En el imaginario de un pueblo que renunció al equilibrio, se cree que Fidel Castro, con más de seiscientos atentados contra su vida, todos fallidos desde luego, durante algunos de sus viajes a África había recurrido a una suerte de chamán, logrando, del encuentro, una defensa que frustraría, en adelante, cualquier aplicación de raciocinio.
Se especuló también que tuvo un plausible amorío con la volátil Marilyn Monroe, el cual le trajo a la actriz problemas con el FBI de Hoover, y que, antes de que el Che Guevara partiera a Bolivia, ambos habían discutido fuerte a puertas cerradas. Paco Ignacio Taibo en su biografía del Che refirió que, a bordo del Yate Granma, con la expedición en alta mar, Castro practicó su puntería con delfines: antes de convertirse en el facundo defensor por la conservación de las especies que nos vendiera en televisión.
El portal Hodinkee, según la revista Soho, puso entre los doce relojes perdidos más importantes del mundo, al Rolex del Comandante, junto al Cosmograph Daytona de Paul Newman y al Jaeger-LeCoultre de Picasso.
La Forbes publicó que Fidel era uno de los hombres más acaudalados del universo. En cualquier caso, nunca se presentaron pruebas concretas de su capital monetario real, y esto responde a los términos en los que supo manejar astutamente toda su intimidad. Algún día se le escuchó decir en respuesta a la Forbes, con cara de póker, que vivía solo de su salario devengado como jefe de los consejos de estado y de ministros: menos de 50 dólares mensuales. Quizás nadie interioriza que Castro no necesitaba cuentas millonarias en Suiza; era el dueño absoluto de un país. Su riqueza podía medirse en siervos y potestad sobre la tierra que pisaban sus siervos.
Dentro de su casa, en Siboney, Playa, un barrio moroso y acaudalado para el promedio cubano, que de hecho comparten varios extranjeros, Castro se rodeó de agentes del departamento de Seguridad Personal del Ministerio del Interior. Gerifaltes y oficiales de galones menores que se ocupaban incluso de las faenas domésticas más sencillas, como la jardinería. Una vez fuera de ese ámbito, cumplían la orden de obrar con suma discreción.
De esas ostentaciones prudentes, tuve un acceso fortuito a los magnos tomates y ajos cultivados al interior de su finca privada. Sobrepasaban, ciertamente, el tamaño y aspecto de aquellos que solía comprar el pueblo en las filas sempiternas de los mercados por valores rimbombantes. Castro había dicho en los comienzos de sus encargos: La Revolución no ofrece privilegios, los privilegios son para los blandos.
Su liderazgo fue tan imponente que pocos se acuerdan de que no fue el primer presidente de la Revolución, sino que ascendió al cargo en 1976, después de que lo hicieran Manuel Urrutia y Osvaldo Dorticós. A los efectos, pareciera que Fidel había pasado un siglo gobernando. Adelantándose a su mandato oficial, había modelado su figura pública; arengaba largamente cuando el país era atacado por los Estados Unidos, fundaba y conducía las organizaciones multitudinarias. La mayor de ellas, los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), son una masiva —y de vez en cuando hábil— red de vigilancia y control, que funciona en las comunidades por la denuncia, entre vecinos, de los actos etiquetados de contrarrevolucionarios. La integración a las filas de los CDR, se fuerza apenas a los catorce de edad. Sus intenciones fueron anunciadas por él, quien dijo: Vamos a establecer un sistema de vigilancia colectiva revolucionaria y que todo el mundo sepa quién vive en la manzana y qué hace el que vive en la manzana, a qué se dedica, con quién se junta.
Cabía acusar, por el solo hecho de su afiliación, a los religiosos como los Testigos de Jehová o las iglesias protestantes, congregaciones de las cuales los discursos oficiales dirían que eran adeptas de la propaganda enemiga, habiendo sido formadas en el seno de EE.UU.
La intolerancia cobró sus víctimas mediante las vías de ingreso a los beneficios que la Revolución instituía. Antes de ingresar, los cubanos aspirantes a estudios universitarios tenían que completar un examen donde declararan la fe que practicaban. O si mantenían vínculos con familiares en el exilio. Mentir no era una evasión que considerar: La información proporcionada, se investigaba después con fatigador escrúpulo. Son tropelías que parecen haber sido obliteradas por conveniencia, cuando se publica sin sobresaltos un libro de tono armonizador titulado “Fidel y la religión”.
Otra de las expresiones que caló en los adentros de la oposición y que negaba el cariz inclusivo del sistema, fueron las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), campos de trabajo forzado para “corregir” desvíos ideológicos y el rumbo de los que no se articulaban con el proceso.
Hacia 1966, Raúl Castro justificaba sin medias tintas la creación de las UMAP, que cambiarían la vida y expresión de muchos, tiránicamente encerrados o no, de la diáspora o no. El grado de Comandante en Jefe estaba determinado como el pináculo del mando militar y le seguía directamente el de General de Ejército de su hermano, quien además terminaría sustituyéndolo, como se esperaba, en la presidencia desde 2008, luego de que, por problemas de salud y la urgencia de una delicada cirugía intestinal, Fidel se viera obligado a ir abandonando la tribuna, en la que fascinaba de continuo al pueblo, pero dejándole entrever su tono autoritario.
Un líder delirante que prefirió la guerra en los años de Jrushchov, que apoyó la intervención en Checoslovaquia cuando esta apuntaba al capitalismo, que dijo respetar el derecho de cualquier país capitalista a construir el socialismo, nunca al revés. Imponiendo su interpretación del marxismo leninismo; más tarde, su concepto incontestable de Revolución. Uno para decir, sin miedo de lucir grotesco, que las gallinas vencían las metas de poner huevos exportables. O para decir, en 1969, año del esfuerzo decisivo, que sería una vergüenza increíble quedar por debajo de los 10 millones de toneladas de caña de azúcar. O hablar de mezclar entre las vacas genes rojos con negros, por una producción más abundante de leche, concluyendo al rato que las vacas rojas ofrecían más de sus ubres, después de introducirles el hipotálamo en un ambiente con aire acondicionado.
Estábamos en manos de alguien que advirtió, con su estilo reiterativo: Si el estado cubano se dedicaba a hacer terrorismo y a responder con terrorismo a los terroristas, realmente seríamos (los cubanos) eficaces terroristas. Si nos dedicáramos al terrorismo con toda seguridad seríamos eficientes. Y que afirmó: “Que nunca lo hayamos aplicado, no quiere decir que renunciemos a ello”.
Cumplidos así más de treinta años en el poder, el más simpático e inteligente de los hermanos Castro, el otrora sex simbol de verde olivo, perfil griego y botas soldadescas, jugador de baloncesto y béisbol, había llevado con veleidoso éxito un régimen totalitario que alfabetizó Cuba, desmontó la empresa estadounidense y la propiedad de los más ricos, aminoró el racismo, los “vicios” y extinguió el hambre letal, entregó algunas tierras a los campesinos y techo a los desamparados, hizo gratuitos los servicios de salud pública y los estudios a todos los niveles (con lo que acaso garantizó una servidumbre popular incondicional en el redil que era la Isla) y no liquidó o torturó, al menos mortalmente, a sus opositores. En cambio, negó libertades elementales y descuidó mucho la economía, que terminó siendo una redonda desgracia. Tampoco pudo sepultar la prostitución ni la corrupción, que fue, luego, el oxígeno social, la única forma de que el pueblo no se asfixiara, ya fuera practicándola o haciéndose la vista gorda.
El proceso que Castro condujo fue, por su cara oculta, sustentado por el miedo y la suspicacia colectiva. Dado el radio de amplitud de la vigilancia ciudadana, los cubanos aprendieron a amordazar sus desavenencias con el régimen, porque el amigo más cercano bien podía ser el chivato agazapado que un día te denunciara. La salida que encontraron fue aguantar y evitar confrontar el aplastante totalitarismo hasta que se abriera un boquete por el que emigrar. En 1955, Fidel dijo, dirigiéndose a los emigrados cubanos en Nueva York, que Batista resolvía los problemas de Cuba dejando al país sin habitantes. Este flujo siguió, multiplicado, con el gobierno de los Castro.
Representando cada habitante un potencial agente del régimen, nos formamos un carácter con la arcilla de la paranoia, tragándonos con hipocresía la perorata que venía de una voluntad única y cínica, que nos superaba siempre y que, en lo individual, nos hacía quedar como idiotas, poca cosa de veras. No podía haber nadie más clarividente que Fidel, o más patriota o más revolucionario. Nadie más indicado para decirte que no eras nadie.
Por respeto o temor (es muy fina la línea que separa lo uno de lo otro) ningún cubano se atrevía a oponérsele de frente o a reprocharle nada de sus históricas equivocaciones. Él simplemente hizo lo que quiso, cuanto quiso y cuando lo quiso.
Le debemos la abierta ridiculez de que las sesiones del parlamento, en lugar de discutir los temas graves y acuciantes de la agenda del país, practiquen un debate acalorado porque los niños cubanos no tengan un sonajero con el que jugar. Le debemos que nos haya dejado imperiosamente emasculados.
Castro nos castró.
Su gestión inflexible se buscó amigos y enemigos por igual, sin que las distancias generacionales fueran determinantes en ponerse de un bando o del otro, los bandos que él se había ocupado con ferocidad de clarificar quitando cualquier matiz del medio: O estabas con el proceso, o contra él, y el proceso llevaba el nombre, sin lugar a dudas, de Fidel. Ofendiendo a Fidel, ofendías a toda la Revolución. Es como para llamar al proyecto, cuando menos, apócrifo. Ni social, ni democrático, ni laico.
Lo que veneramos, en nuestros templos neoestalinistas, es otro dios: Fidel. Su muerte física no fue un golpe súbito, como se puede pensar de la misma, sino una muerte que venía siendo tal cosa. Castro estaba sin vida desde que se apartó de las comparecencias públicas, y luego se enconchó para redactarle notas inextricables al periódico Granma, que llamaron expertamente reflexiones. O desde que cambió su porte erguido por el de un nonagenario corriente, abrigado por la fibra sin enjundia de un mono deportivo: toda su industriosa enormidad reducida sobre un sillón pusilánime. O más atrás, cuando adoptó la manía senil de frotarse un hombro en la Mesa Redonda, quizás lastimado por una caída en un acto público, que es uno de los momentos en que más claro se pudo apreciar que Fidel, como el resto de los mortales, envejecía y se deterioraba.
A poco de su muerte, los cubanos que bajo su tutela aprendieron el acto político obligatorio de homenaje y la consigna, por cuidado de que no los señalaran en una lista negra, no saben ser, en consecuencia, espontáneos. Organizan una actividad y desvían el transporte público, pero transpiran un compromiso por cumplir con la tarea, lejos de cualquier dolor legítimo. Los cubanos fingen hasta el paroxismo su deferencia. Culpa del kilometraje de adoctrinamiento. Las “instancias superiores” han endiosado tanto, y mal, a sus figuras insignes, que no pueden bajarlas de nuevo a la tierra, se pierde el enlace emotivo con ellas. Cuando falta la espontaneidad, todo lo demás falta, escribió Saramago.
No nos enseñaron que la devoción no es unánime, ni tiene por qué manifestarse idéntica, ni tiene que ser a la fuerza, ni tiene que ser. Tampoco enseñaron a quebrar la verticalidad de las iniciativas, orientadas invariablemente por jerarquías. Una población que se enorgullece con sosería de contabilizar más de un diez por ciento de profesionales, que no sabe actuar por sí sola y es apática de sobra, mientras se consterna, arrastra décadas del paternalismo que el propio Fidel le inculcó.
Aunque se dijo que él no quería en la posteridad el culto a su persona, cada evento que se celebra en el país se lo dedican jovialmente a él. A santo de qué estatuas ni monumentos de galante bronce o embalsamamientos, si el monolito en que lo enterraron simboliza “toda la gloria del mundo”, si hasta los encuentros internacionales de floricultores, por decir el primer disparate que surja, buscan el modo de enchufarlo con él. Para agradecer la medicina, Fidel. La salud y educación, Fidel. La ciencia, Fidel. Las previsiones, Fidel. La poesía, Fidel. El pan, Fidel. La advertencia del espacio sideral armado, Fidel. La libra de pollo, Fidel. La vida, Fidel. Y el lema canonizado: Yo soy Fidel. La letra sacrosanta de la canción Cabalgando con Fidel, que se tomó para estandarte musical de su fallecimiento, es mediocre a lo sumo. Era de esperarse: Gracias a las instrucciones del Comandante, la mediocridad se confundió con lealtad, y se antepuso a las necesidades. Uno de mis conocidos argumenta que esa composición de Raúl Torres es, justamente, el cortejo que Castro se ganó.