Sexo en la Antigua Roma
En el imaginario popular se ha consolidado la imagen de una Roma licenciosa, en la que las orgías eran un elemento de la vida cotidiana y todos los caprichos sexuales, hasta los que hoy podemos considerar más oscuros, estaban permitidos. Un mundo en el que el sexo no tenía barreras y en el que libidinosos emperadores arrastraban a sus súbditos a una espiral de depravación carnal como la historia no ha vuelto a conocer otra igual. Un mundo que es, por supuesto, falso.
Tanto la propaganda de los autores cristianos, que desde la misma Antigüedad quisieron presentar la Roma pagana como un cúmulo de vicios y perversiones que había precipitado su propia muerte, como los guionistas de cine que, desde los años dorados de Hollywood, inmortalizaron una Roma orgiástica donde Calígulas y Nerones campaban a sus anchas, han contribuido a crear una imagen de la Urbe y su Imperio que están lejos de la realidad histórica. Basta un acercamiento, aunque sea somero, a las fuentes literarias, para darnos cuentas de que la sociedad romana tuvo en todo momento tabúes sexuales, prácticas permitidas y prácticas prohibidas, tanto social como legalmente. La vida sexual romana estuvo marcada por unas normas y unos límites que, como ocurre en toda sociedad, no siempre estuvieron definidos de forma nítida y no todos los individuos respetaron y cumplieron. Siempre, y Roma no es una excepción, ha habido individuos que han roto con lo socialmente aceptado y han desarrollado, de forma más o menos abierta, una sexualidad libre al margen de convenciones.
Por desgracia, el tema de la sexualidad en la Antigua Roma apenas ha empezado a ser estudiado de forma estricta y rigurosa hace algunas décadas. Todavía hoy, los estudios más populares que pueden encontrarse en el mercado, y no hablamos sólo de obras de divulgación, hacen gala de una confusión de conceptos y de ideas que, de tratar acerca de otro aspecto de la vida romana, les habrían hecho merecedores del ostracismo académico y editorial más absoluto. En lo que se refiere a la sexualidad de los romanos, seguimos cometiendo los mismos errores que cometían los historiadores de hace un siglo. El principal y más dramático de estos errores es pretender explicar los parámetros del sexo, la sexualidad y el género en Roma tratando de encajarlos en los que son propios de una sociedad occidental del siglo XX y XXI. De este modo, nos encontramos con frecuencia afirmaciones como que los romanos rechazaban la homosexualidad, que había romanos gays o que todos los romanos eran bisexuales. Como cualquier estudiante de Antropología sabe a la perfección, emplear categorías del siglo XXI para estudiar sociedades preindustriales o de otros tiempos sólo conduce a errores de interpretación que invalidan por completo nuestros estudios. Aunque no seamos conscientes de ellos, nuestro eurocentrismo, el gran problema que ha lastrado la Antropología desde los orígenes de esta disciplina, sigue empañando nuestra mirada.
¿Qué problema hay por pecar de eurocentrismo al hablar de la Antigua Roma? ¿Acaso no es la sociedad romana la semilla de la que ha germinado la nuestra, la civilización madre de todas las civilizaciones occidentales? Preguntas que pueden surgir al leer estas reflexiones, y a las que hay que responder con un contundente no. Sin duda, somos herederos de la tradición romana en más aspectos de los que alcanzamos a imaginar, pero eso no implica que las categorías que utilizamos para analizar nuestra sociedad sean válidas en su totalidad para la Roma clásica. Nos parecemos mucho a nuestros abuelos romanos, pero en muchas cosas somos completamente diferentes a ellos. Y en el tema de la sexualidad existen numerosos matices que nos hacen muy diferentes.
Dentro del campo de la sexualidad, es sin duda el de la homosexualidad el que ha recibido una mayor atención. Tanto los que buscaban negar las prácticas homosexuales normalizadas en Roma, como aquellos que han querido buscar en esta cultura un modelo de tolerancia hacia dichas prácticas han cometido numerosos errores, cuando no auténticas tropelías, para sustentar hipótesis que ya daban por válidas antes incluso de acercarse a las fuentes. Es imposible, incluso para el más conservador de los mortales, negar la existencia de prácticas homosexuales en la Antigua Roma. Las fuentes literarias y los restos materiales documentan de forma bastante extensa esta faceta de la vida privada de los romanos. El debate no va en la línea de negar estas prácticas, algo imposible, sino en si estaban o no bien vistas por la sociedad romana. En este debate, como decimos, podemos encontrar desde el que pretender presentar a Roma como un paradigma de libertad sexual en el que cada cual hacía el uso que deseaba de su cuerpo, hasta el que ha defendido que las prácticas homosexuales eran perseguidas por ley y sólo unos pocos depravados, influenciados por costumbres orientales o griegas, se entregaban a ellas de forma oculta y vergonzosa. Ninguno de los dos extremos es válido, por mucho que una mirada parcial e interesada a las fuentes nos permita defender uno y otro.
¿Cómo debemos abordar el estudio de la homosexualidad en la Roma antigua? En primer lugar, hay que aclarar una serie de conceptos previos que, aunque están asentados para muchos, especialmente en el campo de la Antropología, resultan aún confusos o intercambiables para la mayoría.
Sexo, sexualidad y género
Hasta bien entrado el siglo XX, la sexualidad era una campo de trabajo exclusivo de los médicos y los biólogos. Se consideraba que todo lo relativo al aparato reproductor y su uso, tanto con fines lúdicos como con fines reproductivos, dependía únicamente del instinto, de los impulsos biológicos que todos los seres vivos poseemos, y por lo tanto sólo el especialista en el tratamiento del cuerpo podía opinar acerca de este tema. El sexo y la sexualidad eran cosas de médicos, y sólo los médicos podían tocar este tema en sus investigaciones.
En consecuencia, todo lo que estaba relacionado con el sexo y la sexualidad, al estar dentro del campo de la medicina, era susceptible de ser interpretado como una patología. Lo que se apartaba de lo considerado normal por una sociedad judeocristiana occidental, era considerado de forma más o menos explícita como una enfermedad, que podía ser diagnosticada, tratada y en último extremo curada. No hace falta dar detalles acerca de lo que esta mentalidad ha generado en millones de seres humanos a lo largo de los siglos. Homosexuales enfrentados a terapias más o menos violentas para eliminar sus tendencia, transexuales conducidos a la creencia de su propia monstruosidad y empujados a la depresión y el suicidio, gustos sexuales diversos que acababan conduciendo a sus acomplejados portadores al diván del psiquiatra en busca de una ansiada normalidad. Si todo lo relativo al sexo y la sexualidad está en manos del médico, es el médico el responsable de curar las supuestas anormalidades como quien cura una gripe o cose una herida. Por desgracia, y a pesar de que la Organización Mundial de la Salud hace décadas que descatalogó la homosexualidad como una enfermedad, estas ideas siguen estando vigentes en muchos colectivos, y miles de hombres y mujeres acuden en busca de una cura para algo que consideran un mal de su cuerpo o de su mente.
Por fortuna, los antropólogos rompieron este monopolio en manos de los médicos desde comienzos de los años sesenta. La Antropología es la disciplina que se dedica a estudiar al ser humano como entidad generadora de cultura, entendiendo cultura como todos aquellos elementos de nuestras vidas que no dependen de nuestros instintos biológicos. Dado que el ser humano es una única especie con milenios de evolución a nuestras espaldas, todos nuestros impulsos biológicos son iguales, con independencia del lugar o la época en que hallamos nacido. Los instintos biológicos son universales. Sin embargo, la cultura cambia de una sociedad a otra, de una época a otra. Son esos elementos de diferencia los que estudian los antropólogos. En el campo de la sexualidad, muchos investigadores se dieron cuenta de que, contra la idea de que el sexo era un universal, existían tantas construcciones culturales en torno al sexo como culturas había en el mundo. Es decir, que cada sociedad entendía el sexo de una manera diferente, por lo que cualquier investigación que se guiara por la idea del sexo como un universal estaba condenada al fracaso.
En los años sesenta, los antropólogos comenzaron a preguntarse si el sexo y la sexualidad eran elementos biológicos que dependían del instinto o eran construcciones culturales. Tenían sobrados motivos para hacerse estas preguntas, pues era evidente que las mismas prácticas sexuales que eran repudiadas en unas sociedades eran admitidas e incluso buscadas como deseables en otras. Las formas de mantener relaciones, las parejas sexuales admitidas o rechazadas, los ritos asociados al apareamiento… todo cambiaba de una cultura a otra. ¿Podía depender del instinto biológico algo que cambiaba tanto de una sociedad a otra? Los antropólogos encontraron la respuesta rápidamente; un claro y rotundo no. La sexualidad y el sexo no son elementos biológicos, sino culturales, aunque sin duda estén muy relacionados con nuestra parte instintiva. Los médicos occidentales habían convertido en categoría universal lo que únicamente era una pauta de su propia cultura, pero que no estaba presente en ninguna otra de la misma manera.
Los primeros antropólogos que se atrevieron a tratar el tema de la sexualidad desde el punto de vista cultural recibieron todo tipo de críticas, y algunos llegaron incluso a ser vetados en revistas y congresos, acusados de estar invadiendo un campo reservado a los médicos. Sin embargo, poco a poco, esta situación fue cambiando. El mundo académico abrió los ojos a una realidad: el sexo y la sexualidad no son una realidad única en todas las sociedades y en toda la Historia. Sexo y sexualidad son cambiantes, distintos y únicos dependiendo de cada cultura.
El siguiente paso fue el de desterrar la idea de que existía una “normalidad” en el sexo y la sexualidad, y que todo lo que se alejara de esta pauta debía ser considerado una anormalidad, una desviación, o incluso una aberración. Para lograr superar esta idea por completo fueron necesarios muchos esfuerzos de reflexión y análisis, sobre todo para separar conceptos que, aunque en el mundo occidental se consideraban equivalentes, sólo conducían a la confusión. Gracias a los antropólogos, se comenzó a diferenciar de forma nítida entre tres conceptos básicos: sexo, sexualidad y género.
El sexo es la base biológica, lo que nos hace ser individuos sexuados hombres o mujeres. Existe, por un lado, el sexo genotípico, aquel que está marcado en nuestros genes y que de forma estadísticamente mayoritaria es una pareja de genes XY para los hombres y una pareja de genes XX para las mujeres. Decimos que es lo estadísticamente mayoritario porque existen otras muchas combinaciones producto del azar al unirse los gametos, y de este modo encontramos individuos con un genotipo XXX, XXY y un largo etcétera de combinaciones. En el estado actual del conocimiento científico, el sexo genotípico no puede ser modificado. Por otro lado está el sexo fenotípico, es decir, los órganos sexuales que desarrolla nuestro cuerpo y que dependen de nuestra carga genética. A diferencia del sexo genotípico, el sexo fenotípico sí puede ser modificado mediante cirugía de reasignación sexual y tratamientos de hormonas. Es decir, hoy en día la ciencia permite que un individuo con unos genes sexuales XY pueda tener unos órganos sexuales de mujer que, si bien no son viables desde el punto de vista de la fertilidad, sí lo son desde el punto de vista de unas relaciones sexuales satisfactorias.
La sexualidad es lo que hacemos con nuestros órganos sexuales, entendiendo como tales no sólo los genitales sino todas las partes del cuerpo susceptibles de ser sexualizadas. Desde este punto de vista, se habla de individuos homosexuales, que mantienen relaciones con individuos de su mismo sexo, heterosexuales, si lo hacen con individuos del sexo contrario, o bisexuales, si lo hacen de forma indistinta con ambos. Aunque recientemente se han generalizado otras clasificaciones, como la pansexualidad, estas tres primeras siguen siendo útiles desde un punto de vista analítico. La sexualidad no es en absoluto constante en un individuo, pues una misma persona puede definirse y sentirse como heterosexual una etapa de su vida y cambiar a homosexual en otra. A día de hoy, y a pesar de los polémicos y dudosos esfuerzos de numerosos científicos, no se ha encontrado base alguna para defender que la sexualidad tenga un origen biológico. El tema de si la sexualidad es biológica o cultural sigue siendo muy polémico.
El género por último es el papel que cada individuo cumple en la sociedad en la que vive. Cómo se viste, como actúa, qué rol laboral desempeña… El tema del género resulta muy complejo y está en permanente redefinición por parte de los sociólogos y antropólogos, especialmente desde que el feminismo irrumpió con fuerza en diversos campos académicos, eliminando numerosos tabúes e ideas preconcebidas.
Sexo, sexualidad y género son elementos independientes unos de otros, y estar adscrito a una categoría de uno no supone adscribirse a una categoría de otro de forma automática. Este fue precisamente el gran error de los investigadores durante siglos: pensar que a un determinado sexo le corresponde un determinado género y una única y válida sexualidad. En el mundo occidental judeocristiano sólo se reconocía como natural y normal a aquellos individuos que tenían un sexo definido, un género marcado y respetaban los límites de la heterosexualidad. Es decir, al hombre biológico le correspondía el género del varón y una heterosexualidad impuesta. Lo mismo ocurría con la mujer biológica, de género femenino y heterosexualidad incuestionable. Todos aquellos individuos que rompían estas pautas binarias eran considerados criaturas fuera de la naturaleza, depravados a los que había que marginar, ocultar y en ocasiones condenar y ejecutar.
Estas pautas no sólo se aplicaban al mundo occidental moderno, sino que eran utilizadas por académicos de diversas ramas para tratar de explicar la vida sexual de sociedades muy diferentes. De este modo, la sexualidad en las sociedades antiguas, clásicas y no clásicas, fue estudiada con el prisma de las instituciones occidentales modernas, lo que llevó a enormes errores de interpretación. Por suerte para los estudiosos de esta época, al tratarse de sociedades anteriores a la aparición del Cristianismo, Grecia y Roma eran miradas con una cierta indulgencia paternalista, como quien juzga y describe el comportamiento de niños que no saben lo que hacen. Si griegos y romanos se entregaban a comportamientos sexuales considerados antinaturales era porque aún no habían sido salvados por la llegada de Cristo. Así, mientras los estudios de la sexualidad en otras épocas posteriores eran silenciados, los investigadores del Mundo Antiguo gozaron de cierta indulgencia para llevar a cabo sus investigaciones y publicar sus estudios. Al fin y al cabo, resultaba imposible silenciar indicios de comportamientos sexuales distintos de los aceptados en el mundo moderno occidental en las fuentes antiguas. ¿Cómo ignorar los poemas de Teognis, Safo o Catulo? ¿Cómo esconder las referencias constantes a la homosexualidad en la prosa de Petronio? Era evidente que la homosexualidad existió en la Roma y la Grecia clásica, y su estudio se permitió como una exótica curiosidad y una muestra de la depravación en la que vivían los hombres y las mujeres antes de Cristo.
Para vergüenza de nuestra historiografía, esta es una realidad que no hay que buscar muy lejos en nuestros estudios para encontrarla de frente. Todavía hay en las librerías numerosos estudios y ediciones comentadas de textos antiguos que presentan la sexualidad antigua desde este paternal y rancio punto de vista. Basta echar un vistazo a la traducción y comentario que el profesor Manuel Balasch hizo para la editorial Gredos de las “Sátiras” de Juvenal, más semejante a un libro de catequesis de los años cincuenta que a un moderno estudio filológico. Por desgracia, no es un caso aislado.
Mientras otros campos como la sociología se han beneficiado de los avances en los estudios de la sexualidad proporcionados por la antropología, los estudios de la Antigüedad, en manos de historiadores y filólogos, han quedado anclados en los métodos antiguos.
¿Puede hablarse de homosexualidad en la Roma antigua?
Aclarados los conceptos de sexo, sexualidad y género, podemos abordar el estudio de las prácticas sexuales en la Antigua Roma desde un punto de vista moderno y riguroso. Lo que aquí expondremos no es más que una visión general del asunto, un primer paso que debería conducir hacia estudios mucho más amplios y ambiciosos.
El primer elemento que hay que tener en cuenta es que la sexualidad romana fue muy diferente de la griega, a pesar de que en demasiadas ocasiones se hayan querido analizar los dos en conjunto. De hecho, hablar de sexualidad griega resulta también una generalización, ya que cada ciudad estado tenía sus propias costumbres, y la manera de entender el sexo fue muy diferente en ciudades como, por ejemplo, Atenas o Esparta. Por supuesto, las influencias que Roma recibió del mundo griego fueron amplias y profundas, y el tema de la sexualidad no fue una excepción. Sin embargo, los romanos más conservadores siempre vieron la sexualidad griega con desagrado, como en general veían todo lo llegado desde Oriente.
En Roma, existieron unas normas sociales que marcaron qué prácticas sexuales eran lícitas y cuáles no, o qué pareja se podía elegir y cuál no. En ocasiones, como veremos, estas normas se convirtieron en leyes, que persiguieron determinadas prácticas y sancionaron a los infractores.
El varón romano, ciudadano libre que gozaba de todos los derechos jurídicos, tenía una amplia gama de prácticas sexuales a su disposición, pero contaba con una clara limitación: sus prácticas debían limitarse a ejercer como Copa Warrenpenetrador, nunca como penetrado. Para un romano, ser la parte pasiva de la relación, ya fuera en el sexo oral o anal, era motivo de oprobio, vergüenza e incluso condena jurídica. Es muy curioso constatar en las fuentes cómo una práctica que en nuestro mundo moderno no sería considerada pasiva sí lo era para los antiguos romanos. Éste es el caso del sexo oral practicado por un hombre a una mujer, una práctica que los romanos siempre consideraron denigrante para aquel que la llevaba a cabo. En Roma, tan deplorable era hacer una felación a un hombre como practicar sexo oral a una mujer.
Nunca jamás en la Roma clásica un hombre habría recibido la reprobación de sus semejantes por el hecho de practicar sexo con otro varón, siempre y cuando fuera él la parte activa. El hombre romano es, por definición, penetrador, con independencia de cuál fuera el objeto de sus deseos. De hecho, era una práctica habitual en la guerra que los legionarios violaran analmente a los soldados derrotados, tanto para demostrar su hombría y desfogarse en medio de la vorágine de la batalla como para humillar a los vencidos.
¿Quién podía entonces tomar la parte pasiva en la relación homosexual entre dos hombres? Ya que a los ciudadanos libres no les estaba permitido asumir este rol, eran los esclavos o los extranjeros quienes podían ejercer este papel. Los esclavos no eran considerados seres humanos completos, sino simple mercancía, una propiedad mueble que estaba sujeta a la voluntad del amo. Que un señor romano mantuviera relaciones sexuales, siendo él siempre la parte activa, con sus esclavos varones era algo totalmente normalizado y que en absoluto estaba mal visto. Del mismo modo, de los extranjeros, especialmente si eran orientales, ya se presuponía una moral relajada, por lo que a nadie sorprendía que se entregaran a prácticas sexuales no aprobadas por la Roma más conservadora.
El castigo para aquellos ciudadanos romanos libres que fueran sorprendidos tomando la parte pasiva en una relación con otro hombre varió a lo largo de los siglos. En todo momento fue objeto de la reprobación social, el insulto y la vergüenza, pero en ocasiones las leyes también persiguieron estas prácticas. Se conoce una lex Iulia, aprobada durante el corto periodo de poder casi absoluto de Julio César, tras la guerra civil, que condenaba a la pérdida de los derechos de ciudadanía a todos aquellos de los que se demostraran que se habían entregado sexualmente a otro hombre. Por desgracia, no sabemos mucho más acerca de estas leyes, ya que Augusto aprobó una ley, Lex Iulia de Adulteriis, que las incluyó a todas en su búsqueda de perseguir todo tipo de adulterios para restaurar la moral familiar tradicional.
El emperador Adriano y Antinoo, una célebre pareja de amantesEn la cuestión de las relaciones homosexuales hay que citar la conocida Lex Scantinia, una ley que en muchas ocasiones ha sido presentada por investigadores poco imparciales como argumento para defender que en Roma se persiguió la homosexualidad. Nada más lejos de la realidad. Como ya hemos apuntado, en Roma se persiguió a aquellos hombres que asumieran la parte pasiva de la relación, pero nunca la homosexualidad en su conjunto. Como es habitual en el caso de las leyes romanas de época republicana, no se conocen los términos exactos de la Lex Scantinia. Sólo sabemos de esta ley por referencias parciales tardías no muy explícitas. Según estas referencias, la Lex Scantinia no sólo condenaba a aquel ciudadano romano que ejerciera la parte pasiva en una relación sexual, sino también a aquel que atentara contra el honor y la dignitas de un ciudadano romano tomando parte activa en una relación con éste. Es decir, el oprobio social y la ley perseguían al homosexual pasivo, pero si el activo elegía como pareja a un ciudadano romano también era susceptible de ser condenado por dañar su honor.
Vemos, por tanto, que hay una gran diferencia entre la sexualidad griega y la romana. Mientras en el mundo griego era aceptado, e incluso deseado, que los jóvenes buscaran un mentor maduro con el que formaran una pareja sentimental y sexual, en Roma esto habría resultado impensable. Los adolescentes romanos estaban protegidos de la lujuria de otros hombres por leyes como la ya comentada Lex Scantinia.
Podemos resumir, por tanto, que la sexualidad del varón romano sólo tenía dos limitaciones: que no adoptara él mismo la parte pasiva de la relación y que no escogiera como objeto de su pasión penetradora a otro ciudadano romano. Fuera de estos límites, en Roma nunca se dio una visión negativa de las prácticas homosexuales. De hecho, se consideraba que el ciudadano romano que penetraba a otros hombres, ya fuera en la guerra, ya fuera en otro contexto como la prostitución, reforzaba su hombría.
¿Y qué pasa con las mujeres homosexuales?
Como hemos podido ver, las fuentes que nos hablan de la sexualidad masculina romana desde diversos puntos de vista no son especialmente abundantes. Sin embargo, éstas nos parecen muy numerosas en comparación con las que nos hablan de la sexualidad de las mujeres romanas. La cuestión de la historia de las mujeres en las sociedades antiguas ha supuesto un problema para los historiadores desde que éstos decidieron dar voz a las grandes olvidadas, algo que no ocurrió hasta bien entrado el siglo XX. Hasta ese momento la Historia era una disciplina hecha por hombres que trataba sobre asuntos de hombres, y sólo muy de cuando en cuando se abordaba la temática de la mujer.
El problema de la historia de las mujeres no sólo tiene como raíz el desinterés que los historiadores mostraron durante siglos por este tema; el problema va más allá. Los escritores de la Antigüedad apenas dejaron testimonio de la vida de las mujeres, y si lo hicieron fue de forma parcial e interesada. Los historiadores clásicos documentaron una sociedad machista desde un punto de vista machista en el que las mujeres sólo existían como comparsas de los hombres, auténticos protagonistas de la historia. Por este motivo, las mujeres que encontramos en los relatos antiguos se mueven en dos planos: o son matronas modelos de virtud que obedecen as reglas marcadas por la sociedad patriarcal o son lujuriosas brujas abandonadas a su sed de sexo y poder. Es evidente que en ambos casos las fuentes simplifican y reducen a las mujeres reales a meros tópicos que de poco nos sirven para reconstruir su verdadera historia.
El problema se agudiza cuando hablamos de las mujeres de clase baja, ya que estas directamente ni aparecen en las fuentes escritas. Las mujeres pobres han sufrido un doble silencio por parte de la historia: silencio por ser mujeres, silencio por ser pobres.
Sabemos que existieron mujeres escritoras que podrían haber dejado un testimonio más directo de sus vivencias, pero en la mayor parte de los casos su obra se ha perdido por diversos avatares históricos. Estamos, por tanto, ante una situación en la que la mitad de la población se ha quedado sin una voz que pueda recoger la historia.
Ante esta panorama, tratar de reconstruir la sexualidad de las mujeres romanas es una tarea muy difícil si se pretende ir más allá de su sexualidad domesticada y sometida al hombre. Por supuesto, tenemos datos acerca de la sexualidad femenina, siempre que el compañero de las relaciones fuera un hombre. Una vez más nos encontramos ante los dos modelos antagónicos aplicados al mundo de la alcoba. La matrona virtuosa que limita su sexualidad a las necesidades afectivo-reproductivas del marido y la libidinosa y pérfida que no puede contener su pasión y se dejar arrastrar por los lupanares de todo el Imperio. En ambos casos, las relaciones sexuales de las mujeres que aparecen en las fuentes literarias se limitan al sexo con varones. ¿Dónde eestá el sexo lésbico?
Roma era un mundo dominado por hombres en el que los que dejaron todo el corpus de documentos literarios eran hombres. Varones que no tenían interés ninguno en lo que las mujeres hicieran en las alcobas cuando ellos no estaban presenten. De este modo, las relaciones sexuales entre mujeres brillan por su ausencia en las fuentes.
¿Quiere esto decir que no hubo sexo lésbico en Roma? Naturalmente que no. En Historia, el argumento ex silentio suele ser una trampa terrible para justificar un argumento. Es decir, el hecho de que algo no aparezca en las fuentes no justifica decir que ese algo no existiera. Sin duda, en la Roma Antigua se dio el sexo entre mujeres, aunque este no haya dejado rastro alguno en las fuentes. Un sexo que sin duda fue furtivo y oculto, ya que las mujeres eran poco menos que propiedad del marido y difícilmente éste habría aprobado una sexualidad libre en su legítima esposa. Una mujer que mantiene relaciones sexuales con otras mujeres es una mujer que rompe las reglas del patriarcado, que no necesita al hombre, algo que por necesidad era entendido como una aberración en las sociedades antiguas. La mujer libre era automáticamente tildada de bruja o hechicera, y era empujada a los límites de la sociedad, en ocasiones de forma física. Dado que la sexualidad puede convertirse en una expresión de libertad absoluta, la homosexualidad femenina estaba perseguida por las convenciones sociales, ya que suponía una intolerable emancipación de la mujer respecto al hombre.
La homosexualidad femenina, por tanto, se limitaba al ámbito doméstico, a encuentros clandestinos entre una mujer y una esclava, o entre una mujer y su amante libre. Unos encuentros sexuales que podemos suponer que existieron, pero que por desgracia están fuera del alcance de los historiadores debido a la misoginia dominante de las fuentes literarias.