Medio siglo después, los ojos de la humanidad siguen puestos en la Luna. Aquel 20 de julio de 1969 nuestra especie no solo dejaría su huella en el satélite sino también en la historia. Y hoy, los esfuerzos del ser humano se concentran no solo en volver, sino en quedarse e, incluso, llegar más lejos.
"Este es un pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la humanidad", declamaría con su impertérrita voz Neil Armstrong, ante la atenta mirada de 600 millones de personas, que observan atónitos cómo el astronauta estadounidense daba sus primeros saltos por la superficie lunar, como un niño aprendiendo a caminar.
La hazaña que protagonizaron Armstrong, Aldrin y Collins fue determinante por muchas razones, pero la fundamental es que ampliaron los límites de lo conocido y los elevaron 400.000 kilómetros por encima de donde Colón, Cook o Admundsen los habían dejado.
La misión Apolo 11 fue el cénit de la carrera espacial. Un éxito sin precedentes que haría 'malos' los anteriores hitos de la Unión Soviética. Sputnik, Laika y Gagarin fueron importantes, sí, pero no decisivas.
La Apolo 11 constaba de tres elementos tecnológicos diferenciales: la propia nave (del mismo nombre) que transportaría a los astronautas, el módulo lunar Eagle (con el que descenderían a la Luna) y el cohete Saturno V (encargado de llevarlo todo desde la Tierra). Durante su travesía los viajeros espaciales soportarían velocidades de hasta 40.000 km/h.
Durante su estancia en las yermas tierras selenitas, Armstrong y Aldrin realizarían varios experimentos. Además de colocar la bandera estadounidense (que tiraron al despegar con la Eagle), los astronautas instalaron un reflector láser para medir la distancia con nuestro planeta, un sismógrafo para registrar terremotos lunares y la caída de meteoritos, y una pantalla de aluminio destinada a recoger partículas del viento solar.
Aunque fue la que tuvo mayor trascendencia, la misión Apolo 11 fue tan solo una de las 22 que la NASA enviaría desde 1960 hasta 1972, fecha en que los astronautas del Apolo 17, Eugene Cernan, Ronald Evans y Harrison Schmitt, pisarían por última vez la Luna.
Tras 153.000 millones de dólares (actuales) de inversión y más de 400.000 trabajadores directos o indirectos implicados en el proyecto, la agencia aeroespacial norteamericana pondría punto y final al programa Apolo en 1975, con el lanzamiento de la misión Apolo-Soyuz, la primera en la que colaboraron NASA y Roscosmos (la agencia espacial rusa).
¿Por qué no hemos vuelto?
El mundo ha cambiado mucho en estos 50 años. Por poner un ejemplo, el ordenador equipado por las naves Apolo corría a una velocidad de reloj de 2 MHz y tenía 2 KB de memoria RAM. Es decir, unas 17.000 veces más lento y con cuatro millones de veces menos de capacidad que un smartphone actual.
Podría parecer que este salto tecnológico es aplicable al resto de elementos que intervienen en una misión en el espacio, pero las cosas no son tan sencillas. En el apogeo de la carrera espacial la Casa Blanca llegó a destinar hasta un 4,5 % del PIB estadounidense al programa Apolo, lo que se tradujo en un inasumible gasto presupuestario. Este es el motivo por el que durante las siguientes décadas la NASA se centró en otras misiones, como enviar sondas a explorar otros planetas, la Estación Espacial Internacional o el transbordador espacial.
Siempre ha habido planes para regresar a la Luna. El 20 de julio, pero de 1989, el presidente George H. W. Bush presentó al mundo la Space Exploration Initiative, un plan que tenía como objetivo enviar humanos a la Luna (e incluso a Marte) con la intención de que "se quedasen". Sin embargo, la Administración Clinton terminaría tumbando el proyecto debido a su alto costo.
¿Y por qué ahora sí?
En los últimos años, gracias, entre otras cosas, al auge del sector privado, la NASA ha conseguido desembarazarse de proyectos como el del transbordador espacial o los cohetes de propulsión para órbitas bajas o cargas ligeras. Ello ha permitido a la agencia centrar todos sus esfuerzos en el viejo anhelo de muchos: regresar a la Luna, y no precisamente para ir de paseo.
El objetivo del programa Artemisa de la NASA, que es como han denominado a este 'nuevo Apolo', es "volver a poner a una mujer y a un hombre" en la Luna, en una fecha no posterior a 2024. Para hacerlo, la NASA lleva años desarrollando los dos aparatos protagonistas del proyecto: la nave Orión y la lanzadera SLS (acrónimo de Space Launch System), equivalentes de la nave Apolo y del cohete Saturno V. Pero las similitudes con el programa espacial de los 60 terminan ahí.
La idea no es visitar nuestro satélite para tomar unas muestras, llevar a cabo unos experimentos y volver. La misión de los astronautas que tripulen la Orión será establecer una base permanente en el polo sur de la Luna, aunque antes las distintas misiones planeadas ensamblarán (en colaboración con las agencias espaciales europea, rusa y japonesa) la estación orbital lunar Gateway, que servirá como enlace entre la Tierra y la Luna, y entre esta y Marte. Porque conviene recordar que el objetivo último de todo esto es que el hombre estampe su huella en las arenas marcianas.
Se tardan cuatro días en recorrer los 384.000 km que separan la Tierra de la Luna, pero serán necesarios alrededor de siete meses para transitar los 225 millones de km hasta el planeta rojo; y, por consiguiente, el tamaño de la nave en la que viajen esos astronautas deberá ser mucho mayor que el de la Apolo. Hablamos de cientos y cientos de toneladas, que deberán ser lanzadas sucesivamente en módulos que se unirán una vez en el espacio, de forma análoga a lo que sucedió con la Estación Espacial Internacional y a lo que ocurrirá con la estación Gateway.
La base lunar permanente será una realidad antes de 2030. En principio, servirá como estación científica. En ella se desarrollarán cientos de experimentos de muy diversa índole. Algo similar a lo que sucede en la Antártida. Residir de forma continuada en nuestro satélite ofrecerá datos vitales (nunca mejor dicho) para analizar cómo reaccionan los cuerpos de los astronautas a la vida fuera de nuestro planeta. Además, está previsto que en futuras misiones se construya un radiotelescopio en la cara oculta, lo que brindará a los astrónomos la posibilidad de estudiar el cosmos sin las interferencias electromagnéticas presentes en la Tierra.
Y todo esto sin olvidar a las compañías privadas, que se abren paso con energía para buscar su hueco en el sector de la exploración espacial. Ahí está el proyecto Blue Moon de Jeff Bezos, con el que el fundador de Amazon aspira a ir a la Luna para "salvar a la humanidad"; o Dear Moon, de Elon Musk, que en 2023 pondrá rumbo al satélite con una tripulación de artistas con el objetivo de "inspirarlos de una forma en la que nunca lo han hecho".
El mundo ha cambiado mucho en estos 50 años. Pero la Luna cambiará mucho más en los próximos 50.
EL FUTURO DE LA EXPLORACIÓN ESPACIAL
Cincuenta años después, todo está preparado para regresar a la Luna, pero esta vez será permanente
Desde hace más de 4.000 millones de años, el Sol está sembrando el espacio a nuestro alrededor con un elemento que podría cambiar nuestras vidas en el futuro. Se trata de Helio 3, un isótopo del helio que parece hecho a medida para ser el combustible de las futuras plantas de fusión nuclear. La fusión del Helio 3, en efecto, no produce residuos radiactivos, y es tan energética que apenas 25 toneladas serían suficientes para abastecer todas las necesidades de EE.UU. durante un año entero.
El problema, sin embargo, es que en la Tierra el Helio 3 es muy escaso. Sus átomos son eliminados por la atmósfera y el escudo magnético terrestres. Pero en la Luna la cosa es muy distinta. Allí no hay atmósfera, y su campo magnético es tan débil que no supone un obstáculo para la entrada de este valioso gas, que llega a caballo del viento solar y se mezcla, en el suelo, con el regolito de la polvorienta superficie de nuestro satélite. Se estima que las reservas lunares de Helio 3 suman un total de 1,1 millones de toneladas métricas. Cantidad más que suficiente para cubrir todas las necesidades energéticas de la Tierra durante siglos.
El Helio 3, por lo tanto, se ha convertido en una de las principales razones para volver a la Luna. Y esta vez para quedarse. Es cierto que los desafíos científicos y tecnológicos son enormes. La extracción de cada tonelada de Helio 3, por ejemplo, supondrá tener que procesar hasta 150 toneladas de suelo lunar, pero la buena noticia es que la tecnología minera para hacerlo ya está disponible. Solo hay que llevarla hasta allí, y para eso hace falta, primero, demostrar que somos capaces de sobrevivir en una base permanente en un mundo fuera de la Tierra y en el que todo parece pensado para matarnos, desde la intensa radiación espacial a las bajísimas temperaturas, la ausencia de agua o las afiladísimas partículas de las que está hecho el regolito, auténticas cuchillas en miniatura capaces de rasgar trajes espaciales.
El comienzo de la minería espacial
Pero la promesa de una energía limpia e inagotable no es la única razón para volver a la Luna. En la visión de las principales agencias espaciales, en efecto, la Luna está llamada a convertirse, también, en la «puerta de entrada» de la Humanidad al espacio exterior. Ya no basta con ir a echar un vistazo a un asteroide. Ahora queremos explotar sus enormes recursos minerales, ya sea «in situ» o transportándo la roca entera hasta las proximidades de la Tierra. Es decir, la Luna.
Desde que la Administración Obama abriera en 2015 la explotación comercial del espacio a las empresas privadas con la U.S. Commercial Space Launch Competitiveness Act, varias compañías, como Planetary Resources o Deep Space Industries, se han lanzado a buscar los asteroides más idóneos y ricos en minerales. Por primera vez desde larestrictiva Space Act de 1958, que en la práctica prohibía la propiedad privada fuera de la Tierra, cualquier compañía que tenga los medios necesarios para llegar a un asteroide y explotarlo será ahora, de pleno derecho, la propietaria de todos los recursos que consiga extraer de él. En otras palabras, la ley de Obama abrió las puertas de un nuevo y lucrativo negocio, la minería espacial. A modo de ejemplo, baste con señalar que el beneficio neto que se podría obtener de un pequeño asteroide de 50 metros (y los hay de hasta 1.000 km) ronda los 500.000 millones de dólares.
Grandes estaciones espaciales situadas en lugares estratégicos del Sistema Solar harían las veces de muelles de carga y bases de operaciones para las naves mineras encargadas de la explotación y el transporte de los minerales a la Tierra. Pero ese objetivo requiere, una vez más, de infraestructuras y bases permanentes en la Luna.
Los grandes cargueros, en efecto, saldrían de nuestro satélite, y a él volverían con su preciada carga. Desde allí, los minerales serían después llevados a la Tierra por una flota de naves de transporte, mucho más ligeras. Por supuesto, eso requiere que la Luna se convierta en un auténtico puerto espacial.
La vuelta, en 2024
Por supuesto, y aunque el mayor impulso para volver a la Luna sea el económico, también la ciencia se beneficiará enormemente de esta nueva «fiebre lunar». Mayores y mejores naves de exploración, especialmente las tripuladas, podrán ser ensambladas directamente allí, y desde la Luna podrán viajar al espacio sin necesidad de tener que luchar contra la gravedad terrestre. Lanzar naves desde la Luna sería mucho más sencillo. Su velocidad de escape es de apenas 2,38 km/s, lo cual significa que se podrían lanzar naves mucho más grandes y pesadas, y con un coste mucho menor. Si realmente queremos llevar humanos a otros planetas, incluso a otras estrellas, las naves espaciales tendrán que salir desde allí.
Por otra parte, la cara oculta de la Luna sería, también, el lugar adecuado para instalar telescopios. Desde allí, las capacidades de observación de los astrónomos se multiplicarían por cien. Con uno o varios grandes telescopios en la Luna, nuestro conocimiento del Universo crecería de forma exponencial. En el Centro Goddard de Vuelos Espaciales de la NASA, por ejemplo, se está proyectando un gran telescopio de 50 metros que, además, se construiría directamente allí y con material lunar.
Así las cosas, no resulta extraño que todas las grandes potencias y agencias espaciales del mundo hayan convertido a la Luna en una prioridad. Estados Unidos, China, India, Japón, Gran Bretaña... La administración Trump, por ejemplo, ha fijado ya una fecha para el regreso a la Luna de astronautas americanos. Será en 2024, y la idea es que esa y las misiones tripuladas que la seguirán preparen el terreno para el establecimiento de una base permanente en la Luna. En los planes de la NASA, ese es un paso imprescindible para abordar después, hacia 2030, el gran objetivo de enviar humanos a Marte.
De este modo, la Luna se convertirá en un enorme banco de pruebas en el que se probarán toda clase de nuevas tecnologías, desde sistemas de obtención de agua a nuevos trajes espaciales, con el objetivo de demostrar que el hombre es capaz de subsistir largas temporadas fuera de la Tierra y aprovechando los escasos recursos de un mundo extraño. Desde luego, tiene toda la lógica hacer las pruebas en la Luna, que solo está a tres días de viaje, antes de enviar una tripulación a Marte, donde estaría completamente sola y dependiendo únicamente de sus medios.
Dentro de los programas de la NASA está también la construcción de una estación orbital en la Luna, que haría de enlace con la base de superficie, de modo que en los próximos años seremos testigos de cómo, por primera vez, una nave espacial captura un asteroide y lo transporta hasta la órbita lunar, donde será abordado por astronautas. El objetivo es demostrar si esa fórmula resulta viable como método para la futura minería espacial, la industria que sin duda más impulsará nuestro regreso a la Luna.
El octavo continente
Europa, por su parte, pretende asociarse con toda clase de empresas privadas para construir un «poblado lunar» en la década de los 30. Bajo el nombre de Moon Village, se trataría de una colonia permanente y cuyo tamaño iría creciendo hasta albergar a unas 1.000 personas en 2040. China y Japón también tienen sus propios proyectos de colonias lunares. Según dijo a ABC Bernard Foing, director del Grupo Internacional de Exploración Lunar de la ESA y líder de ese ambicioso proyecto, «la Luna es el octavo continente de la Tierra. Habrá varias bases, pero se podrán intercambiar conocimientos y recursos. y compartir instrumentos y tecnologías. Igual que en el Polo sur hay bases de muchos países y todos colaboran. No habrá fronteras. Según la ley, la Luna es de todos, ningún país puede apropiarse de ella, pero sí usar los recursos que consiga. Y no se olvide de las empresas privadas. Hay cientos de ellas que están interesadas, desde empresas mineras a las que se dedican a la robótica, fabricantes, a la impresión 3D... Existe un estudio del arquitecto Norman Foster para imprimir los módulos de la base lunar allí mismo. Estamos estudiando aquí, en la Tierra, cómo se podría implementar esta tecnología en la Luna. Por eso es importante empezar a estar allí. Y que todos empecemos cuanto antes a colaborar».
José Manuel Nieves y Eduardo Villamil