LOS MUROS TAMBIÉN TERMINANPOR CAER
Los comunistas acá no tuvieron que levantar muros porque les bastó con el agua, y con la desesperación y la miseria, que son también nuestros muros.
Cuba y ese muro que aún no cae
Osvaldo acostumbraba a recorrer el malecón habanero en toda su extensión; siempre iniciaba el recorrido en el Castillo de la Punta y, según él, contaba cada uno de los pasos que le permitían llegar hasta el final. Mientras hacía el camino buscando el oeste de la ciudad, Osvaldo acariciaba el muro con los dedos de su mano derecha, con los de la izquierda lo manoseaba durante el regreso al este, esa vuelta que lo ponía otra vez frente al Castillo de La Punta, su punto de inicio, su punto final. Allí después de la caminata se miraba los dedos rociados con sangre.
Osvaldo aseguraba que el malecón era “nuestra frontera más visible”. Ese habanero siempre creyó que aquel muro resultaba nuestro sometimiento más perceptible, nuestro muro de las lamentaciones. “¿Quién no se ha preguntado qué hay más allá de ese muro?”. Así me preguntó algunas veces, y yo siempre me quedaba callado para que él asegurara que más allá del muro estaba la libertad. Lo mismo decía si caminaba por el malecón cienfueguero o en cualquier desolada costa del sur cubano.
Para Osvaldo el mar era siempre una frontera, el muro que dividía y alejaba, una pared que se dilataba en las aguas del océano atlántico o el mar caribe. Osvaldo siempre soñó con unas fronteras más visibles, más evidentes, como suelen ser las fronteras de verdad. Osvaldo se quejaba del comunismo en Cuba, y aseguraba que la ausencia de una división manifiesta hacía más patético nuestro encierro. Osvaldo amaba las fronteras reales que podría evadir, violentar. Osvaldo soñaba un continente.
“Ni siquiera tenemos fronteras de verdad”, así solía quejarse, así entendía su desgracia. Y Osvaldo desapareció; algunos dicen que trató de violentar esas fronteras invisibles, y nunca más se supo de él. Me gusta pensar que consiguió vencer, evadir, esos límites intangibles y que llegó al punto deseado, que consiguió su sueño finalmente, pero la verdad es que no tengo esa certeza, porque “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, esa de la que hablaba el gran Virgilio Piñera, es muy real en estas tierras. La ausencia de una frontera real y definida es también una desgracia, un malestar, otra vejación para los cubanos, un límite a la libertad.
Nadie sabe a estas alturas en qué lugar está Osvaldo, su madre murió sin enterarse, se consoló diciendo que la felicidad de haber conseguido el sueño lo hizo olvidar su pasado. “Él siempre quiso irse”, decía su madre…, quien se consolaba asegurando que su hijo no escribía porque escribir sería una manera de estar de vuelta, y que él se había ido para siempre. Osvaldo consiguió ir más allá del muro del malecón, de cualquiera de los muros acuosos que rodean esta isla.
Recuerdo que su obsesión se hizo mayor cuando cayó el muro de Berlín, cuando lo tumbaron. Cuando llegaron las noticias a la isla creció su entusiasmo y se mostró eufórico, no escondía su arrebato y hasta escribió a un amigo que estudió por allá, que por allá se matrimonió y se quedó, para que guardara para él un pedazo de aquel muro. Osvaldo soñaba con tener en sus manos un pedazo de aquella pared que dividió a Berlín; conquistarla era mantener la esperanza de que algún día el comunismo desaparecería también en Cuba, pero no soportó la espera y todos creímos que emprendió el camino por mar, el único posible para él.
Nada sé de Osvaldo, nada saben sus otros amigos, y ahora que la caída del muro cumple treinta años pienso más en él, y supongo que está vivo, y quién duda que desanda las calles de Berlín, que allí celebrará el desmoronamiento del comunismo en Alemania, y hasta podrá suponerlo en Cuba, y chillar, vitorear, suponer el mismo final para la isla.
Lo malo es que Cuba no tiene más fronteras que ese muro del malecón y las aguas que rodean toda la isla en sus “malditas circunstancias”. Cuba no tiene un muro real y definido, solo tiene un mar que no se puede vencer como se vence a una pared real y de concreto. Yo no sé en qué lugar está mi amigo, pero si está vivo sabrá celebrar el derrumbe; quizá frente a uno de esos fragmentos de muro que hoy están en Buenos Aires, en Washington, quién duda que saca su miembro en aquel fragmento que dicen se conserva aún en un urinario de Las Vegas, en los Estados Unidos, y lo salpica con sus desechos.
Puedo imaginar a Osvaldo evacuando sobre ese fragmento de muro de Las Vegas, desafiando al comunismo, a los muros que en el mundo han sido, a los que todavía son. Este 9 de noviembre se cumplen treinta años de la caída del muro de Berlín, un emblema del comunismo europeo, y yo vuelvo a recordar a Osvaldo frente a unos de esos retazos de muro. Quizá Osvaldo no murió en su intento de evasión y hoy está en Buenos Aires, frente al fragmento del muro que se conserva allí, o en Uruguay, en Costa Rica, en cualquier lugar donde pueda tirar sus desechos o simplemente lanzar una trompetilla, sacarle la lengua a ese fragmento de comunismo.
Quizá mientras deja por allí sus desechos piensa, como yo, en lo que sería Cuba con unas fronteras más reales, más visibles, no unas fronteras que inviten al exilio, que lleven a la desesperación y la muerte. “La maldita circunstancia del agua por todas partes”, las fronteras invisibles, nos retardaron el derribo de los muros. Los comunistas no tuvieron que levantarlos acá, porque les bastó con el agua, con el agua por el norte y el sur, por el este y el oeste, por todas partes, como la desesperación y la miseria, que son también nuestros muros.
Alemania celebrará otra vez los mandarriazos que destruyeron el muro, que desterraron el comunismo, que devolvieron la libertad, que consiguieron que Cuba perdiera a uno de sus aliados, que quedara más sola, más aislada, y aún sin fronteras visibles, es decir sin norte, sin saber muy bien qué hacer. Osvaldo decía que nuestro aislamiento, nuestra condición de isla servía de mucho a los comunistas, que nos ponía más lejos del mundo real.
“Si tuviéramos fronteras evidentes, palpables, otro gallo cantaría”, así decía; pero la verdad es que no las tenemos. Nuestras estrategias no podrán centrarse en derribar un muro de concreto ni en escapar en un avión, en balsa. Habrá que pensar también en quedarse para derrumbar esos muros “invisibles” que, aunque parezca incongruente, también son manifiestos. Lo importante será entonces derribar los límites que nos impusieron, como sucedió en Berlín hace ya unos años. Y luego sentarnos en el muro del malecón para contemplar la libertad de las olas y disfrutar la nuestra.
Jorge Ángel Pérez (Cuba) Nacido en 1963, es autor del libro de cuentos Lapsus calami (Premio David); la novela El paseante cándido, galardonada con el premio Cirilo Villaverde y el Grinzane Cavour de Italia; la novela Fumando espero, que dividió en polémico veredicto al jurado del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 2005, resultando la primera finalista; En una estrofa de agua, distinguido con el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar en 2008; y En La Habana no son tan elegantes, ganadora del Premio Alejo Carpentier de Cuento 2009 y el Premio Anual de la Crítica Literaria. Ha sido jurado en importantes premios nacionales e internacionales, entre ellos, el Casa de Las Américas.
|