En la Cuba revolucionaria viajar siempre fue un privilegio. Viajar y tener un automóvil era ser un hombre o una mujer de éxito. Traspasar la cortina de bagazo y regresar era —y sigue siendo— ver la vida en colores, desde los tonos más grises, oscuros, hasta todo el arcoíris, antes de que Gilbert Baker lo convirtiera en símbolo de la comunidad homosexual. “Fulano viaja”, decía el vecino y no era necesaria otra explicación pues quienes gozaban de semejante dispensa vestían distinto y tenían otros modales; sus olores, cigarrillos y fosforeras eran diferentes a la Colonia Jaque, el Popular con o sin filtro, y el encendedor de mecha corta y gasolina.
El viajero revolucionario era, además, hombre de confianza. Y si la salida era al mundo capitalista, que según la propaganda comunista estaba “podrido” y a punto de sucumbir, el mérito era mayor. Salir y regresar, la clave para el próximo viaje. Solo que, a finales de los setenta, con la llegada de la “Comunidad”, el mayorazgo de la moda y de los últimos equipos electrónicos dejo de ser privativo de los dirigentes viajeros, los marinos mercantes y los extranjeros —de países capitalistas— afincados en la Isla. Por primera vez los cubanos comprendieron que el viaje y el éxito no dependían de la lealtad al régimen. Que los “traidores” y los “apátridas” también olían distinto, y si acaso fumaban, porque era de mal gusto, se habían acostumbrado al cigarro “suave” y con filtro.
Salir y entrar a Cuba sigue y seguirá siendo una prerrogativa, una dispensa que otorga un régimen que se siente dueño y señor de sus ciudadanos. Isla rodeada de agua por “todas sus circunstancias”, no hay otra manera de escapar sin permiso de ese Alcatraz caribeño que no sea arriesgándose en las peligrosas aguas de la Corriente del Golfo. Pero dado que hay tres antecedentes de estampidas hacia el Norte a través del mar, y que el vecino valoraría la próxima riada como un “acto de guerra”, la última válvula abierta para dejar salir el vapor del disenso ha sido la terrestre. Hoy conocemos un poco mejor esa nueva estrategia purgativa: dejar salir sin visado ni “regulación” a un tercer país para originar un conflicto legal-humanitario en la frontera sur de Estados Unidos.
Lo curioso es que nada de esto ha sucedido solo en Cuba. Es una regularidad en cualquier país comunista, allí donde la miseria material y espiritual convierte una nación próspera y receptora de inmigrantes, en una zona de guerra con emigración masiva. Está por verse cuantos mexicanos, jamaiquinos, españoles, polacos y haitianos entran furtivamente a la Isla en busca de trabajo y una vida mejor hoy día, algo que hace sesenta años era lo habitual. Nuestro “ajiaco” según Don Fernando Ortiz, dependía de esa mixtura cultural, añadidos de todas partes que no cesaban de mezclarse en constante ebullición. No por gusto la “caldosa” sinsabor, aguachenta, hecha de sobras y vísceras, es hoy el emblema de la fiesta barrial cubana.
Con el muy simpático —si no fuera por la crueldad que encierra— lenguaje misterioso del régimen, una palabreja ha venido a sumarse al catálogo, ya extenso, de renombres que desvirtúan el real significado de las cosas: regulado. Si “interrupto” o “disponible” es desempleado, “jinetera” prostituta, “cuentapropista” trabajador privado, “deambulante crónico” es vagabundo, ahora “regulado” es quien no puede salir del país. “Usted está regulado”, dice el oficial de emigración a la persona en la puerta de embarque, con el pasaje comprado, pasaporte visado, y un congreso o una reunión de trabajo en otro país. “¿Regulado por quien, por qué?, pregunta lógica del viajero frustre. “La computadora dice que usted está regulado. No puede salir del país”, contesta el oficial lacónico, sin otra explicación.
Imprescindible aclaración de la R.A.E (Real Academia de la lengua española): Regulado, regular: medir, ajustar, computar algo; reglar, poner en orden, ajustar el funcionamiento a determinados fines, determinar las reglas o normas a las que debe ajustarse alguien o algo.
Sería conveniente saber qué ley “regula” y quienes son los “reguladores”. Cómo funciona la “computadora” que no solo “regula” quien sale, sino y desde hace muchos años, “regula” quien no puede entrar al país. La sorpresa puede ser a la inversa: usted compra un pasaje a Cuba en Miami o en Madrid, usa el pasaporte cubano siendo ciudadano español o norteamericano, el consulado autoriza su entrada, y el mismo oficial que “regula” al que sale, informa que no puede entrar a su propio país. “Un error del consulado”, dice el oficial, “según la computadora usted no tiene permiso de entrada”. De esos casos hay cientos. Los familiares están del otro lado, a unos pocos metros, y el “regulado” tiene que tomar de regreso el mismo avión en que vino. Y hay casos aún más absurdos: haber entrado varias veces a la Isla, y de pronto… “¡regulado!” —mi amigo, lo cogió otra vez la “Rueda del Infortunio” cubano— sin haber hecho nada para molestar a la “computadora”.
Para el día 10 de diciembre, aniversario de la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un grupo de “regulados” pretendía manifestarse en la Terminal 3 del aeropuerto José Martí. Pero este año, los “reguladores” creyeron más efectivo apostar en la puerta de cada casa disidente a uno de los suyos —“Santa y Andrés”, el reality show. Según informes no oficiales, hay cerca de dos centenas de “regulados” a los cuales se les impide salir de Cuba. De esa manera, lo que hubiera sido una protesta pacífica, reclamar un derecho humano natural, el de viajar libremente, entrar y salir del propio país sin permiso, ha sido una demostración de fuerza desmedida por parte del régimen: celda por casa.
Hay un peligroso regreso a los tiempos en los cuales el disenso era castigado sin misericordia. Eso habla muy claro y alto de una sociedad disgustada, sin motivaciones y la ausencia de un liderazgo seguro, convincente, a lo cual fue moldeado, más para mal que para bien, pero moldeado al fin, el pueblo cubano por un líder carismático durante décadas. Sobra decir, además, que tales contenciones a la sociedad civil son una torpeza en momentos que la Unión Europea está a punto de rescindir el diálogo político con el régimen.
Pero poniéndonos en sus zapatos, como aquellos “reguladores” del Viejo Oeste, necesitan poner “orden” en un territorio donde hace rato impera el desgobierno, el desorden y la apatía. Poniéndonos en sus botas militares, podemos imaginar que cada “regulado” al que se dejan salir y regresa, viene con ideas nuevas, frescas, ha vivido el arcoíris y también los grises del mundo. El mensaje es él: otro mundo es posible, mírenme a mí, no soy ni peor ni mejor, sigo siendo el mismo y a la vez diferente. Pero para los reguladores insulares, los “regulados” son como aquellos “fuera de ley” —outlaws— quienes, desencantados con el Ejército Confederado y la reconstrucción prometida por el Norte, alquilaban sus armas al mejor postor.
Tal vez hacen muy mal en regular lo que no es regulable, la libertad humana de viajar, conocer, decidir. Pero esa es y será su naturaleza. Esperar otra ac(p)titud es perder el tiempo. Como en la fábula del escorpión y la rana: el alacrán no puede evitar aguijonear a su víctima, aunque al final ambos mueran cruzando el rio. La actualización caribeña de la fábula de Esopo ha sido enunciada en términos numantinos: sería preferible mil veces hundir la Isla en el mar —con todos los “regulados” y los “sin regular”— antes de entregársela a los “enemigos”.
Parafraseando a los sabios:
Nadie puede pensar y golpear
a alguien al mismo tiempo.
Susan Sontag