Sin consigna no hay Paraíso… totalitario
Las consignas cubanas tienen una creatividad que bordea lo delirante y también lo cursi
Uno de los capítulos más recordados de El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry —algo bien difícil de establecer— es el del farolero. Vale la pena un breve repaso: el Pequeño Príncipe llega a un planeta habitado por un hombre que acaba de apagar un farol. Pregunta al individuo por qué lo hace. “Es la consigna”, responde el farolero. “¿Qué es la consigna?”, pregunta el chico. Respuesta: “Apagar el farol”. El hombre vuelve a prenderlo. “¿Por qué acabas de encenderlo?”. Otra vez el farolero responde: “Es la consigna”. Contrariado, el Principito dice que no entiende y el farolero contesta que no hay nada que entender. “Mi trabajo es terrible. Antes era razonable; apagaba el farol por la mañana y lo prendía por la tarde. Tenía el resto del día para descansar y todo el resto de la noche para dormir”. “¿Cambiaron la consigna?”, pregunta el muchacho. “No, esa es la tragedia, la consigna no ha cambiado pero el planeta sí”, responde el hombre del farol.
Sirva la introducción a forma de parábola para comprender el valor de la consigna o lema en las sociedades totalitarias. Lo mejor en el relato del piloto francés es el absurdo que encierra, y al mismo tiempo, la verdad que revela: la importancia de la consigna en la uniformidad del pensamiento, las emociones y las conductas humanas en una dictadura. El lema o la consigna siembran en el inconsciente de la “masa” una manera semejante de percibir y responder al entorno, algo que se acerca al concepto de cognición. Una vez establecido ese set cognitivo, es probable que durante un tiempo la persona responda a lo que Elías Canetti en Masa y Poder llama “cautiverio voluntario”.
El proceso de uniformar la sociedad, de diluir la individualidad en la “masa”, va de la mano con el lema o consiga. Así funciona en los ejércitos desde tiempos inmemoriales: un uniforme, una voz de mando. De otra manera, el fracaso en la batalla estaría garantizado. Y así mismo sucede en las sociedades dictatoriales y totalitarias. La persona es convertida en ciudadano-soldado, según la latitud geográfica e idiosincrasia. Los regímenes comunistas de Corea del Norte y China vistieron a sus compatriotas del mismo color y semejante camisa y pantalón, con el agregado, muy asiático por reverencial, de un retratico del líder en el pecho.
A principios de la Revolución en Cuba, usar saco y corbata era sinónimo de desafección al proceso. El revolucionario verdadero debía ir de verde olivo o miliciano, barba al descuido, camisa de mangas cortas y botas rusas —usar mocasines y mezclilla, un suicidio moral. Sería solo el comienzo de uniformar, literalmente, a la mayor parte de la sociedad. Todas las escuelas, los institutos y más tarde hasta los estudiantes de medicina, tendrían que vestir uniformes. Aunque muchos lo hayan olvidado, y parezca un dato difuso, la libreta de “Control de productos industriales” daba la “oportunidad” a los cubanos de adquirir camisas, pantalones y ropa interior por cupones. Pero la oferta era poca, sin apenas variedad. No era raro encontrarse a dos o tres personas con la misma camisa y el mismo pantalón en la parada del ómnibus, en el trabajo, en una fiesta. Una manera muy tropical de uniformar la sociedad civil.
El premio nobel Elías Canetti en el texto mencionado introduce el concepto de “domesticación del orden”. Pone como paradigma el alimento como mecanismo de “domesticación”, semejante a lo que sucede con los animales de un circo: quien da la “sardina” controla el “animal”. “Entre el otorgar el alimento y la orden se ha creado una estrecha relación”, escribe el búlgaro-sefardí en tiempos que el moldeamiento conductual estaba en su apogeo investigativo.
Hemos aceptado con indulgencia que la llamada libreta de abastecimiento es un hecho caritativo cuya única intención es garantizar la distribución equitativa de los alimentos. En realidad el “Control de venta de productos alimenticios” —otro control— va mucho más allá de un simple acto de humanidad. Pasa por alto el elemento uniformador, la domesticación del cuerpo y de la mente de todo un pueblo, el propósito de vigilancia sobre cada ciudadano. De hecho, “la libreta” es un documento casi oficial u oficioso, prueba de que el individuo vive en la dirección donde dice vivir. Venezuela, municipio el sur de Cuba, ha adoptado ese mecanismo de control con las bolsas CLAP, agregando el cuño sudamericano con el Carne de la Patria. Desaparecer la “libreta” y el pasaporte con la “habilitación” de los cubanos para entrar a su propio país sería prescindir de dos eficaces medios de domesticación intra y extraterritorial.
De regreso a las consignas, la Revolución cubana sentó cátedra en ese tema al unirlas, como la Revolución francesa dos siglos antes, a sus supuestos éxitos y metas anuales. De tal modo tuvimos un 1969 —“Año del Esfuerzo Decisivo”–, y 1970 –“Año de los Diez Millones”. Por supuesto, tras el estruendoso fracaso, 1971 se llamó “Año de la Productividad”. Los tiempos más críticos del mal llamado “Periodo Especial” no tuvieron consignas, de 1990 a 1994, y de nuevo vendría el sainete al nombrar 2006 “Año de la Revolución Energética en Cuba”, algo de lo que muchos en la Isla deben estar acordándose ahora. Quizás con un poco de vergüenza, dejando atrás el triunfalismo impertinente, a partir de 2008 solo se menciona el número natural de iniciado el proceso.
Las consignas cubanas, no se puede negar, tienen una creatividad que bordea lo delirante y también lo cursi, cuando no mesianismo, machismo, fascismo puro y duro. Son expresión, junto lo chistes contrarrevolucionarios, de la verdad intrínseca del castrismo, de sus más ocultos esperpentos, sin afeites de ningún tipo. Eliseo Alberto Diego, Lichi, en ese imprescindible libro que es Informe contra mí mismo, nos regala un capítulo entero de consignas que se repiten, y genialidad de quien fuera hijo de su padre, fue engarzarlas en una narrativa incoherente que muestra el sinsentido, la vacuidad de cada una. Quienes hemos crecido en la Cuba comunista bien sabemos de qué habla Lichi: en cada aula de primaria, secundaria y Preuniversitario había que aprenderse de memoria cosas tan horribles como “Solo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie”, “Los hombres mueren, el Partido es Inmortal”, “Pa’ lo que sea Fidel, pa’ lo que sea”.
Como en el capítulo del Pequeño Príncipe y el farolero, la tragedia es que el planeta ha cambiado y la consigna en Cuba sigue siendo la misma, muy parecida, o peor. El Designado gusta de las frases, lemas, consignas o como quiera llamársele, “Pensar como País” y “Somos continuidad”. Sobre la última hemos escrito en estas páginas. A pesar de tal irracionalidad, en la práctica rocambolesca cubana puede que tenga razón: el actual gobierno hasta ahora es continuidad del desastre y la progresiva hatianización —con perdón de los haitianos—, de uno de los países más prósperos de las Américas hace seis décadas.
¿Realmente el régimen piensa a Cuba como país? ¿En ese “pensamiento” están incluidos todos los que nacimos en esa bella tierra? Quienes vivimos fuera de la Isla, ¿para tener “país” debemos bajar la cabeza y aceptar las reglas que imponen quienes jamás han sido votados democráticamente? ¿Estaría el Canelato dispuesto a concederle a cada cubano el derecho humano básico como entrar y salir de su país sin pedir permiso, a un cubano de cualquier raza, sexo, religión y credo político?
(Esta es la escena donde “Migue” interrumpe y dice: “No, chico, no, el país es para los revolucionarios”. Detrás, el canciller lo secunda: “No, yo no tengo información de eso, no lo sé”. Y ahora, para decir el lema, todos juntos: “¡Porque donde nace un comunista mueren las dificultades!”)
Pocas imágenes tan conmovedoras en el cine cubano actual como la escena final del filme Melaza (2002) de Carlos Lechuga. Después de sufrir todo tipo de atropellos y vejaciones, los protagonistas asisten a una “tribuna abierta”, rodeados de pancartas con lemas tales como “Unidos por la Victoria” y “Comandante en Jefe, Ordene”. Unos guaracheros mustios amenizan el acto y la gente comienza a saltar. No hace falta recordar la consigna “El que no salte es yanqui”, atribuido al primer empalagado con las mieles del poder, el defenestrado “canciller de la salsa”. Aldo y Mónica, los personajes, después de unos minutos empiezan a brincar también. Y sonríen o simulan hacerlo en medio de tanta desgracia.
Francisco Almagro Domínguez, Miami 2019