¿Para qué sirven los Comité de Defensa de la Revolución? La respuesta parece obvia para cualquiera que ha vivido en Cuba, pero en realidad no es tan fácil ofrecer una respuesta que describa lo que realmente son hoy los llamados CDR, una organización de “tinte popular” que en realidad fue creada por el gobierno cubano en los años 60 para transformar nuestros barrios en verdaderos campamentos militares. Hoy, sin embargo, han derivado en “otros esperpentos” que, bajo el fingimiento de la “fidelidad al sistema”, dan cobijo a los más bajos oportunismos.
Apelando a mi experiencia personal y a la de algunos amigos con los que he conversado sobre el tema, hoy los CDR, por mucho que se diga en la televisión oficialista y por más que se les quiera retratar en la propaganda del régimen como núcleos de “lealtad”, no son más que una de las tantas “organizaciones políticas y de masas” que existen solo porque nadie se atreve a decretar su defunción, para no hacer mucho más evidente, con el acto, la descomposición del propio sistema que las creó.
¿Quién se toma hoy en serio la Federación de Mujeres Cubanas, las agrupaciones de estudiantes, la Central de Trabajadores, el propio Partido Comunista de Cuba ‒que enfrenta el mayor éxodo de miembros en su historia‒ o las obsoletas Milicias de Tropas Territoriales?
Cualquiera diría que, además de lo que sabemos, todas fueron fundadas para crear miles de “puestos de trabajo” en un complejísimo esquema burocrático que ha enflaquecido las finanzas de la nación entre congresos, propaganda y “tareas” que nada aportan a la producción de bienes, sino que la obstaculizan, en una economía donde las cuestiones relacionadas con la ideología pudieran consumir más de la mitad de los ingresos.
Organizaciones políticas que cada año deben pagar salarios en todo el país a decenas de miles de los llamados “cuadros profesionales”, zánganos en sobrepoblación que en su conjunto conforman buena parte de ese agujero negro donde desaparece el país que alguna vez fuimos o soñamos ser.
Hoy sabemos que los CDR, en su mayoría, están presididos a nivel de barrio por aquellos que pretenden hacer de la vagancia y la chismería una virtud o que, como ha dicho alguien por ahí, “tiene alguna caquita que esconder”. También que a nivel nacional es un cargo que el régimen entrega a esos dirigentes “desteñidos” en el ocaso de su carrera política.
La Coordinación Nacional es una suerte de salón de “ultima espera” y si alguien lo duda que investigue dónde están quienes ocuparon el cargo en los últimos treinta años.
En el sentido de “remanso para holgazanes y descartados” pudiera decirse que los Comité de Defensa de la Revolución son el crisol donde fueron reproducidos a gran escala esos primeros especímenes de lo que llamaríamos una “delincuencia revolucionaria” que, posteriormente, fue moldeando la vida de muchos cubanos y cubanas hasta convertirlos en seres sin voluntad ni criterio propios, apenas imbuidos por el reflejo animalesco de sobrevivir al día a día, a como dé lugar.
Los CDR no solo fueron esa extensa red de “espionaje amateur” –o, para decirlo en buen cubano, de “chivatería”‒ que se encargó de exterminar cualquier foco de libertad de pensamiento y expresión, o de espontaneidad individual, sino que con sus prácticas de inspiración fascista, imponiendo el oportunismo como estrategia de supervivencia, aniquiló en muchas personas las esperanzas de un cambio junto con la idea del espacio privado, arrebatándoles el derecho a disentir y participar en la vida política de la nación desde posiciones ideológicas contrarias o diferentes a la del grupito en el poder.
Pero también, con el paso del tiempo, el CDR se encargó de fijar en nuestras mentes esos mismos mecanismos de simulación y enmascaramiento (la “verificación” y el “aval” como símbolos supremos) que acompañarán a los cubanos por largo tiempo, incluso cuando logren escapar de la isla y hacer sus vidas en el exilio.
Silencios y desentendimientos, desconexiones y conformismos que no son más que la huella de una esclavitud prolongada y sigilosa que, aunque me niego a aceptar que esté en nuestro ADN, nos hace susceptibles de darla en herencia a nuestros hijos como fórmula de salvación.
“Una organización que nació para ser eterna”, proclamó Fidel Castro en algún momento, tan obsesionado con los asuntos de la “inmortalidad”, así como con cualquier otro atributo de lo divino, pero olvidaba que la eternidad tiene un precio y los CDR, al parecer, no han pagado lo necesario o han sido hoscos en cuanto a saldar deudas, al punto que, por ejemplo, se pudiera afirmar, sin pecar de absolutos, que hoy ningún joven en Cuba sabe el nombre del actual Coordinador Nacional, y en muchos casos ni siquiera quién es el presidente del CDR de su manzana o edificio. No les hace falta para nada. Para emigrar no se necesita de un aval “cederista”, mucho menos de una verificación de la UJC.
Aun así, los CDR continúan siendo un instrumento de control, ya no tan fiable como quizás pudieron haber sido hace medio siglo atrás, pero, a fin de cuentas, una de tantas estratagemas para crear en nuestras mentes la idea de ser observados en todo momento. Ello puede resultar paralizante para quien no logra despojarse del miedo.