Si eres gay, extranjero o simplemente diferente, los datos indican que en pocos lugares serás mejor recibido que en España. El país se convirtió en 2005 en el tercero del mundo en aprobar el matrimonio entre personas del mismo sexo. Está a la cabeza en tolerancia hacia personas transgénero y en respeto a religiones minoritarias. A la cola entre las sociedades que creen pertenecer a una cultura superior.
Y lo que quizá sea más excepcional: esa tolerancia había encontrado hasta ahora un consenso general más allá de ideologías o partidos políticos.
La España abierta, moderna y socialmente liberal que surgió de la dictadura franquista sigue siendo mayoritaria, pero menos. La emergencia de la extrema derecha de Vox, que en las elecciones del 10 de noviembre se convirtió en la tercera fuerza del país, ha ido acompañada de un movimiento que busca devolver a los españoles al armario de las identidades únicas, las creencias homogéneas y los prejuicios puritanos.
El momento de rebatir el discurso del odio es ahora, porque si algo ha demostrado el virus de la intolerancia es su capacidad de contagio. Un centro de menores migrantes del barrio madrileño de Hortaleza fue atacado ayer con una granada, después de que Vox lo vinculara a un aumento del crimen sin aportar un solo dato.
El populismo radical utiliza la propaganda del miedo para fabricar realidades paralelas con el fin de justificar propuestas inaceptables. Otro ejemplo ha sido la decisión de Vox de romper con los pactos institucionales en la lucha contra la violencia machista, que desde 2003 ha costado la vida a 1033 mujeres en España.
Los líderes de Vox consideran que las políticas contra la violencia de género son “liberticidas”, un término escogido a conciencia. Al igual que otras organizaciones ultraconservadoras de Europa, las ideas de Vox se sostienen en que España —y el mundo en general— es víctima de una alianza progresista que quiere destruir los valores familiares y las tradiciones cristianas. Al frente de la trama estarían el feminismo, los colectivos LGTB, los medios de comunicación críticos e incluso Disney, uno de los últimos objetivos en su cruzada moral.
La campaña “Frena el adoctrinamiento LGTB en Disneyland” difundida por la plataforma internacional CitizenGO, una red de asociaciones ultraconservadoras con sede en Madrid, ha reunido casi 500.000 firmas para pedir a la multinacional de entretenimiento que no desvíe a sus personajes de patrones tradicionales y prohíba fiestas del orgullo gay en sus instalaciones. Similares iniciativas tienen como objetivos a la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA), políticos progresistas o las Naciones Unidas.
HazteOir, el brazo español de la CitizenGo, ha trabajado para impulsar a Vox con la ayuda de otros grupos ultracatólicos y los sectores más conservadores de la Iglesia. La estrategia incluye prevenir a los padres de que el sistema educativo actual trata de adoctrinar y cambiar la orientación sexual de sus hijos. Francisco Serrano, líder de Vox en Andalucía, advertía en mayo que la educación sexual inclusiva estaba intentando “promover relaciones homosexuales entre niños menores de 10 años”.
Por supuesto, ni los profesores están en campaña para fomentar la homosexualidad en las aulas ni existe una conspiración progresista participada por Disney para acabar con la familia. Lo que se ha vivido en España y otras democracias liberales es un avance en derechos civiles que garantiza que cada uno pueda vivir su sexualidad como quiera, con el único límite de no perjudicar ni dañar a otras personas.
No hay en España un solo impedimento para formar una familia tradicional, llevar una vida heterosexual o mantener comportamientos todo lo conservadores que se quiera. Pero cuando la defensa de esas opciones degenera en intolerancia hacia otras igualmente legítimas, una sociedad democrática tiene el deber de oponerse.
Una de las razones del crecimiento de la extrema derecha en España ha sido la ineptitud de la clase política y de gran parte de los medios de comunicación a la hora de rebatir sus contradicciones con la fuerza de los principios y los datos. La izquierda, por su parte, cree que cuanto más alto grite “¡que vienen los fascistas!” más efectiva será su postura. La estrategia busca estigmatizar a 3,6 millones de votantes de Vox, comete el exceso de equiparar sus ideas a las del nazismo y solo ha logrado el efecto contrario, situando al partido de Santiago Abascal, el líder de Vox, en un cómodo victimismo.
La extrema derecha debe ser confrontada en el campo de la ética, las leyes y los consensos de una sociedad civil decidida a defender los avances de las últimas décadas. Los matices son importantes si se quiere tener algún éxito en atraer a sus votantes a posturas más moderadas.
El problema no es que Vox proponga una política migratoria más restrictiva, por mucho que se pueda estar en desacuerdo, sino que lo haga criminalizando a los inmigrantes con mentiras y fomentando xenofobia que provoca ataques como el del centro de acogida de menores. El problema tampoco es que promueva una reforma de las leyes contra la violencia machista, sino que lo haga negando la existencia del problema y contribuyendo a la desprotección de la mujer. Y aunque el Estado no puede imponer la educación que los alumnos reciben en su casa, tiene la obligación de promover en la escuela los principios de igualdad y diversidad que construyen una sociedad mejor.
La constante apelación de la extrema derecha a su libertad de pensamiento para defender posturas intolerantes es una de sus grandes contradicciones: no es aceptable porque está sustentada en la limitación de la libertad de los derechos de otras personas. La canciller alemana, Angela Merkel, una de las pocas referentes morales que quedan en la geopolítica internacional, lo explicaba el 27 de noviembre en un discurso ante el Bundestag. “La libertad de expresión tiene sus límites”, dijo. “Esos límites comienzan cuando se propaga el odio. Empiezan cuando la dignidad de otra persona es violada”.
La manera de confrontar el extremismo en sociedades abiertas será uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo y requerirá despojarse de algunos complejos. Las lecciones del pasado recuerdan que la pasividad no es una opción: el Estado debe reforzar las leyes contra el odio, los medios de comunicación, su papel como vigilantes del sistema democrático y la sociedad civil, la defensa de derechos que creíamos conquistados y sobre los que no caben compromisos. El momento de fijar las líneas rojas al radicalismo es ahora. .