algo sería. Incluso en aquellos países donde esta también aparece como una vía muerta existen sistemas más recientes que permiten la misma evolución: desde el año pasado, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) insta a las naciones que la conforman a “dar vía libre” al matrimonio igualitario. No cabe aquí la trampa de calificar el fallo como una intromisión en la soberanía nacional, porque la pertenencia a la CIDH se tomó desde cada país, en pleno ejercicio de la misma. Exactamente igual que con las instituciones de ámbito nacional que restringen las pasiones del momento, hay una buena razón por la que existe la CIDH: porque la mayoría es lo suficientemente sabia como para asumir en sus momentos de pausa que, cuando se trata de las libertades y los derechos del resto de la población, no siempre la mitad más uno debe disponer de la última palabra.
 


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