Las democracias están patas arriba, pero se mueven. A trancas y barrancas, con marchas y contramarchas, pero se mueven en la dirección adecuada. Los escándalos surgidos en torno a Odebrecht, la FIFA o Siemens son una muestra. No hay que temerles a esos escándalos. El mundo está mudando de piel.
El Reino Unido no sabe cómo divorciarse de la Unión Europea. En España e Israel no se ponen de acuerdo para conformar un gobierno de coalición capaz de conciliar en los parlamentos la diversidad de sus sociedades. En Argentina, un país enfermo tras 70 años de populismo, entregarán de nuevo las llaves del Estado a una señora incompetente y deshonesta que ya lo destrozó y saqueó minuciosamente. Sin embargo, sigue siendo cierta la melancólica definición que diera Winston Churchill: “el peor de los sistemas … exceptuados todos los demás”.
De alguna forma, la opción es sencilla: o existe un gobierno presidido y dirigido por seres humanos omnipotentes, o, en cambio, se siguen reglas universales administradas por un Poder Judicial independiente.
Vivimos en estados donde manda un hombre, o un grupo de hombres, o, por el contrario, en el que la autoridad, limitada por las leyes, se deposita en la mayoría como recomiendan los principios democráticos.
Nos enriquecemos o empobrecemos en un sistema económico regido por el favoritismo, en el que un poder central decide los ganadores y perdedores, u optamos, contrario sensu, por un mercado abierto y libre, en el que la oferta y la demanda ciegas determinan quiénes se enriquecen y quiénes se empobrecen sin tener en cuenta las relaciones personales.
Douglass North, un brillante Premio Nobel de Economía norteamericano, describió los dos modelos de comportamiento que ha conocido la humanidad desde que, hace más de diez mil años, abandonó el nomadismo y fundó los Estados. North les llamó: “sociedades de acceso limitado” y “sociedades de acceso abierto” (Violence and the Rise of Open Access Orders. Journal of Democracy, 2009).
Las de “acceso limitado” pronto establecieron un reparto de beneficios que llega hasta nuestros días y consiste en repartirse las rentas entre los mandamases y los cortesanos. De 200 naciones que hay en el planeta, 140 o 150 son “sociedades de acceso limitado”, pero eso está cambiando rápidamente. Hay un súbito trasvase de un modelo a otro. Ya los privilegios no son de recibo, como no lo es enriquecerse al margen de las actividades lícitas y competitivas.
La primera sociedad de “acceso abierto” fue la república estadounidense comenzada en 1776, pero continuada en 1787 con la redacción de la Constitución en Filadelfia. Como George Washington se negó de plano a ser nombrado rey, eligieron un procedimiento democrático para transferir la autoridad a los electores que se convirtieron en los recipiendarios de la soberanía.
Es evidente que esa “sociedad de acceso abierto” que había surgido en Estados Unidos no tenía en cuenta (entre otros) las mujeres, los negros y los nativos, pero la República adoptada era un modelo abierto, absolutamente revolucionario, que permitía incorporar progresivamente a todas las personas.
De cuatro millones de blancos censados en 1790 se ha pasado a los 325 o 330 millones de personas de todos los colores y religiones, que comparecerán en el censo del 2020. De los dos millones de kilómetros cuadrados que se repartían entre los 13 estados originales asomados al Atlántico, han llegado a más de nueve millones, en las dos costas, divididos en 50 estados, incluido el archipiélago hawaiano.
El ejemplo de Estados Unidos fue seguido, abandonado y luego retomado por Francia, Holanda, Inglaterra, Bélgica, Alemania y así hasta 27 países de la Unión Europea. Así mismo, casi toda América Latina imita y rechaza simultáneamente el modelo americano de “acceso abierto”, pero la persecución a la corrupción y al delito internacional presagian un momento en el que ese bloque de países acepten como inevitable conducir algunos asuntos públicos a la manera de Estados Unidos. Por ahí van los tiros.