Centroamérica une los extremos del continente con un pedazo de tierra atravesada por la desigualdad, la violencia y la corrupción. Un pasillo de países que compartimos, casi todos, décadas de masacres, guerras civiles y etnocidios, derivados en migración masiva, segregación y altos niveles de violencia homicida. Hubo un tiempo en que Honduras y El Salvador se disputaron, año tú, año yo, el deshonroso primer lugar como país más violento del mundo. Si a eso le sumamos que quienes gobiernan lo hacen con la biblia bajo el brazo en vez de la Constitución y que somos sociedades predominantemente machistas, resulta el escenario perfecto para el silencio y el desinterés por hablar, no se diga legislar, en materia de diversidad sexual.
En lugar de informarse y preocuparse por garantizar el respeto a los derechos humanos de todos los ciudadanos sin importar su orientación sexual e identidad de género, históricamente los políticos centroamericanos han estado más preocupados por a quién se lleva a la cama una parte de la población. Guatemala, Costa Rica y Panamá incluyeron en su marco legal, algunos hasta bien entrado el siglo XXI, leyes que tipificaban como delito la homosexualidad, etiquetándola como sodomía. Panamá y Costa Rica fueron los últimos en sacar de sus códigos penales las disposiciones que criminalizaban los actos sexuales consentidos entre personas del mismo sexo, en 2008 y 2013 respectivamente.
Centroamérica y su dilema con la diversidad ESPECIAL El Caribe turbio
En Honduras y El Salvador nunca ha sido ilegal ser parte del arcoíris, pero eso tampoco ha hecho que el Estado garantice derechos, sino convivido con las sociedades más hostiles y letales para estas minorías. Entre 1996 y 2015, en El Salvador se registraron más de 500 crímenes de odio -sin que esa categoría existiera como delito- mientras que en Honduras el golpe de Estado de 2009 agravó la violencia contra la población LGBT, víctima de 259 asesinatos entre 2009 y 2017.
Los últimos 20 años han sido determinantes para la reivindicación del derecho a la diversidad. La presencia pública de la población LGBT no solo ha crecido en manifestaciones y marchas del Orgullo, sino la discusión ha trascendido del derecho al matrimonio y se ha logrado la tipificación legal de la violencia de odio. La lucha en muchos países, por ahora, sigue siendo que no te maten, sin poner en pausa la lucha por la visibilización y la representación.
En la historia de Guatemala ahora está registrada la elección de dos diputados abiertamente homosexuales en el congreso: Sandra Morán, en el Parlamento desde 2015 hasta 2019, y Aldo Dávila, recientemente elegido.
Las elecciones de 2018 fueron determinantes en este sentido en Costa Rica, que además de elegir a Enrique Sánchez como primer diputado abiertamente homosexual, dio la la presidencia a Carlos Alvarado Quesada, quien durante la campaña se comprometió a garantizar los derechos de la población LGBT. Una vez en la silla, Alvarado no solo echó a andar decretos y directrices para garantizar igualdad y paridad de derechos, sino que la semana pasada se unió a la marcha del Orgullo 2019 con una pancarta que prometía a los manifestantes que “nunca más caminarán solos”. Curiosamente, el que más tardó en despenalizar la “sodomía” se convertirá, a más tardar en 2020, en el primer país centroamericano en aprobar el matrimonio igualitario.
A Costa Rica aún le falta camino para ser un país de avanzada en materia de diversidad sexual en Latinoamérica, pero su transformación destaca en una región en la que sus vecinos protegen la “sagrada” institución del matrimonio como derecho exclusivo para las uniones heterosexuales.
En El Salvador hablar de diversidad sexual o matrimonio igualitario ha sido hasta ahora sinónimo de suicidio político. Nadie que ostente un cargo de primer nivel en cualquiera de los tres poderes del Estado se ha atrevido a hacer campaña con el tema, mucho menos para aceptar abiertamente una orientación sexual no heterosexual. El statu quo está tan inclinado hacia la discriminación que la mayoría de la población ha comprado el discurso de miedo a la ideología de género de la misma manera que en los 70 y los 80 permitió a la derecha aterrorizarla con los comunistas come niños.
Aquí los diputados también marchan, pero junto a los grupos conservadores que claman “con mis hijos no te metas”, como si la normalización de la diversidad fuera sinónimo de abducción extraterrestre. Y se pronuncian, peor aún, contra la educación sexual que evitaría la discriminación contra lo “diferente” desde la primera infancia y ayudaría a la aceptación temprana de la orientación sexual e identidad de género de cada individuo.
No aceptan, por supuesto, que se les llame homofóbicos o transfóbicos, pero desde 2009, la Asamblea Legislativa impulsa una enmienda a tres artículos de la Constitución para definir matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer “así nacidos” y para prohibir que parejas del mismo sexo puedan adoptar menores de edad. En 2015, los diputados lograron aprobar este blindaje, pero la reforma respecto al matrimonio fue anulada en 2018 por la Sala de lo Constitucional, aduciendo que era ilegal reformar la Constitución en el período de transición posterior a una elección legislativa, ya que no permitía que la votación incorporara las posturas de los diputados entrantes sobre el tema. Cuestión de forma.
La izquierda ha sido más cercana a los movimientos LGBT y sus reivindicaciones. En 2009, tras la llegada de la antigua guerrilla del FMLN al poder, se emitió el decreto 56, que prohíbe toda forma de discriminación por razón de identidad de género o de orientación sexual en la función pública. La medida estuvo acompañada de la creación de la Dirección de Diversidad Sexual dentro de la Secretaría de Inclusión Social de la Presidencia, que desde 2016 elabora un índice público de discriminación en las instituciones del Estado. La voluntad del partido de izquierda no alcanzó en diez años en la presidencia, sin embargo, para elaborar una política de diversidad sexual que estableciera procedimientos de no discriminación no solo para el sector público sino también para el privado.
El FMLN también dio curso a un anteproyecto de Ley de Identidad de Género que permitirá a mujeres y hombres trans tener un documento legal que los represente con la identidad que ellos han escogido, y no por su sexo biológico. Está aún por verse si se logrará un consenso entre los diputados, tomando en cuenta que entre 2018 y 2021 la representación del partido de izquierda en la Asamblea se ha reducido a apenas 23 de 84 diputados, la más baja en su historia. El nuevo Gobierno del mediático Nayib Bukele ha dejado de entrada en stand by el trabajo de esta Dirección. Su plan de Gobierno abordaba la diversidad en términos generalistas, pero por ahora solo se sabe que el asunto pasará a manos del Ministerio de Cultura.
Queda claro, pues, que en materia de diversidad Centroamérica camina en direcciones totalmente opuestas. Mientras Costa Rica intenta sacar la cabeza para aproximarse al resto del continente, Guatemala da pasos firmes en representatividad a nivel político pero no se atreve a hablar de matrimonio igualitario; y al fondo, al fondo, El Salvador y Honduras siguen siquiera sin investigar con firmeza los crímenes de odio que, aunque empiezan a ir a la baja, tienen raíz profunda en la discriminación que aún se niega. Dos centroaméricas, dos rumbos.