En nuestra primera cita, me atreví a darle un abrazo largo en la atiborrada plataforma de la estación del metro de West Fourth Street, un lugar bastante inusual para una demostración física de afecto de mi parte, por la que culpo al vino. La primavera acababa de comenzar y florecía en el aire citadino.
Encantada por el abrazo, aceptó verme de nuevo.
Deambulamos por la ciudad, paseando por el Upper West Side y por Harlem. Con la sonrisa más tímida, me dijo que soñaba con vivir en ese vecindario y tener una familia después de graduarse de la universidad. Comencé a visitarla en su pequeño departamento en Washington Heights, donde pasábamos horas.
Ella preparaba la cena, que casi siempre era pasta espolvoreada con queso parmesano, lo único que sabía cocinar. Pasábamos las noches viendo CNN y hablando de política, discutiendo si Obama ganaría o no las elecciones. Cuando entrelazaba sus dedos con los míos y me besaba mientras estábamos sentadas con las piernas cruzadas sobre el piso alfombrado de su departamento, con nuestro aliento de ajo y salsa de tomate, me sentía como si nos conociéramos de toda la vida.
Durante uno de esos paseos nocturnos, nuestras manos se tocaron. Nunca antes se me había ocurrido tomarla de la mano en público. Sentí un vuelco en el corazón cuando lo hice. Ella me tomó de la mano sin dudar ni detenerse, como si lo esperara.
Se sentía tan bien. Nadie se inmutó. Poco después, en un sofocante día del verano pasado, me sentí lo suficientemente cómoda para inclinarme y darle un beso en pleno Parque Central, donde estábamos sentadas sobre una toalla de playa. No me percaté de la transformación que se estaba gestando en mi interior sino hasta que la palabra que empieza con “a” se me escapó de los labios y ella sonrió.
No siempre fui así. En la infancia nunca fui testigo de muestras de afecto. Mi madre y mi padrastro estaban enamorados, pero solo lo demostraban con sonrisas sutiles que intercambiaban de un extremo a otro de la habitación o una vaga insinuación que pasaba tan veloz como la brisa que sacudía los mangos.
A los 17, me mudé a Estados Unidos desde Jamaica, donde me había sentido como si fuera la única lesbiana en un país en el que la policía se hace de la vista gorda ante la violencia colectiva contra los gays y el sexo entre hombres es un delito. Cuando llegué a Nueva York y tuve la oportunidad de salir con mujeres, todavía me cuidaba, constantemente mirando por encima del hombro por temor a que alguien me viera de cierto modo.
Al principio, mis relaciones con mujeres eran muy informales; nunca me las tomaba muy en serio. Aunque era abierta en lo que respecta a mi sexualidad, nunca sentí la necesidad de ser cariñosa en público. Sin embargo, todo cambió cuando conocí a mi futura esposa. Queríamos tomarnos de la mano en todas partes. Nos besábamos para despedirnos en el metro y nos abrazábamos en el teatro.
Esto parecería una nimiedad para una pareja hetero. Sin embargo, he notado que hay una jerarquía extraña cuando se trata de ir agarradas de la mano, la cual dicta quién puede ser afectuoso sin repercusiones. Claro que las parejas hetero pueden hacerlo; en el caso de las parejas gay caucásicas está un poquito menos bien. Pero para las lesbianas negras como nosotras, podía ser un acto radical.
Tras dos años de relación, la convencí de mudarnos a Brooklyn, donde ya alquilaba un departamento. El barrio de Bedford-Stuyvesant, o Bed-Stuy, era más asequible que su fantasía de Harlem. Resultó que encajamos fácilmente en el paisaje de Fulton Street, con su población mayormente afroamericana y caribeña. Era un lugar donde el bajo del dancehall y el reggae se fundían con el hip-hop y el R&B de la vieja escuela; un lugar donde lo mismo se podía oler el cordero al curry y el pollo jamaiquino que el pollo frito y langostinos.
Era un lugar donde los meses de verano eran para las fiestas callejeras; la gente se asomaba a verlas y seguía su camino por el barrio hacia otra carne asada en el patio trasero de alguien. Una supuesta utopía urbana poblada de inmigrantes bien vestidos, así como los que nacieron y se criaron con el lema de “Hacer o morir”.
No obstante, pronto aprendí que una cosa es ser negra y lesbiana en esta utopía urbana y otra muy distinta llevarla a la práctica.
El hombre no medía más de 1,70 metros. Sin embargo, se abalanzó hacia nosotras, con los hombros extendidos como las alas de un halcón. Sus ojos estaban consumidos por el enojo y en sus pupilas se adivinaba una idea fija que no podíamos cambiar. “Las mujeres rastafari no hacen eso”, dijo con desdén.
Sus evidentes gestos de desaprobación eran para nosotras; con nuestras rastas, las manos entrelazadas, yo con mi vestido ligero y ella con sus jeans recortados en shorts y camiseta sin mangas. Lo más seguro es que no se refiriera a nuestros atuendos, sino al hecho de que íbamos de la mano. Lanzó su sentencia a la agitada Fultron Street, que repentinamente quedó en silencio.
Esto nos había ocurrido varias veces desde que nos mudamos a Brooklyn, pero esta ocasión sobresalió debido a la insistencia de este hombre en hacerse notar.
Mi esposa lo miró fijamente. “Solo un cobarde se mete con mujeres”, dijo.
Él se acercó amenazadoramente y repitió sus palabras, pero antes de que mi esposa pudiera decir algo más, la tiré del brazo y dije: “Solo sigue caminando”. Se me encogió el corazón y me sentí impotente, reducida a la postura de derrota que habría sentido en mi país natal. En ese momento, me olvidé de que estaba en suelo estadounidense. Tal vez logré escapar de la intolerancia de mi patria, pero resulta que la intolerancia también se mudó a Nueva York.
Ahora, hay ocasiones en las que mi esposa y yo salimos del edificio sin siquiera intentar tomarnos de la mano, cansadas de las reacciones que podríamos recibir. Estamos hartas de los gestos o comentarios que podrían arruinarnos la noche o un día entero. Para algunos hombres vernos juntas pareciera una afrenta personal a su hombría. Al pasar, escupen palabras a nuestras espaldas como un chicle masticado: “¡Sodomitas!”.
Con el rabillo del ojo, puedo verlos prepararse, listos para levantarse de sus posturas agachadas y subirse a su pedestal. Aprieto la mano de mi esposa, sintiendo escalofríos ante las miradas hostiles, molesta por permitir que me alteren. Estamos casadas, me recuerdo, y agarro su mano con más fuerza, mientras siento cómo mi anillo nupcial se hunde incómodamente en mi carne.
Para cuando se nos abalanzó ese hombre, casi me había rendido por completo. Días antes, nos habíamos encontrado a otra pareja de lesbianas negras. Las conocíamos; son parte de la enorme población, todavía familiar, de lesbianas negras que buscan refugio en Bed-Stuy debido a su asequibilidad.
Cuando ellas nos vieron de la mano, dijeron: “¡Qué valientes! Nosotras no nos tomamos de la mano por acá”.
Mientras que una pareja de lesbianas blancas puede caminar de la mano o hasta darse un buen beso en mitad de la calle, las lesbianas de color, en especial las negras, la pasan bastante mal si hacen lo mismo. Me sentí indignada cuando esta situación me pareció más evidente, como mujer de mente abierta que puede pasar por heterosexual: somos el máximo detonante para los hombres a los que les cuesta trabajo aceptar que las mujeres como nosotras estamos fuera de su alcance.
El hecho de que no pudiéramos amarnos abiertamente como mujeres negras sin que algunos hombres supusieran que eran dueños de nuestros cuerpos me sacudía hasta lo más profundo de mi ser. Tenía que hacer algo. No me había ido de un país homofóbico para seguir viviendo con miedo.
Sin embargo, aquella noche luminosa, mientras ese hombre arremetía contra nosotras en la esquina, tuve una recaída y tiré de mi esposa para alejarla de él. “¡No sabes de qué es capaz!”, espeté, sorprendida de mis palabras y avergonzada de haber desquitado mi miedo y rabia con ella. Pero no quería perder a la mujer que amaba por alguien que parecía no tener nada que perder.
Apreté los dientes para no decir nada más. Podía escuchar el latido de mi corazón resonando entre mis oídos. Mientras tanto, el hombre se quedó mirándonos. Sacudió la cabeza, desconcertado; aquella muestra pública de nuestro amor pareció calarle hondo, a juzgar por las marcadas líneas que aparecieron en su negra frente.
“Mi niña”, susurró con un dejo de posesión, de familiaridad. “¿Cómo puedes vivir así?”. Se llevó las manos al pecho, como para aplacar el dolor que sentía, mirándome como si yo fuera la que necesitara entrar en razón, como si yo hubiera enloquecido en estas tierras ajenas y contraído una extraña enfermedad. “Deberías saber lo que está bien”.
Aquella noche, mi esposa y yo caminamos a casa sin tomarnos de la mano; nunca me había sentido tan ultrajada. Me enojé con el mundo, conmigo misma, con mi esposa. De hecho, estaba tan molesta, que ya no me podía enojar más, en especial después de darme cuenta de que podía destruir nuestro amor con mi ira acumulada.
Ir de la mano de mi esposa por la calle es lo más normal, me dije. Y estoy decidida a luchar por este amor y por nuestra libertad de expresarlo. Los hombres y las mujeres homosexuales que nos antecedieron lucharon por ello, y nosotros también lo haremos. Nos atreveremos a encontrar un hogar, nuestro refugio, en Fulton Street, así como nos hemos refugiado una en la otra.