The Irishman es quizá el filme más político de Martin Scorsese. Eso es lo primero que me sorprendió —en particular por sus referencias a Cuba, obligadas por otra parte por la época que desarrolla—, pero no es lo más importante en ella. El mérito —estoy tentado a decir extraordinario— que tiene, es ser una película hecha para ver en casa.
Richard Brody destaca el hecho en The New Yorker y no creo que el detalle escape a quien esté habituado a ver cine en cualquiera de las formas posibles, dentro y fuera del hogar.
Creo que en este y muchos otros sentidos le habría encantado a Guillermo Cabrera Infante, que siempre intentaba descubrir el “cine del futuro”, y quien en las dos últimas décadas de su vida veía sobre todo películas por televisión y coleccionaba las grabaciones que hacía de ellas.
Por cine en casa no me refiero ni a las películas hechas para la televisión ni a las muchas que a diario veo por esta y en la computadora, y cuyos creadores jamás imaginaron que tendrían esa oportunidad; mucho menos a esas otras que con un presupuesto y público más o menos limitados saben que nunca llegarán a las salas.
Esto es algo distinto: Netflix no es un nuevo Hollywood, pero sus recursos económicos la han convertido en una gran productora similar a las de antaño. Falta ahora esperar a los Oscars, donde desde el punto de vista estrictamente comercial se afianzará o limitará la tendencia, pero de entrada The Irishman apuesta duro hacia la premiación.
Varios son los aspectos que hacen de The Irishman un producto artístico que solo se puede apreciar por completo en la comodidad de la casa, y el principal de ellos no es su duración.
Aunque la extensión de tres hora y media implica en nuestros días cierto reto a permanecer sentado en una luneta, se han hecho muchas cintas más largas. Y cuando el cine buscaba competir con la televisión por todos los medios posibles surgieron películas que imitaban las óperas, con obertura, dos partes e intermedio. Hay también ejemplos de obras mucho mayores, cuya excepcional longitud no impide un reconocimiento.
Sin embargo, siempre los productores de Hollywood priorizaban en sus escritorios no solo los lápices gastados de los escritores sino también los bolígrafos para revisar las cuentas y las tijeras de edición.
La necesidad de ponerse cómodo para disfrutar a plenitud de The Irishman tiene que ver más bien con la forma narrativa que emplea Scorsese, donde la recreación no solo es de época sino de su propio estilo y el de los actores principales.
Asistimos entonces no a “una película dentro de una película”, sino a una que contiene muchas anteriores, sin hacerlo nunca explícito en la trama, aunque sí en la composición: en donde no solo se recrean momentos a partir del guión y la visión del director, sino en la que esta recreación nos remite a códigos conocidos por películas anteriores del realizador o gestos y miradas usados una y mil veces por los actores.
Por supuesto que la utilización repetida de códigos de dirección y actuación no es nueva en el cine, pero la particularidad aquí es que dicho ejercicio se ha realizado de forma tal que sea completamente consciente en el espectador; al punto que uno puede por momentos realizar asociaciones a primera vista sorprendentes (con Silence, por ejemplo).
Ello convierte a Scorsese no solo en uno de los cineastas más literarios que ha tenido el cine; además en el creador de una narrativa cinematográfica muy cercana a la novela actual.
Tal narrativa y extensión no dejan de encerrar peligros. Aunque Scorsese los evade casi todos, no se libra de secuencias donde la palabra y la imagen se sobreponen con redundancia (el ajusticiamiento de dos soldados alemanes durante la Segunda Guerra Mundial en Italia).
Y es que el realizador no se limita a mostrar o recrear. Scorsese adolece de un pecado original de culpa y expiación debido a su fe católica. Ese catolicismo presente en la cinta —no solo en confesiones y rezos— es su mayor debilidad.
The Irishman destaca también por el empleo inteligente de los recursos digitales, como para absolver al cine de tanto desperdicio en boberías con el empleo de los efectos especiales.
Aquí no es solo la transformación de los actores a lo largo de tres décadas —el hitman Frank Sheeran (Robert De Niro), el mafioso Russell Bufalino (Joe Pesci) y el líder sindical Jimmy Hoffa (Al Pacino)—, sino en todo el trabajo de recreación de época.
La presencia de estos tres actores en The Irishman lleva a comparaciones algo forzadas. Si Pacino deslumbra desde que aparece, porque su personaje es exuberante y enfático —más que el clásico orador estadounidense, el típico telepredicador—, cuando termina la película uno comienza a valorar más la actuación de De Niro repitiendo un papel que ha hecho mil veces, y a encontrar sutilezas en los momentos en que aparece como anciano, algo que solo un gran actor puede alcanzar. Ocurre al igual con Pesci, solo que en su caso por la vía contraria a Pacino: su contención benévola de un personaje siniestro resulta ejemplar.
Mencionar al final los aspectos políticos en The Irishman es resistirse a la tentación del momento. Scorsese no mezcla los acontecimientos de la política nacional e internacional con las trifulcas y asesinatos de la mafia. Tampoco presenta a sus personajes en un background político. No estamos ante un ejercicio similar a las novelas que hicieron famoso en su momento a John Dos Passos.
Todas las trapacerías y las muertes en The Irishman están tan intrincadas, que las viviendas —incluida la Casa Blanca— se comunican por los traspatios. Y uno de esos traspatios está en Miami y lleno de cubanos.