El presidente se pasó de la raya. La Cámara de representantes de Estados Unidos condenó a Donald Trump por sus comentarios racistas y xenófobos en torno a cuatro mujeres congresistas. Las cuatro eran demócratas y “persons of color”. El mismo día, en un mitin al aire libre, rodeado de sus partidarios, Trump insistió en su mejor argumento: “si no amas a Estados Unidos, puedes volverte a tu país”. Al menos tres de las cuatro congresistas habían nacido en Estados Unidos. La cuarta llegó muy niña y se “naturalizó”.
Esa es la expresión aguda del peor y más peligroso extremismo: Trump es los Estados Unidos y quienes lo aplauden son los verdaderos norteamericanos. Eso es lo que decían Hitler y Mussolini con relación a Alemania e Italia. Esto es lo que decían Stalin y Castro con relación a la URSS y Cuba. Los cuatro eran la encarnación de sus países y sus seguidores los genuinos patriotas. Los que discrepaban y se les oponían eran escoria, gentuza, traidores que no merecían vivir en la patria que los acogía generosamente.
Esto explica la saña de Trump contra los refugiados que escapan de sus países. Para impedirles llegar a Estados Unidos está dispuesto a incumplir las leyes nacionales y los tratados internacionales, como señala la abogada Melanie Nezer (ver su charla en TED por Internet). Trump prefiere invertir en cercas y murallas y no hacerlo en jueces que examinen seriamente las razones que tienen las familias para escapar de las sociedades de las que proceden. Es verdad que son estados fallidos (shithole countries), pero eso no exime a ninguna nación vecina a olvidar sus propias normas, que son, por cierto, las de la decencia y la solidaridad humana.
Honduras, Guatemala y El Salvador son sitios en los que el narcotráfico y la violencia han permeado todos los ámbitos de la convivencia. Por eso las personas escapan. Se van para salvar a los pequeños de la probabilidad de la muerte. Casi nadie quiere abandonar su país. En Centroamérica hay dos naciones que reciben refugiados en lugar de generarlos: Panamá y Costa Rica. A Panamá han ido a parar miles de venezolanos. Más del 12% de la población tica está compuesta por nicaragüenses que han huido y huyen de la vesania de Ortega y el sandinismo.
Trump ni siquiera quiere extenderles el “Status de Protección Temporal” (TPS) a los venezolanos que ya están en Estados Unidos. Los prefiere ilegales y sin permiso de trabajo. Como señalaban sus críticos: mientras les negaba su lugar al sol a los venezolanos, les advertía a los norteamericanos que no visitaran el shithole en que Maduro ha transformado a Venezuela, una nación que durante todo el siglo XX recibió millones de inmigrantes con los brazos abiertos y hoy expulsa a una cantidad similar de venezolanos.
En 1961 yo fui uno de los privilegiados por la hospitalidad venezolana. Primero, la embajada de Honduras me abrió sus brazos en La Habana. Era un chiquillo asustado que acababa de evadirse de la cárcel política para menores. Tras la invasión de Bahía de Cochinos, Tegucigalpa rompió con Cuba, pero los venezolanos nos protegieron con su bandera. Meses más tarde el régimen nos otorgó los salvoconductos. Como el avión rumbo a Caracas hacía escala en Miami y mi familia ya estaba ahí, me quedé en Estados Unidos. No tenía la menor intención de emigrar. Me vi forzado a hacerlo.
Lo primero que hicieron los estadounidenses fue darme un “parole” que me autorizaba a trabajar, a estudiar, a vivir. Eran otros tiempos más apegados a la historia. La sociedad norteamericana en su conjunto (siempre hay racistas y xenófobos) comprende que una cosa son los mitos de la identidad nacional y otra muy diferente los mimbres legales con los que se ha trenzado la república. Los inmigrantes y nuestros hijos y nietos vivimos en la república y practicamos el patriotismo constitucional. De esos nexos surgen las libertades, la dignidad y la ley. La mítica nación, en cambio, da origen a las persecuciones y a ese grito obsceno, tan antiamericano, de “send her back” que Trump, desgraciadamente, ha puesto de moda.