La realidad cubana, en su forma más cruda, es la tragedia de la ilusión perdida. El 1º de enero de 1959. El día en que el ciudadano se creyó dueño de su destino y terminó encerrado, preso de sus demonios y de los demonios ajenos.
La revolución como un dios arbitrario. Un proceso que alentó las esperanzas y los temores de los pobres y la clase media baja; que les dio seguridad para combatir su impotencia y les permitió vengarse de su insignificancia. Que nutrió el sadismo latente en los desposeídos y les brindó la posibilidad de ejercer un pequeño poder ilimitado sobre otros, pero que al mismo tiempo intensificó su masoquismo, al establecer como principio la aniquilación del individuo en el Estado, y vio en ello satisfacción y gozo.
Un sistema que desde sus comienzos hasta hoy —y mañana si llegara a existir— alienta el oportunismo, porque no posee principios. Una patria que solo ofrece a sus hijos la satisfacción emocional que se deriva del embrutecimiento, la envidia, el odio y el delito compartido. Una ideología que alimenta el patriotismo como un sentimiento de superioridad, pero que en cambio practica la entrega total del país al mejor postor.
Un intento despiadado de manipulación masiva, de no darle tiempo a nadie de percatarse que su vida ha sido empobrecida cultural y económicamente.
Un país cuya mayoría de la población actual ―que aún no había nacido dicho 1º de enero― siempre ha vivido bajo el poder de un padre putativo, dominante y despótico, pero también sobreprotector y por momentos generoso en el pasado: el Estado cubano, que por décadas se ejemplificó y concretó en una figura, un hombre, un gobernante. Padre al que se trató no sólo de complacer en ocasiones, sino de obedecer siempre; al menos de aparentar esa obediencia.
Una población dominada por un régimen continuista, pero ahora nada dispuesto a seguir prometiendo esa sobreprotección de un Estado supuestamente capaz de satisfacer las principales necesidades del ciudadano ―aunque esto fuera siempre más una declaración que un hecho― y que lo ha abandonado materialmente, mientras yace atrapado entre la incertidumbre, la desesperanza y el tedio.
Tras la épica engrandecida hasta el cansancio de la lucha insurreccional y los primeros años de confrontación abierta, se abrió paso una obligación repetida, generación tras generación, de servir de puente a un futuro que se definía luminoso. En lo cotidiano fue un destino vulgar, que se caracterizó por el aburrimiento: el trabajo productivo y la guardia nocturna con el fusil sin balas.
Desde el punto de vista psicológico, se descartó primero el derecho a la adolescencia —el afán de la rebelión— y luego se transformó el principio de la realidad que rige la adultez por una simulación infantil.
Ese detener el tiempo transformó a los cubanos en eternos niños. Ahora esos niños ya ancianos están viendo que todo el esfuerzo de una revolución rápida y violenta se está transformando en una contrarrevolución pausada y sin algarabía en lo económico, aunque con igual represión. El capitalismo vuelve a Cuba, en su forma más primitiva y despiadada, sin ninguno de los resguardos que en otros países se han conquistado a lo largo de los años; una mezcla cansada de mercantilismo, capitalismo salvaje y clientelismo.
La lucha por sobrevivir convertida en realidad única. Por un motivo u otro, se acumularon las frustraciones en rebelarse. Hasta donde llegaron las concesiones hechas al sistema es historia personal. Unos fueron heroicos en su fracaso, otros simplemente cobardes o pusilánimes. Se puede argumentar que no fue una culpa personal o ciudadana, pero ha definido el panorama nacional.
Una tras otra, se han ido amontonando las generaciones inacabadas, incompletas en su capacidad de formar un destino.
Los cubanos se han transformado en maestros de la espera. Nos enseñaron a dominar el arte de la paciencia: un futuro mejor, un cambio gradual de las condiciones de vida, un viaje providencial al extranjero. Nos enseñaron también a no arriesgarnos, a no creer en el azar, a resignarnos a la pasividad. Seguimos esperando.