A diferencia de quienes salieron primero de la Isla, el refugiado cubano establecido en Miami a partir de 1980 ha estado obligado a adaptarse a una comunidad antes que a una nación.
Vive además en un ambiente donde se considera a la ciudad como si fuera un país. Pero lo peor es que ahora algunos políticos y funcionarios republicanos quieren cerrarla, quizá convertirla en una “plaza sitiada”; como si no existieran mejores estrategias a imitar que las del régimen de La Habana.
Rechazar la reunificación familiar con hipocresía y mala fe; cerrarles el paso a los músicos de la Isla como si el gobierno local no tuviera nada mejor que dedicarse que a la censura; alimentar el regreso de un clima de intolerancia que parecía superado. Enclaustrarse en un círculo que se achica, pese a la algarabía del momento. Apostarlo todo a una carta, y que esa carta sea Trump.
Pero, ¿eso es lo que quieren los ciudadanos o solo un grupo de votantes? ¿Y los tan cacareados cambios demográficos? ¿Se reducen las nuevas generaciones de electores cubanos a seres que prefieren buscar la manera de adaptarse o esquivar una política antes de cambiarla, tal como ocurre en la Isla?
Al igual que con cualquier exilio que se prolongue en exceso, la pregunta no solo admite varias respuestas, sino que resulta imposible de reducir a un solo esquema.
Curiosa la distinción establecida en el exilio, donde el nacionalismo y la preocupación por el futuro de Cuba abrazan la adopción de una ciudadanía extranjera.
Ante tal hecho —que no ocurre solo con los cubanos nacionalizados—, las actitudes deberían estar guiadas tanto por factores éticos como patrióticos, ciudadanos y de sentido común; pero siempre con la civilidad convertida en causa única.
Sucede que en Miami dicha urbanidad se abandona cada vez más, y quienes están de turno en el ayuntamiento dan y quitan llaves, repudian cantantes y fabrican una resolución que solicita al Congreso federal el fin del “intercambio cultural, mientras que en el condado Miami-Dade se rechaza otra, esta vez de apoyo a un proyecto de ley en el Congreso que restablecería el programa de reunificación familiar para los cubanos.
Así que al final es solo eso: sin tapujos ni reclamos ideológicos y políticos. Ya no solo no se quiere aquí a quien alabó a Fidel Castro; tampoco a cualquier niño o niña que viva en Cuba y quiera besar no a un Castro cualquiera sino a su madre o padre residentes en este país. A cerrar las puertas.
Como dos espejos colocados frente a frente, tanto en Miami como en Cuba un mecanismo de poder añejo busca la perpetuación. No todas las ruedas de ambos son iguales, y a 90 millas algunas son tan demoledoras como la represión constante y la escasez perenne; pero tras la aclaración conocida y necesaria, vale la pena volver a las similitudes: la inercia y la repetición sostenidas en declaraciones trilladas, donde puede cambiar un rostro, pero no un propósito.
Llamativo que en Miami ha adquirido su definición mejor lo que aquí siempre se vaticinó ocurriría allá: los hijos sucediendo a los padres en los cargos; los nietos más retrógrados que los abuelos.
Peculiar también que muchas de estas acciones se limiten a un plano simbólico: la resolución de Miami sobre la negativa al intercambio cultural no ha logrado que Donald Trump la siga, y en Miami-Dade el rechazo al proyecto federal sobre la reunificación no trasciende el gesto.
Pero más allá del claro objetivo oportunista de alcanzar votos, ambos ejemplifican que la intransigencia y el autoritarismo no necesitan de una nación, ni siquiera de una provincia, para alimentarse.
Autoritarismo porque al argumento de que dicha actitud representa a buena parte de los votantes cubanoamericanos, se debe responder que el enunciado no puede extenderse a toda la comunidad, ni afirmar que tal política sintoniza con el sentir, pensar y parecer de todo exiliado y residente en la zona.
Mientras tanto, como con la situación cubana, seguimos sin paciencia a la espera del cambio.