LA HABANA — Estaba aún en cama cuando comencé a leer en las redes sociales que agentes de la seguridad del Estado cubano tenían sitiados los hogares de varios periodistas independientes, opositores y activistas de la sociedad civil. Era 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos. Me asomé al balcón y comprobé que me habían incluido en la redada: una patrulla policial con dos oficiales y un agente vestido de civil en una moto me observaban desde abajo del edificio. Hace solo unas horas me liberaron, pero esta es la segunda vez, en los últimos cinco meses, que las autoridades de Cuba me impiden salir de casa y me dejan bajo arresto domiciliario.
Soy periodista y dirijo El Estornudo —un medio digital de periodismo independiente—, no un criminal. Mi profesión es salir a la calle, buscar información e intentar contar la realidad de un país que por sesenta años ha estado trastocada. Todo este tiempo los cubanos no han podido informarse con veracidad, el régimen revolucionario les ha impuesto su mirada. En una sociedad donde impera la desinformación y la poca transparencia de los acontecimientos, es sumamente necesario hacer periodismo y mostrar el verdadero rostro de la isla. Ello implica hurgar en las virtudes y en los pecados de la sociedad.
Pero hay obstáculos muy grandes. El artículo 55 de la constitución cubana establece que “los medios fundamentales de comunicación social, en cualquiera de sus manifestaciones y soportes, son de propiedad socialista de todo el pueblo o de las organizaciones políticas, sociales y de masas; y no pueden ser objeto de otro tipo de propiedad”. Por tanto, toda la prensa no estatal es ilegítima y el régimen la demoniza.
Hacer periodismo independiente en Cuba significa rebelarse al totalitarismo. Una vez tomada la decisión, el sistema, que se siente ofendido con el agravio, te atrapa, te clasifica y te coloca en su lista de enemigos. No hay diferencias en Cuba entre un periodista independiente y un delincuente común. Y eso es cada vez más evidente. Las detenciones y hostigamiento a mis colegas y a mí en los últimos meses muestran un recrudecimiento de las políticas cubanas contra la libertad de prensa y acceso a la información.
Comparado con otros países de la región —como México, Brasil o Venezuela—, reportear en la isla es menos temerario. Acá nadie te pegará un tiro en la sien ni te desaparecerá. Los métodos del gobierno cubano para impedir el trabajo de la prensa son otros: con acoso, detenciones, arrestos y al etiquetarnos de “traidores” limitan nuestro ejercicio periodístico.
La dictadura se pliega a su marco legal para criminalizar a los que la enjuician o a los que disienten de sus políticas. En seis décadas, desde que nos domina la Revolución, en Cuba no ha habido cabida para la libertad de expresión, asociación, reunión y movimiento; ningunos de esos derechos fundamentales están reconocidos por nuestra constitución. Y, en todo este tiempo, quienes han levantado la voz para emplazar al régimen han tenido que soportar persecución, ostracismo y represión.
Por lo mismo ya es cotidiano que un periodista independiente sea detenido y llevado a un calabozo, que arbitrariamente no lo dejen salir de su casa o del país o que le confisquen sus equipos cuando hace su trabajo en el terreno. Todo ello es parte de una estrategia gubernamental que tiene como fin silenciar las voces que cuentan el país que el régimen no quiere que cuenten.
Según el Comité para la Protección de Periodistas, Cuba es el décimo lugar en la lista de los peores países para la existencia de una prensa libre que encabezan Eritrea, Corea del Norte y Turkmenistán. Y el Observatorio Cubano de Derechos Humanos ha declarado que en lo que va de año ha habido 3.075 detenciones arbitrarias, 141 ciudadanos con restricción de viaje al extranjero y 123 presos políticos. Muchos de esos números son periodistas independientes, como es el caso de Roberto Quiñones, quien cumple una condena de un año en prisión por supuestos delitos de resistencia y desacato.
Quiñones fue detenido en abril por el único hecho de hacer periodismo. Está tras las rejas por cubrir el juicio de un matrimonio evangélico, cuyos miembros fueron también condenados a dos años de cárcel por intentar educar a sus hijos en casa al margen del sistema de educación oficial.
El propio gobierno cubano destapó su caja de pandora al abrir el acceso de internet a los ciudadanos, quienes están hambrientos de información. Aunque la represión contra quienes informamos continúa impune, gracias a las redes sociales han quedado al desnudo las evidencias de un sistema autoritario que, con sus arranques de violencia, delata sus falencias democráticas.
Ayer, el Día Internacional de los Derechos Humanos, no pude acompañar a mi madre a visitar a mi abuelo, quien está enfermo de cáncer; no pude comprar comida ni trabajar. No iba a salir a la calle a manifestarme —no soy un activista político—, pero sí saldría a hacer mi trabajo: contar cómo se vive en la Cuba de hoy. Por esa sencilla razón me arrestaron. Así que solo quiero dejar algo en claro: mi única posición política es escribir con honestidad sin rendirle cuenta a nadie. Soy periodista y tengo la responsabilidad de decirle la verdad al poder y ayudar a las personas a entender nuestra realidad.
La represión a la prensa independiente por parte del gobierno cubano ya no se puede ocultar. El nuevo presidente, Miguel Díaz-Canel, y la policía política deben dejar de hostigar a los periodistas y permitirnos cumplir con nuestra misión social.
Informar y contar no son un delito.
Abraham Jiménez Enoa es periodista y director del medio digital El Estornudo