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De: CUBA ETERNA  (Mensaje original) Enviado: 09/11/2019 13:47
 El Muro de Berlín cayó por la implosión del régimen 
Comunista de la RDA y por la decisión de Gorbachov de retirar su apoyo a Honecker
Pedro García Cuartango
Minutos antes de la medianoche del 10 de noviembre de 1989 cayó el Muro. Miles de personas irrumpieron por el paso de la Bornholmer Strasse tras la decisión de la Policía Popular de levantar las vallas que separaban los dos sectores de Berlín. Ante la creciente presión de los manifestantes, el coronel que mandaba a los guardias armados consultó a su superior si debía permitir el paso, pero no obtuvo respuesta. Nadie quería asumir esa responsabilidad. Para evitar un derramamiento de sangre, aquel oficial optó por retirar los obstáculos. Cientos de miles de ciudadanos, que veían las imágenes por la televisión, salieron a la calle para trasladarse al lado occidental por los diferentes controles que habían permanecido cerrados durante 28 años.
 
Entre ellos, el mítico Checkpoint Charlie de la Friedrichstrasse, el lugar de intercambio de espías durante la Guerra Fría, por el que yo había cruzado diez años antes. Berlín Oriental era entonces una ciudad gris y anodina, que todavía conservaba los impactos de los obuses en las fachadas. Me pareció sentir el ambiente opresivo que tan bien describió John Le Carré en novelas como «El espía que surgió del frío». Era imposible imaginar que el Muro iba a caer una década después.
 
Tan sólo 24 horas antes de aquel acontecimiento que conmovió al mundo, ningún dirigente de la República Democrática de Alemania (RDA) podía suponer lo que iba a suceder aquel 9 de noviembre. Y lo que pasó es que, en una rueda de prensa rutinaria, Günter Schabowski, el jefe del Partido Socialista Unificado en Berlín, informó de que el Gobierno había ultimado un proyecto para permitir el paso de sus ciudadanos al sector occidental. Matizó que se concederían permisos temporales sin restricciones. Los periodistas interpretaron la noticia como una promesa inconcreta, pero su interés se despertó cuando Schabowski respondió a una pregunta de un corresponsal de la agencia Ansa sobre cuándo entraría en vigor la medida. «De inmediato», improvisó el alto funcionario.
 
Esa misma noche, horas más tarde y ante la sorpresa del Politburó que encabezaba Egon Krenz, los berlineses del sector oriental empezaron a agolparse en el Muro. El general que mandaba los 400.000 soldados soviéticos en la RDA había recibido la orden de Mijail Gorbachov de no intervenir, mientras que Erich Mielke, el ministro de Seguridad y jefe de la siniestra Stasi, no sabía qué hacer. Los «vopos» que custodiaban la muralla blindada de más de 150 kilómetros que rodeaba Berlín Oriental, acosados por la multitud, decidieron que no merecía la pena disparar. Aquella noche la mayoría de sus habitantes cruzaron el Muro en medio de escenas de intensa emoción. Al otro lado, decenas de miles de berlineses salieron a abrazar a sus vecinos, a ofrecerles tabaco, bombones y bebidas alcohólicas, y a celebrar el acontecimiento.
 
Nada había hecho presagiar que la RDA, la joya de los países comunistas, iba a derrumbarse en tan sólo cuatro semanas. A principios de octubre, Erich Honecker seguía siendo el jefe del Estado y el secretario del Partido. Tenía un cáncer de colon y llevaba 18 años pilotando el régimen con mano férrea. Su mujer Margot era la ministra de Educación. Y Erich Mielke, su amigo y compañero de cacerías, llevaba el timón de la Stasi, una temible policía política con una red de más de medio millón de informantes.
 
La asfixiante deuda externa
Todo empezó el 7 de octubre de 1989 cuando Gorbachov decidió hacer una visita a Berlín para entrevistarse con Erich Honecker, un aliado incondicional de la Unión Soviética que había favorecido la conspiración que derribó en 1971 a Walter Ulbricht, el dirigente que había ordenado la construcción del Muro en 1961.
 
El encuentro fue un fracaso y Gorbachov volvió indignado a Moscú tras la negativa de Honecker a impulsar los cambios que el líder soviético propugnaba con su «perestroika». Pero, y esto es esencial, Gorbachov le advirtió que no recibiría ayuda económica y le lanzó el mensaje de que, desde ese momento en adelante, cada país del bloque comunista debía seguir su propio rumbo.
 
El golpe fue muy duro, porque la RDA tenía que dedicar el 60% de sus ingresos por exportaciones a pagar la deuda externa. El país estaba en quiebra y lo que había sido una floreciente industria mostraba signos de un declive alarmante.
 
La visita de Gorbachov, aclamado en las calles, animó a la oposición clandestina a dar señales de vida. Las primeras manifestaciones fueron brutalmente reprimidas por la Stasi, pero, por primera vez desde la creación de la RDA en la posguerra, la población empezó a perder el miedo.
 
Dresde, Halle, Karl Marx Stadt, Magdeburgo y Berlín fueron escenarios de crecientes protestas tras el viaje de Gorbachov. Los manifestantes se encerraron en los templos luteranos con la complicidad de sus pastores, mientras la Stasi detenía a miles de personas. Pero lo que nadie había previsto sucedió: el 9 de octubre del 1989 cerca de 100.000 ciudadanos se manifiestan en el centro de Leipzig, en torno a una iglesia en la que Bach había estrenado algunas de sus cantatas. «El aire fresco recorre las calles. Nosotros somos el pueblo», cantan los opositores. La movilización deja noqueado al régimen.
 
Honecker ordena a la Stasi emplear armas de fuego para reprimir a los manifestantes que cuestionen el sistema, pero el canciller Kohl y Gorbachov le instan a evitar la violencia. Se muestra desbordado y agotado por la enfermedad. Y se niega a debatir un documento elaborado por Egon Krenz, uno de sus lugartenientes, para introducir reformas.
 
La conciencia del rápido deterioro de la situación y las manifestaciones populares fuerzan a Krenz, al histórico Willi Stoph, a Schabowski y a otros miembros del Politburó a reprobar la gestión de Honecker. Se vota su continuidad en los cargos de presidente y secretario y hay unanimidad. Debe marcharse. El propio Mielke le abandona. Eso sucede el 17 de octubre. Gorbachov había dado el visto bueno a su relevo.
 
Egon Krenz asume el poder y anuncia cambios en la cúpula del partido. Visita varias fábricas y utiliza los medios de comunicación para transmitir que va a permitir la libertad de prensa y de manifestación e incluso promete que estudiará la concesión de permisos para salir del país. Es una medida que llega tarde, porque desde agosto han abandonado la RDA por la frontera checa más de 50.000 ciudadanos, creando una fuerte tensión diplomática.
 
Pero todo se precipita el lunes 30 de octubre cuando más de 250.000 personas vuelven a salir a la calle en Leipzig. Gritan: «¡Abajo el Muro!». Los dirigentes comunistas de la ciudad no se oponen e incluso algunos se adhieren, mientras que Krenz da la orden de que la Stasi no intervenga.
 
Krenz viaja a Moscú para pedir ayuda a Gorbachov, pero éste se inhibe y le reprocha que el Politburó haya dejado degradar la situación con su pasividad. Krenz comprende que no puede esperar nada del líder soviético, que sólo le promete que continuará suministrando gas y petróleo a la RDA. Cuatro días antes, Kohl le ha negado una insignificante ayuda económica y ha rechazado garantizar que no habrá reunificación alemana.
 
Durante los primeros días de noviembre, el caos es absoluto. La Stasi ha perdido el control de la calle, mientras los manifestantes piden la dimisión de Krenz y la celebración de elecciones. El Comité Central se muestra dividido y su estrategia es ganar tiempo hasta que las protestas se vayan debilitando.
 
Efecto dominó
El 9 de noviembre el Gobierno de la RDA aprueba por la mañana un proyecto para permitir la salida del país. El propio Krenz le pasa una nota a Schabowski y le insta a hacer pública la noticia. Horas más tarde, esa misma noche, miles de jóvenes berlineses derriban el Muro con picos y azadas.
 
Tres décadas después, sigue sin haber una respuesta convincente sobre cómo fue posible que el régimen comunista implosionara en un mes. Hasta ese momento, la Stasi provocaba pavor, la RDA era una de las mayores potencias deportivas del mundo, sus jerarcas se jactaban de la pujanza de su industria y de sus avances tecnológicos. El propio Honecker había decidido invertir miles de millones de marcos en un programa de desarrollo de la microelectrónica. Pero todo se desmoronó de repente porque los ciudadanos perdieron el miedo.
 
Aunque en Polonia el sindicato Solidaridad -con Lech Walesa como referente- había logrado acabar con la dictadura del general Jaruzelski y había impulsado un Gobierno de coalición tras las elecciones, países como Hungría, Checoslovaquia, Rumania y Bulgaria seguían siendo gobernados por el comunismo. La caída del régimen de la RDA tuvo consecuencias inmediatas en esas naciones, en las que se produjeron movimientos populares que forzaron la dimisión de sus cúpulas. En Rumania, por ejemplo, una insurrección acabó con la dictadura de Ceausescu, fusilado de forma sumaria junto a su esposa en los últimos días de 1989.
 
Pero la principal víctima de las fuerzas que había desatado la «perestroika» fue el propio Mijail Gorbachov, que tuvo que renunciar a sus cargos tras el fallido golpe de Estado de agosto de 1991. Yeltsin tomó las riendas del poder tras obligar a un humillado Gorbachov a dimitir como secretario del PCUS, disuelto una semana después. En diciembre de ese año, la Unión Soviética desaparecía para dar lugar a la Confederación de Estados Independientes (CEI), integrada por las antiguas repúblicas gobernadas por barones comunistas.
 
Como fichas de dominó que se desploman, la caída del Muro propició una rápida transición de los países del Telón de Acero a democracias con elecciones y libertades civiles. El rápido colapso del comunismo y la modificación de las fronteras nacidas tras 1945 fue la consecuencia inevitable de la crisis en la RDA. No faltó quien vio en estos fenómenos el triunfo del capitalismo y el final de la Historia, en palabras de Francis Fukuyama. De lo que no hay duda es que la caída del Muro fue el acontecimiento histórico más importante de la segunda mitad del siglo XX.
 
En la mañana del sábado del 11 de noviembre, un avión privado aterrizó en el aeropuerto de Tegel. Procedía de París y tenía un único pasajero: el violonchelista Mstislav Rostropovich. Pidió un coche que le llevara al Muro y luego una silla. Se sentó y empezó a tocar a Bach. Fue el perfecto colofón de aquellas jornadas que cambiaron el mundo.
  
 



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