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Muro de Berlín - 9 de noviembre de 1989
A las nueve y catorce minutos de la noche del 9 de noviembre de 1989, uno de los policías estacionados en el checkpoint de la calle Bornholmer, abrió la puerta de la verja que separaba a los dos berlines. Volviéndose hacia la gente que, en gran número, comenzaba allí a agolparse. La caída de Muro, fruto como otros acontecimientos coetáneos de la presión popular por la libertad, simboliza el fin de un mundo basado en la confrontación entre dos bloques antagónicos.
1989, un año con 365 días históricos
El 9 de noviembre de 1989 no cayó el Muro de Berlín. Lo derribaron. Los ciudadanos de la extinta República Democrática Alemana (RDA) habían llegado al límite. Querían libertad. Pedían libertad en manifestaciones pacíficas. Empujaron el Muro hasta que se desmoronó. En aquel 1989 casi todos los días eran “históricos”.
Algunos ejemplos. El 23 de agosto se conmemoraron los 50 años de la firma del pacto Ribbentrop-Molotov. El Kremlin, gracias a la política de transparencia (glasnost) promovida por Mijail Gorbachov, había divulgado detalles de aquel pacto. El tratado de no agresión incluía una cláusula por la que Berlín y Moscú se repartían los Países Bálticos, Rumanía y Polonia.
En Estonia, Lituania y Letonia unos dos millones de personas formaron una cadena humana de 700 kilómetros entre las tres repúblicas socialistas, pasando por sus capitales, Tallín, Vilna y Riga.
Su objetivo era denunciar cómo su destino había quedado sellado en aquel pacto infame. Aquella demostración de poder popular se interpreta como el principio del fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Vaira Vike-Freiberga, quien fuera presidenta de Letonia entre 1999 y 2007, recordaba aquella jornada histórica en un encuentro organizado en Madrid por el Instituto Goethe, la Fundación Felipe González, la Friedrich-Ebert Stiftung y la embajada alemana en la capital española.
“Fue sorprendente. La llamamos la Revolución Cantada. Los ciudadanos de los Países Bálticos salieron a las calles en una declaración de voluntad y de intenciones. Los dirigentes se fueron dando cuenta de que no podían contener a la población”, explicaba Vike-Freiberga, que fue la primera mujer jefa de Estado en Letonia.
Ese movimiento en ebullición cobró impulso después de la caída del Muro de Berlín. El 11 de marzo de 1990 Lituania recuperó su independencia, Letonia lo conseguía en 1991, y Estonia en agosto de 1991.
Otro día histórico de 1989 fue el 23 de octubre, cuando tuvo lugar en Schwerin la primera manifestación de los lunes (Montagsdemonstration). Antes ya se habían congregado cientos y luego miles de personas en Leipzig y Dresde. Esta revolución pacífica fue imparable. Los germano orientales clamaban por la renovación política en el país comunista. Y lo hacían de forma pacífica, amparados por la Iglesia protestante.
En mayo de 1989 Hungría había desmantelado las alambradas eléctricas en sus fronteras con Austria. Los germano orientales, hartos de un régimen opresor, aprovecharon para salir hacia Austria y Alemania Federal, donde recibían asilo automáticamente.
La República Federal de Alemania reconocía en su Constitución su voluntad de unificar el país, de modo que acogía a ciudadanos alemanes, no de otro país. Unas 250.000 germano orientales utilizaron esta ruta.
La Revolución con los pies
En el verano de 1989 hubo muchas jornadas memorables. Aprovecharon la canícula para viajar a países amigos, como Hungría o República Checa, y una vez allí pedían asilo en las embajadas de la República Federal.
Praga se inundó de Trabant, el coche popular en la RDA. La embajada de la República Federal en Praga estaba emplazada en el palacio de Lobkowitz, en un bello edificio barroco del siglo XVIII. Varios miles de solicitantes de asilo se alojaron allí durante semanas.
El 29 de septiembre el Partido Comunista de Checoslovaquia exigió a los dirigentes germano orientales que actuaran sin dilación. El 30 de septiembre unos 5.000 germano orientales partían desde Praga a la República Federal. El ministro alemán de Exteriores, Hans-Dietrich Genscher, anunció la buena nueva desde el balcón del palacio de Lobkowitz a los allí congregados.
El 7 de octubre de 1989 la República Democrática Alemana celebraba su 40 aniversario. Sería el último. En su discurso, el presidente soviético, Mijail Gorbachov, advierte de que la RDA no podía seguir ajena a los cambios que se estaban dando en el mundo. Cientos de germano orientales gritaban: “Gorby, ayúdanos”.
“Cada país debe decidir por sí mismo lo que es necesario para su tierra… El auténtico peligro llega cuando uno no aprende de las experiencias de la vida. Aquellos que sacan sus impulsos de la vida y de la sociedad no deben tener miedo”, dijo Gorbachov, que tampoco sobreviviría a la oleada de un mundo en mutación. Fue aquel día cuando Gorbachov dijo a Honecker: “La vida castiga a los que llegan tarde”.
Apenas dos días después, unas 70.000 personas se congregaban en Leipzig para gritar a los dirigentes comunistas: “Nosotros somos el pueblo” (Wir sind das Volk). Diez días del 40 aniversario de la RDA, Honecker, que se había mostrado dispuesto a reprimir a los manifestantes, era obligado a dimitir. Lo sustituiría un burócrata gris oscuro casi negro, Egon Krenz. La RDA daba sus últimos estertores.
La revolución con los pies derivó en la caída del Muro. El 9 de noviembre se anunció que el régimen de la RDA daba libertad para viajar, es decir, daba por inútil el Muro de Berlín, que había levantado el 13 de agosto de 1961.
“Nadie lo había previsto y tuvo consecuencias en Europa y en todo el mundo. Todo se alteró”, comentaba en ese foro el ex presidente del gobierno español Felipe González.
Ese mismo año, en Chile, el 9 de octubre, tuvo lugar el primer debate presidencial, después de la derrota en el plebiscito de Pinochet justo un año antes, que seguía siendo presidente. En las primeras elecciones democráticas tras la dictadura de Pinochet, celebradas el 14 de diciembre, venció Patricio Aylwin, de la Concertación con un 55% de los votos. Asumió el poder en marzo de 1990.
González recuerda cómo vio en RTVE las imágenes del paso de miles de personas por los puestos fronterizos entre Berlín Este y Berlín Oeste. Llamó de inmediato al canciller de la RFA, Helmut Kohl, a quien no encontró hasta más tarde. El entonces alcalde de Berlín, el socialdemócrata Willy Brandt sí contestó rápidamente a González, entonces presidente del Gobierno español.
“Finalmente hablé también con Kohl. Justo se encontraba en Varsovia en visita oficial cuando cayó el Muro, así que no era algo esperado. Años más tarde Kohl reconoció en una cena cómo podía contar con los dedos de una mano, y le sobraban dedos, los dirigentes mundiales que esa noche le habían llamado para mostrar su solidaridad”, rememoraba González en el encuentro en el Instituto Goethe de Madrid.
En Europa la mayoría de los dirigentes, desde el socialista François Mitterrand hasta la conservadora Margaret Thatcher, actuaron con una mezcla de cautela e incredulidad. Venían de años de serios encontronazos entre los dos bloques y cualquier paso en falso podría conducir a la destrucción mutua.
También es cierto que muchos dirigentes pertenecían a otra generación. González tenía 47 años y supo darse cuenta de que vivía un momento histórico en el que había que asumir riesgos y apostar por la defensa de las libertades.
“Los líderes que habían vivido la Segunda Guerra Mundial vieron la caída del Muro como un caballo desbocado con un rumbo imprevisible. En Alemania, el canciller Kohl y su ministro de Exteriores, Hans-Dietrich Genscher, sabían que tenían que subirse a ese caballo. Les apoyaron los socialdemócratas Helmut Schmidt y Willy Brandt también”, relataba González.
“Hasta entonces habíamos vivido en el equilibrio del terror. Era inimaginable un orden alternativo”, agregaba el ex presidente del gobierno español. Había una sensación de alegría inconmensurable. También había vértigo. Sensación de abismo. El mundo conocido desaparecía.
En aquel verano de 1989 un joven politólogo llamado Francis Fukuyama publicaba un ensayo titulado El fin de la Historia en el que daba por finiquitados el fascismo y el comunismo, a la vez que sostenía que sería la democracia liberal el sistema legítimo que sobreviviría, a pesar de las amenazas del nacionalismo y del extremismo religioso.
Aquella revolución global no derivó en el triunfo de un sistema sobre otro, sino que el resultado evolucionó hacia algo distinto. Primero hubo ensayos de un Estados Unidos como potencia única y global, fallidos, después de multilateralismo, y ahora emerge una China poderosa a la vez que cada vez somos más conscientes de que hay una crisis de la democracia representativa, que necesita reforzar su base en el Estado de Derecho, y un problema grave de sostenibilidad del modelo.
Según Vaira Vike-Freiberga, las lecciones que podemos extraer de una mirada a ese 1989 ayudan a fortalecer la democracia actual.
“La democracia no es una carretera de sentido único: hay que tener en cuenta a los ciudadanos. La democracia se construye con ciudadanos críticos. La democracia ha de tener rostro humano, una vocación social. La democracia se fundamenta en la defensa de los Derechos Humanos. Y no puede darse por sentada”, resumía la ex presidenta letona.
A pesar de todos los errores, y de todos los cambios que habría que impulsar, el mundo en el que vivimos es para muchos mejor del mundo hace 100, 60 o 50 años. Los índices de democracia en el globo así lo suscriben. Queda mucho por hacer, sobre todo, en lo que se refiere a la lucha contra la desigualdad y en la universalidad de la educación.
Y Muros sigue habiendo. Muros que dividen y Muros que cierran. Esa historia ya pertenece al siglo XXI. |
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El Muro de Berlín: frontera de dos mundos
ocas obras humanas han tenido una trascendencia tan superior a sus propias dimensiones. Porque con sus más de 155 kilómetros de perímetro, 3,6 metros de altura en sus puntos más altos y 186 puestos de vigilancia, el muro que se irguió en Berlín en la madrugada del 12 al 13 de agosto de 1961 se erigiría no sólo en la barrera que dividió en dos la capital histórica alemana -separando familias, amantes y amigos- sino en frontera entre dos mundos enfrentados: el capitalismo, representado por la potencia de Estados Unidos, y el comunismo, cuya área de influencia trataba de extender la Unión Soviética por todo el este de Europa.
No fue en vano que el líder soviético, Nikita Jruschov, se refirió a Berlín como «el lugar más peligroso del mundo», cuando se encontró con su homólogo estadounidense, John Fitzgerald Kennedy, en el verano de 1961, poco antes de que se levantara el Muro.
La gran urbe germana ya era desde hacía varios lustros -básicamente, desde el final de la II Guerra Mundial, en 1945- fuente de continuos roces entre ambos bandos y con el levantamiento de aquel muro se convertiría en principal símbolo de la Guerra Fría que durante décadas mantendrían ambas potencias que se disputaban la hegemonía mundial y causa de algunos de los episodios de máxima tensión en aquel desafío global que amenazaba con derivar en una nueva conflagración global, con un potencial destructivo -en plena carrera nuclear- aterrador.
Historia de dos ciudades
Ya antes de la construcción del muro, Berlín era una ciudad dividida. Tras la derrota del nazismo, las potencias vencedoras habían acordado repartirse el control del territorio germano en cuatro áreas bajo el control de cada uno de los aliados: Estados Unidos, Reino Unido, Francia y la Unión Soviética. Según el mapa, terminado de perfilar en la conferencia de Postdam, Berlín quedaba claramente dentro del área de influencia soviética, pero para la antigua capitán del Reich se estableció un marco específico, que suponía su propia división en cuatro zonas. La convivencia entre las potencias occidentales y las fuerzas soviéticas fue difícil desde un primer momento, dando lugar a continuos roces que llegaron a un punto álgido en junio de 1948, cuando los responsables del área bajo control comunista, pusieron en marcha un bloqueo de la ciudad, que se encontraba rodeada de territorios bajo la influencia soviética, para dificultar su abastecimiento y forzar el abandono de las potencias occidentales. Estos, sin embargo, organizaron rápidamente un puente aéreo que logró superar las dificultades de aquella coyuntura.
Una isla aislada
La situación de Berlín se volvería aún más compleja al año siguiente, cuando las diferencias entre las grandes potencias alejaron la posibilidad de la unificación de Alemania, lo que se plasmó en el nacimiento, en el mes de mayo de 1949 de la República Federal de Alemania, en las áreas bajo el control de las potencias occidentales, y la posterior creación, en octubre, de la República Democrática de Alemania en el territorio dominado por los soviéticos. A partir de ese momento habría una Alemania capitalista y una Alemania comunista y era en ésta, a 160 kilómetros de distancia del territorio de la RFA, donde se situaba Berlín. La zona dominada por las potencias occidentales quedaba así como una isla aislada e incrustada en pleno territorio comunista, cuyas barreras con Occidente se iban haciendo cada vez más evidentes.
Puerta de entrada, puerta de salida
Pese a todas las dificultades, Berlín permanecía como un puente entre ambos mundos. Más allá de algunas restricciones puntuales, sus habitantes podían moverse con cierta libertad por toda la ciudad y de hecho, se calcula que alrededor de 50.000 residentes en la zona oriental se desplazaban cada día para trabajar en el área occidental de la ciudad. Pero aquella situación pronto se convertiría en un angustioso problema para los dirigentes de la RDA y, en especial, para el principal representante del aparato comunista en el país, Walter Ulbricht. Porque Berlín Occidental se había convertido en la principal vía de escape para todos aquellos que decidían buscar una vida mejor en una RFA cuyo desarrollo económico ya superaba en mucho al de la zona comunista. Se estima que unos 2,7 millones de germanos-orientales (sobre una población de apenas 18,5 millones) abandonaron su país entre 1949 y 1961, y el número ascendía a casi 4 millones si se tomaba como punto de partida 1945. "La sangría demográfica ponía en entredicho las bondades de la República Democrática, además de resultar muy preocupante no solo por la imagen que proyectaba sino también porque los que huían, sobre todo jóvenes y miembros de los sectores más preparados, obstaculizaban la recuperación económica", explica Ricardo Martín de la Guardia en su libro La caída del Muro de Berlín (La Esfera de los Libros, 2019). Ulbricht sabía que había que poner freno a esta situación o, de lo contrario, acabaría provocando el colapso de la economía de la RDA. Ya en 1953 había obtenido el visto bueno de Iosef Stalin a un plan para reforzar los controles fronterizos entre el Berlín Occidental y Berlín Oeste, pero la muerte del jerarca comunista provocó que aquel plan encallara. Sin embargo, Ulbricht mantendría esta demanda de forma insistente ante el sucesor de Stalin, Nikita Jruschov, hasta que finalmente consiguió el plácet a sus planes en los primeros días de julio de 1961. (En la imagen, muro fronterizo en Potsdamer Platz a lo largo de la Ebertstraße entre 1961 y 19660)
"Ich bin ein Berliner".
El levantamiento del Muro había tomado por sorpresa a los líderes políticos de la RFA y a los gobiernos de las potencias aliadas. Aunque lo cierto es que había motivos para pensar que algo así podía suceder en cualquier momento. De hecho, el presidente estadounidense, Kennedy, ya había comentado a uno de sus asesores que Jruschov "tendrá que hacer algo para detener el flujo de refugiados, a lo mejor construir un muro, y nosotros no podremos impedírselo". La actitud de Kennedy y el resto de líderes occidentales ante la crisis de Berlín fue objeto de duros reproches por parte de algunos líderes de la RFA, que llegaron a sentirse desamparados ante el desafío lanzado por el régimen comunista de la RDA. La protesta tardía y tibia de los gobiernos aliados causó un gran malestar en el canciller alemán Konrad Adenauer, que sin embargo tampoco podía ofrecer ninguna solución factible. Kennedy había llegado a la Casa Blanca apenas unos meses antes y se había encontrado con una situación de elevada tensión con la URSS, agravada por su nefasta gestión del episodio de Bahía Cochinos en Cuba. El régimen soviético había cosechado en los últimos años notables avances tecnológicos y armamentísticos, con el desarrollo de armas nucleares como principal amenaza, lo que también había llevado a Estados Unidos a multiplicar su presupuesto militar, en una carrera armamentística de incuestionable potencial destructivo. Cuando se vieron las caras en Viena, en junio de 1961, un inexperto Kennedy no supo responder a los desafíos lanzados por Jruschov, que salió de allí convencido de que el presidente estadounidense sería incapaz de responder con contundencia a sus planes sobre Berlín. El temor a desencadenar un conflicto nuclear impediría a Occidente ir más allá de las palabras. Y entre éstas quedaron para la posteridad las pronunciadas por Kennedy dos años después, en 1963, cuando en una visita a Berlín pronunció la celebre frase de "Ich bin ein Berliner", alineándose con la lucha por la libertad del pueblo de Berlín. (En la foto, discurso del presidente estadounidense, John F. Kennedy en la Rudolph Wilde Platz el 26 de junio de 1963).
El peor momento de la Guerra Fría
Los episodios de tensión resultarían, con todo, inevitables. Kempe describe en su obra cómo en la noche del viernes 27 de octubre de 1961 una decena de tanques estadounidenses se situaron cara a cara, apuntándose con sus cañones, con un número similar de tanques rusos en el entorno del paso fronterizo denominado como Checkpoint Charlie. Las crecientes restricciones de los vigilantes de la RDA al paso de los funcionarios de las potencias occidentales hacia la zona este de Berlín dieron lugar a una escalada de tensión que estuvo a punto de desbordarse en aquellas difíciles horas en las que los responsables de las fuerzas aliadas y soviéticas se vieron sometidos al difícil equilibrio entre no ceder una victoria al enemigo y al mismo tiempo evitar un enfrentamiento que podría desencadenar la tan temida guerra nuclear. Para William Kaufman, uno de los responsables de estrategia de la administración de Kennedy, "lo de Berlín fue el peor momento de la Guerra Fría" y supuso un peligro mayor que la Crisis de los Misiles en Cuba al año siguiente. Finalmente el enfrentamiento se pudo evitar.
Una tensa rutina
Los enfrentamientos iniciales -básicamente, verbales- fueron dando lugar, poco a poco, a la normalización de la nueva situación. Aún a lo largo de la década de 1960 fueron frecuentes los intentos de la RDA de boicotear la administración aliada de Berlín Oeste, con medidas encaminadas a dificultar al máximo el tráfico hacia la zona occidental de la ciudad, con el objetivo de minar paulatinamente la economía de la ciudad y la confianza de sus ciudadanos. Posteriormente, sin embargo, tras el acceso del socialdemócrata Willy Brandt a la cancillería federal de Alemania, fue posible un escenario de mayor distensión entre ambos bloques, que quedó reflejada en el Acuerdo Cuatripartito de Berlín, firmado el 3 de septiembre de 1971, por el que Moscú aceptaba de manera explícita levantar los impedimentos al tráfico con Berlín. (En la foto, puesto de control de acceso hacia la zona oriental de Berlín conocido como Checkpoint Bravo, en julio de 1978).
"Una cárcel surrealista"
El levantamiento del Muro de Berlín supuso, sin duda, la caída en cautividad para los residentes de la zona este de la ciudad. Pero en cierto modo, también hizo de Berlín Oeste una "cárcel surrealista", en expresión del compositor húngaro György Ligeti. Con poco más de dos millones de habitantes, esta parte de la ciudad, una isla en medio de un mar comunista, tuvo que sobrevivir de las subvenciones de la RFA. La huida de capital financiero y humano fue inevitable tras la creación del muro, las industrias que sobrevivían allí se veían duramente afectadas por la situación de aislamiento a la que se veían sometidas y la ciudad dejó de ser un lugar atractivo para la juventud con ambiciones. Su población envejecía a marchas forzadas mientras "Berlín Occidental se iba despoblando poco a poco. En los años sesenta, su tasa de natalidad estaba entre las más bajas de cualquier ciudad del mundo. Y casi todos los años, las personas que se marchaban de Berlín Occidental superaban en varios miles a los que llegaban; una situación que se prolongaría hasta finales de los ochenta", apunta Frederick Taylor en El Muro de Berlín. 13 de agosto de 1961- 9 de noviembre de 1989 (RBA, 2009). (En la imagen, vista de un puesto de vigilancia en la frontera entre Berlín Occidental y Berlín del Este en la autopista Bornholmer en Bösebrücke en 1979).
Reeducar la rebeldía
Si la vida en Berlín Occidental podía resultar difícil en aquellas circunstancias, mucho más dura se hacía la existencia al otro lado del Muro, donde el régimen comunista de la RDA aplicaría un riguroso control de la sociedad, limitador de cualquier tipo de libertad. Es cierto que durante unos años, el aparente progreso industrial del país permitiría presentar a la República Democrática como una especie de oasis comunista. Pero -y al margen de los desequilibrios de aquel desarrollo- la vida en Berlín Este y en el resto del país resultaba asfixiante con su inagotable propaganda ideológica y bajo el control y vigilancia del aparato represivo del Estado, cuyo principal representante era la tristemente famosa Stasi. "La estructura de poder en la RDA estaba fundamentada en el aparato represivo, cuyo fin era someter la sociedad a una estricta vigilancia para evitar cualquier disensión respecto a la irrenunciable marcha hacia el socialismo", indica Martín de la Guardia. En esta misión, era fundamental el control de la juventud y el sometimiento de cualquier conato de rebelión, como el que podía llegar a representar desde finales de los 70 el movimiento punk, al que se sometió a una intensa presión, según explica Taylor. "De los años sesenta en adelante, los jóvenes díscolos de Alemania Oriental se vieron sujetos a las más estricta -de hecho absolutamente brutal- reeducación, al estilo militar, en las llamadas escuelas industriales para la juventud", apunta el historiador británico.
Los muertos del Muro
Aquel sistema opresivo alimentaba, lógicamente, las esperanzas de huida de los ciudadanos de Berlín Este, algo que difícilmente se podía conseguir por las vías legales. Así, existe constancia de que más de 5.000 intentarían franquear el Muro durante sus 28 años de existencia y al menos 86 (aunque algunas fuentes elevan estas cifras por encima de los 200) perdieron la vida en el intento. La primera de estas víctimas se produciría apenas once días después del levantamiento del Muro, cuando los habitantes de la zona comunista de Berlín empezaron a asumir que aquella no era una medida temporal, conforme las alambradas iniciales iban siendo sustituidas por estructuras más sólidas de hormigón. El 24 de agosto de 1961, Günter Liftin, que hasta entonces había trabajado en el lado occidental de la ciudad, decidió lanzarse a las aguas del río Spree, en la zona de Humboldthafen, con la idea de atravesar los treinta metros que separaban ambas orillas. Antes de conseguirlo fue ametrallado por un policía de tráfico. A sus familiares ni siquiera se les dejó ver el cuerpo antes del entierro, pues el castigo debía ser ejemplar. Las autoridades de la RDA habían levantado un sistema de seguridad en torno al Muro que lo convertía en prácticamente infranqueable y que además se fue extendiendo y reforzando con el paso de los años. Como último recurso se encontraban los guardias fronterizos con los que se tomaron las medidas necesarias para asegurarse de que "estarían lo bastante aterrados para hacer algo que no fuera obedecer las órdenes y disparar", explica Taylor. Cualquier negligencia conllevaba castigos draconianos.
Un sistema que se resquebraja
Aquel sistema logró mantener una sorprendente paz social en la RDA que, sin embargo, se vino abajo pocos meses antes de la caída del Muro, como explica Martín de la Guardia. "A finales de los setenta, pese a la buena imagen que mantenía en exterior, la situación de la economía germano-oriental distaba de la bonanza", indica. Especialmente dolorosa resultaba la comparativa con la vecina República Federal: en 1988, el producto interior bruto era tan sólo el 9% del que tenía la RFA y el resto de indicadores no ofrecía una visión más alentadora. Los dirigentes de la RDA según, sin embargo, aferrados a la ortodoxia ideológica en la economía, animados por el escaso resultado de las reformas que había llevado a cabo Mijail Gorbachov en la URSS. En aquel escenario la desafección quedaba reflejada en las persistentes peticiones de salida que se registraban cada año. En 1984, por ejemplo, rondaron las 400.000, en un país de apenas 16,3 millones de habitantes.
Un grito de esperanza
A lo largo de la década de 1980, la distensión en las relaciones entre Occidente y la URSS, que se aceleraría con la llegada de Mijail Gorbachov a la presidencia de la potencia soviética, favorecía las ensoñaciones de una próxima reapertura del Muro, aunque nada había en las actitudes de los mandatarios de la RDA que respaldara estas ilusiones. El 12 de junio de 1986, durante las celebraciones por el 750 aniversario de la fundación de Berlín, el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, frente a la Puerta de Brandenburgo, dio un discurso en el que señaló que "mientras esta puerta esté cerrada, mientras se permita que siga existiendo esta herida, no se trata sólo de que la cuestión alemana siga abierta, sino de la cuestión de la libertad, que afecta a toda la humanidad. Pero yo no vengo aquí a lamentarme, porque yo encuentro en Berlín un mensaje de esperanza, incluso a la sombra de este Muro, un mensaje de triunfo" e instó a Gorbachov a poner fin a la frontera berlinesa.
El derrumbe del Muro
En los años siguientes la situación se precipitaría, hasta que aquel mensaje arrancado por el periodista italiano Riccardo Ehrman al portavoz del Comité Central del Partido Comunista Unificado (SED) de la República Democrática Alemana, Günter Schabowski, supuso el inicio del fin del Muro. Aquel 9 de noviembre de 1989, cientos de ciudadanos de Berlín se dirigieron hacia el Muro provistos con picos o tan solo con sus manos para golpear "con rabia contenida durante años los ciento sesenta kilómetros de doble pared y de oprobio hasta desmenizar la mayor parte de lo que fue el símbolo por exlencia de la Guerra Fría", escribe Martínez de la Guardia. En apenas unos meses, mientras se aprobaba la demolición del Muro y la brecha de una Berlín dividida se cerraba, las dos Alemanias, que habían subsistido separadas -y enfrentadas- durante unas cuatro décadas aprobaban su reunificación, para ya a mediados de 1991 acordar hacer de Berlín, nuevamente, su capital. La capital de un país y un mundo más libres.
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