Más despacio, lento, suavecito, arde la pólvora: la noticia de que ni un solo crucero más, cargado de turistas norteamericanos, atracaría en puerto alguno de la Isla, atravesó el charco de las noventa millas a la cósmica la velocidad de un rayo.
Aún no terminaban de leer con voz grave la nota oficial en los noticieros matutinos de aquí y de allá, y ya el boca a boca de la gente rebotaba de ventana a ventana entre los adoquines, las columnas y los callejones de La Habana Vieja: no era todavía el acabose pero se le parecía demasiado, olía igual, asustaba tanto…
Cuando pocas semanas atrás y desde las alturas se profetizaban otra vez tiempos difíciles, incluso después de haber visto y sufrido con las neveras vacías de las tiendas y los mostradores desiertos de las panaderías, nadie podía ni se lo quería imaginar. Pero ahora, con la popa del último buque de lujo alejándose de El Morro, reculando bajo la lluvia de la tarde con el rabo entre las piernas, la cosa se tornaba de veras triste y dolorosamente cierta.
Nunca se vieron más vacías esas calles ni fueron más silenciosas aquellas plazas arrimadas a los muelles, donde los descapotables clásicos, por una vez con los motores apagados, aparcaron los unos al lado de los otros bajo el sol sin que un solo turista se les acercara.
Los teléfonos móviles de los guías que trabajaban por la izquierda para las agencias privadas, de pronto, dejaron de sonar. Nadie les volvió a llamar con urgencia desesperada en medio de la noche —después de una calurosa jornada largando las suelas de los zapatos entre La Catedral, Bellas Artes, El Floridita, La Bodeguita del Medio y la Plaza de la Revolución— para pedirles, rogarles, suplicarles que, por favor, una vez más, asumieran otro grupo imprevisto tempranito en la mañana y lo llevaran a conocer Finca Vigía.
Los artistas, pintores, artesanos y fotógrafos abrieron sus estudios por simple rutina, por si acaso, por pura y ciega fe, únicamente para que entraran el aire, las moscas y el vaho del amanecer. A media mañana ya se habían resignado y lo aceptaban: el “se acabó lo que se daba” acababa de empezar.
Hasta la tarde anterior los dólares verdes y constantes pasaban de mano en mano por encima y por debajo de la mesa y, aún después de tantas y tantas comisiones a Pedro, María, a Juan y José, les llenaban los bolsillos, las gavetas y los cajones abiertos de donde ahora sacaban los billetes nuevecitos para contarlos, recontarlos y volverlos a contar, viendo menos donde antes creían ver más, intentando adivinar hasta cuándo los podrían estirar.
Los restaurantes particulares, marchando todo a media máquina, se quedaron con los blancos manteles puestos, los cubiertos brillantes y las copas vacías, como una novia abandonada. Adiós al barullo y al entrechocar de las cucharas, los cuchillos y los tenedores contra el fondo delicioso de los platos. Los dueños de los bares, para hacer control del daño, sin una lágrima cerraron hasta más ver los freezers atestados de cervezas nacionales que por ahora se tomarán solo los clientes nacionales, recién compradas por la puerta de atrás, a precio de oro, en los mercados estatales.
Toda esa y cuánta gente más —colaboradores, empleados, asistentes, suministradores, freelancers de toda calaña, pero también sus padres, sus hijos y sus nietos– se ha quedado de un día para otro sin escalera y colgando de la brocha. La buena racha que desde hace un par de años parecía eterna, ha sido cortada de un plumazo obtuso y lejano.
Claro que se lo van a sentir, no hay que dudarlo y con dureza, las arcas estatales, a mediano y corto plazo. Pero de inmediato, con efecto terrible y empobrecedor ya mismo, en el día a día y en todas partes, ese manotazo abusador golpea sin derecho a réplica una y la otra mejilla del sector privado, de los emprendedores, de los cuentapropistas, de las cooperativas y de la gente que comenzaba a respirar.
Como una bomba muy estúpida que no distingue maneras de pensar, ideologías, sueños ni ganas, las nuevas sanciones han sido lanzadas sobre la espalda de la gente que ya tanto y tantas veces ha sido vapuleada, queriendo amarrarle de nuevo las manos. Al final, y como siempre, vuelve a ser el pueblo quien resulta castigado.