Ellas dejaron de lucir el extraño aspecto de hombres maquillados sin orden y en el pueblo comenzaron a darse cuenta que eran mujeres asumidas que buscaban un lugar donde no las quisieran expulsar, o matar.
Llega el sábado, día de mercado. El pueblo hierve de gente: el conductor de jeep que come una empanada con un café caliente, el vendedor de camándulas e imágenes de la Virgen, el pastor evangélico que no solo pregona la buena nueva al pueblo de Dios sino que toca el piano como si fuera Richard Clayderman. Los jubilados de sombrero de fieltro. Las campanas estallan en la punta de la iglesia cada diez minutos.
Samantha, Yorladis, Bella y Marcela se bajan del jeep que las ha traído, se sacuden el polvo y caminan hacia el hospital.
Samantha no se ha sentido bien en los últimos días y quiere que le revisen una hinchazón que tiene en la parte de atrás del cuello. Las demás vienen con la idea de hacerse un examen de sangre.
"Yo quiero dedicarme a otra cosa", rezonga Marcela.
Marcela Valencia tiene el pelo largo, lacio y pesado, es menuda pero tiene unos brazos portentosos que se ha tatuado con algunos amores del pasado, amores que no volverán, pero que no se pueden borrar. Ella llegó a Santuario de paseo desde el Chocó con unos primos, pero cuando durante el viaje decidió revelarles que era una mujer, esos primos la abandonaron a su suerte, y no le quedó otro remedio que recoger café, porque para dedicarse a otro oficio -el que sea- tiene que tener un documento de identidad. "Yo ni siquiera sé cuántos años tengo".
El pabellón principal del hospital de Santuario está colmado de pacientes que esperan en penumbras a que se ilumine un cartel y muestre el mismo número que tienen en el boleto impreso que llevan en la mano. Por la puerta principal ingresa el grupo de mujeres, liderado por Samantha, quien hace voltear las cabezas de todos los que están allí con su vestido azul impecable y el cabello que le cae por el hombro.
"Emilio, Jesús Estiven... pasen"
Por los altavoces se escuchan nombres masculinos, pero las que se levantan de la sala de espera son Bella, Yorladis y Marcela.
Cédula
Samantha debe esperar, tras una media hora por fin alguien la llama.
-Vengo a que me vean.
-Nombre y número de cédula...- le dice un hombre frente a un computador del otro lado del vidrio.
-Samantha Siagama, pero no tengo cédula.
-Lo siento, pero sin cédula no tengo cómo meterla en el sistema...
La cédula. El documento.
Además de que ya no pertenecen a una comunidad, las indígenas transgénero tampoco tienen forma de demostrar que pertenecen a un país. La mayoría escapó de sus territorios siendo muy joven y no tenían ni el registro civil que es indispensable para sacar la cédula, y por supuesto, no pueden volver a sus resguardos por ellos porque no se los van a dar", explica Gaviria, el enlace de la alcaldía.
Con cédula existes, al menos puedes ir y pedir un trabajo con todas las condiciones, sin ella, la única opción es el café.
"Me gustaría terminar el colegio y estudiar enfermería- dice Marcela y sonríe por primera vez en mucho rato.
Los corredores que hay entre los cafetales son angostos y permanentemente hay que esquivar las ramas ásperas que pueden partir la cara con un rayón. Sin contar que, dependiendo del día, hay que lidiar con el sol o con la lluvia.
Durante la semana, entre los recovecos de las matas, Marcela intenta recoger los granos rojos que todavía cuelgan de las ramas. Su corta estatura alguna veces la obliga a doblar los palos para acercar las hojas que están más altas, pero debe tener cuidado.
"Si rompo el palo, me despiden- se queja-. Si llego tarde, me despiden. Esto es un trabajo muy duro si uno no tiene marido. Si no hay un hombre que la ayude a una a levantar los bultos".
Los bultos son sacos repletos de granos para secar al sol, que pueden llegar a pesar 70 kilos, casi lo mismo que pesa Marcela.
Lleva meses intentando cambiar de vida.
Un día se acercó a pedir trabajo de mesera en una de las tabernas del pueblo y lo primero que le exigieron fue la cédula.
Pero ella ni completó la escuela y el documento de la partida de nacimiento está en el resguardo al que no puede volver.
Gaviria señala que, en la mayoría de los casos, los pocos documentos que las mujeres transgénero llevan con ellas tienen el nombre masculino que le dieron sus padres.
"Después de la cedulación, que es gratuita, deben realizar otro trámite que es el de cambiarse de nombre, pero que tiene un costo de 110.000 pesos (US$30)", detalla.
"Estamos buscando formas de poder ayudarlas en lo económico, con el transporte o de otras maneras para que puedan tramitar su proceso de cambio de nombre sin tener que pagar ese dinero".
Se avanza donde se puede: los exámenes de sangre que les hicieron a Marcela, Yorladis y Bella en el hospital eran para determinar su factor sanguíneo, otro de los requisitos para sacar la cédula. Pero aún falta mucho para lograrlo y fue precisamente ante esta necesidad de asistencia que surgió la idea de crear una comunidad.
Sexualidad binaria
La mayoría de estas mujeres habla en un español pedregoso que a duras penas se entiende. Por eso, cuando se trata de diligenciar documentos un personaje clave ha sido Jairo Tabares.
Es alto y delgado y se destaca en el pueblo por su cabellera rubia. Hace poco más de un año, este antropólogo del Instituto Colombiano de Antropología e Historia llegó a Santuario con la idea de estudiar el caso de las mujeres indígenas transgénero, un tema que dentro del mundo académico ha sido escasamente investigado.
"A excepción de los muxes en México y uno que otro ejemplo del homosexualismo -aunque no del transgenerismo- en comunidades en Brasil, el panorama está totalmente vacío en cuanto a la producción antropológica que hay en torno a la sexualidad en comunidades indígenas", señala.
Su primer encuentro con las transgénero embera le mostró, además, que el asunto en Santuario era distinto. Cuando llegó al pueblo, después de buscarlas un rato y no encontrar a ninguna, le preguntó a una de las vendedoras del parque y ésta le señaló a las cuatro personas que él ya había visto varias veces.
-Vea, son ellas. Ahí están.
-No, ellas no son...
"No las había reconocido. No lucían como el estereotipo que yo tenía de la mujer trans. Con el tiempo, ellas me fueron mostrando un concepto totalmente opuesto al que yo tenía preconcebido y entendí que lo sexual en los temas indígenas no representa bajo ninguna lógica una relación directa con lo sexual en comunidades mestizas".
Explica —intenta explicar lo que será el centro de su tesis de investigación— que las mujeres transgénero indígenas han roto una norma sexual muy profunda dentro de sus comunidades: la de un binarismo que es incuestionable y no acepta otras expresiones de identidad sexual por fuera de las categorías hombre-mujer. Y eso las ha puesto ante una disyuntiva, entre demostrar que existen otras formas de ser mujer y ser embera, o bien quedarse en silencio.
Tabares lo tiene claro: ellas han elegido lo primero, a pesar de que eso las ha llevado al ostracismo de sus familias y sus asentamientos. Por eso lo importante de tener su cédula.
"Para ellas es fundamental poder identificarse, porque su búsqueda constante pasa por eso: por ser y pertenecer a un lugar", concuerda Martínez.
Volver a casa
No ha sido una mañana fácil, pero Samantha sale feliz, porque finalmente le dieron la cita y la doctora no solo le recetó algo para el dolor, sino que le dijo que la remitiría a una ginecóloga para que le hicieran un examen general.
Después de sortear las tramas del sistema de salud, las muchachas quedan libres para hacer lo que quieran. Pero las cuatro solo tienen el dinero exacto para regresar.
El jeep que sale para su vereda apenas arranca a las tres de la tarde, o sea, en seis horas. Juntas deambulan por las calles de Santuario en dirección al parque principal. Es como caminar por una pasarela bajo la mirada escrutadora de todo el pueblo.
Luisa Corrales y Omaira Rojas salen de la iglesia a las apuradas.
Deben regresar a clase, ambas son profesoras de preescolar y se escaparon de sus labores para asistir un rato a la iglesia.
También han visto a Samantha y a las otras muchachas pasear por el pueblo y les han llamado la atención. -Me parecen personas auténticas. Llevan sus vestidos con orgullo y no nos molestan- responde Luisa con determinación.
-Pero es una contradicción con lo que se cree en la Iglesia católica - impugna un vecino que escucha la conversación y no quiere decir el nombre.
- Yo lo que aprendí es que solo Dios puede juzgar a las personas.
La respuesta de Luisa parece resumir el sentimiento de gran parte de Santuario: ellos no juzgan, solo miran, quizás con curiosidad excesiva, pero nada más.
Cuando llegan a la plaza, se encuentran con las mujeres transgénero de otras fincas que también han viajado a Santuario para ir al mercado, recibir el pago semanal y aprovechar para estar un rato con sus novios sin los apuros del trabajo.
Muchas van de la mano de sus parejas, no son sus maridos ante la ley, pero así es como los llaman.
Marcela mira hacia todas partes, un chico le escribió al celular y le dijo que quería verla. Ella le avisó que se iba a las tres. Está ilusionada, su última experiencia amorosa se acabó porque él comenzó a pegarle, dice.
"Dejamos. Ahora estoy sola".
La violencia contra las indígenas transgénero es un tema constante de conversación, especialmente cuando los hombres indígenas se emborrachan en el pueblo. El asunto ha llegado a tanto que, mediante una polémica norma local, después de las tres de la tarde está prohibido servirle alcohol a los indígenas.
"Esa es una medida que se tomó hace varios años, porque cada vez que venían al pueblo los sábados se embriagaban y causaban desmanes", explica el alcalde.
Paradójicamente, esa violencia fue lo que consolidó a Samantha en su rol de líder.
En su primera visita al pueblo, le tocó ver cómo uno de los hombres le pegaba a una transgénero. Samantha no sólo detuvo el ataque, sino que, como era una de las pocas que hablaba bien español, fue hasta la policía para denunciarlo.
"Después varias me dijeron que, si yo quería, ellas creaban comunidad conmigo".
De acuerdo a la ley colombiana existen varios requisitos para instaurar una comunidad -o parcialidad- indígena. Primero tiene que haber un número de familias que compartan las mismas costumbres y las mismas prácticas, después hay que tener un territorio y, por último, describir el uso que se le va a dar a esa tierra.
Y después, claro, enviar una pila de documentos al ministerio del Interior, que es el que tomará una decisión.
"Por ahora somos nosotras nomás. Nos dicen que tienen que ser 30 familias y estamos buscando el territorio", explica Samantha. Sabe que el camino es largo, pero por esa misma razón hace tanto énfasis en lo que las transgénero pueden aportar para avanzar en esa dirección.
Una de las formas de demostrar la unidad de costumbres y prácticas ancestrales, dice, es a través de una danza bien organizada. El baile que ensayan en el cuarto más pequeño de la casa consiste en mover las manos y los pies al tiempo mientras dan vueltas en el cuarto. En la mitad de la canción, quedan unas junto a otras, como en un tren imaginario de vagones desalineados, en el que continúan circulando por encima de las baldosas.
Para el antropólogo Tabares, tal vez el destino de estas mujeres en Santuario esté signado por sus ancestros indígenas que todavía erran como espectros por las montañas que rodean el municipio.
"Deciden quedarse en Santuario porque están cerca del cerro Tatama, que ha sido una especie de centro espiritual ancestral para los indígenas que han habitado este territorio por siglos", explica.
"Su búsqueda no es ser reconocidas como mujeres, porque en sus comunidades ya las llaman 'wera pa', que significa mujer falsa. Es por una comunidad, una parcialidad a la que puedan pertenecer por derecho propio".
La danza continúa. Bella explica que se trata de una canción sobre un hombre borracho que ninguna mujer quiere y que en la coreografía, para hacer juego con la letra, los hombres pasan de una mujer a otra.
Sobre la mesa del corredor Samantha pone una bolsa negra.
Bella, Yorladis y Marcela dejan de bailar, se acercan y comienzan a extraer telas de varios colores, parece que estuvieran desmembrado un arcoíris. Miden de forma artesanal -del codo a la mano, doblez y vuelta a medir- la extensión de los lienzos y envuelven con ellos sus cuerpos. Alisan la tela con los dedos, bajan la cabeza para mirarse cómo les queda ese vestido aún sin coser. María observa el proceso de medición.
Vuelve al mando, les hace notar que las telas son de distintos colores y que para hacer una danza como lo manda la norma indígena los vestidos tienen que ser uniformes. Pero el color es vital: es el mensaje que quieren dar como comunidad.
"El amarillo habla de los tesoros que eran nuestros. Si vestimos rojo, que es sangre, significa que no podemos matar. Si vestimos negro, que es el color de la venganza, es que debemos pedir paz", explica María con varias telas en sus manos.
Los retales quedan encima de las sillas, las barandas de los corredores y las colchas que cubren las camas. Ya vendrán otros días para unirse bajo una misma danza.
Samantha termina de organizarse el cabello, mañana muy temprano debe viajar a Mistrató, a su resguardo.
Los miembros de la comunidad van a exhumar el cuerpo de una de las chicas transgénero que ha muerto allí hace algunos años.
-Tengo que ir a recoger los restos para traérmelos para acá.
-¿Por qué?
-Porque si no, los tiran a la basura, como es de una transgénero... Y aquí va a estar entre nosotras, para que pueda descansar en paz.
Alejandro Millán Valencia, enviado especial a Santuario, Colombia, 2019