La Habana ficticia del verdadero Superman
POR DARÍO ALEJANDRO ALEMÁN
He aquí una tremenda coincidencia de ficciones en la que, confundido entre el público alegre del Teatro Shanghai, el accidental agente Wormold aplaude el espléndido show a la vez que maquina cómo engañar al servicio secreto británico haciendo pasar dibujos de aspiradoras por planos de sofisticados artefactos en manos de los comunistas. Cerca de él, Michael Corleone fuma un cigarrillo tras otro y parece a punto de romper a llorar porque ha descubierto la traición de su hermano Fredo, quien ahora sonríe y avisa a sus amigos del increíble acto que viene a continuación.
Los reflectores del teatro se apagan y, al ritmo suave de la música exótica, se construye una atmósfera de suspense que combina muy bien con las risas de los espectadores. Un tenue resplandor acaricia el escenario y deja ver a una joven desnuda y atada a un poste. Ella sobreactúa su desesperación en un inútil esfuerzo por imitar los gritos perfectos de Fay Wray. Al otro personaje dejemos que lo presente Guillermo Cabrera Infante: «Después un hombre desnudo, un Negro, negro profundo ahora por las luces, un Otelo aprovechado, un Lotario profesional, Supermán le dicen».
Supermán lleva envuelta una toalla alrededor de su pene erecto, que pronto descubre para desconcierto de los asistentes. Algunos dirán después que los límites de aquella oscura virilidad rondaban unas improbables 18 pulgadas; otros, que 15, y otros, que solo 12. Como sea, el miembro es lo suficientemente largo como para arrancarles exclamaciones de asombro por igual a las señoras y los señores del público. La Habana, donde la moralidad burguesa de mediados de siglo sabe tomarse noches de asueto, es el hogar del hombre con el falo más grande del mundo. Un falo que ahora embiste a la chica desnuda y amarrada para deleite de quienes observan la escena maravillados.
Por supuesto, sin las casuales presencias de los personajes de Graham Greene y de Mario Puzo (y, claro, de Francis Ford Coppola), así pudieron ser todas las noches de Supermán. Puede que no todas, incluso puede que así ninguna, según unos pocos testimonios que quizá creen en la prudencia como sinónimo de veracidad. Pero tanto en el relato de desenfrenada y carnavalesca como en el de esa otra que no habría sobrepasado las fronteras de lo divertido, está Supermán: exitosa bestia sexual en el primero; enjaulada atracción de feria en el segundo. Sobre si era sexo real lo que acontecía sobre el escenario, y si después de consumado el acto el protagonista invitaba a alguna dama del público para que tomara parte en el llamado The Superman Show, o bien si todo aquello no era más que pura simulación, jamás coincidirán quienes todavía pueden hablar de aquello.
Este hombre, iluminado a conciencia por los reflectores del Shanghai para resaltar la extraordinaria longitud de su intimidad, es tal vez un espejo de la ciudad insomne y lujuriosa que lo acoge en los cincuenta. Hacia finales de esa década, Supermán desaparecerá de la realidad junto a La Habana que refleja… y ambos se irán a vivir a las inexactas claridades de la memoria y el misterio.
En la calle Zanja del Barrio Chino, entre Campanario y Manrique, está el Teatro Shanghai. La idea inicial de la comunidad asiática que lo levantó era representar allí escenas de la ópera cantonesa. Con el tiempo, el inmueble pasó a otras manos y la danza suave, las telas y los maquillajes extraordinarios de los actores chinos dieron paso al frenesí de la música caribeña, los desnudos en vivo y la exhibición de películas pornográficas.
El Shanghai es La Meca de La Habana underground; un templo para la lujuria de quienes no se conforman con las carnes que dejan entrever las populares bailarinas de Tropicana y, a la vez, se creen demasiado refinados como para resolver la noche con una prostituta ocasional.
El show más apreciado es el de Supermán. Su espectáculo supera las espectativas del voyerista neófito, ahora desconcertado por la sincronía musical de los movimientos pélvicos sobre el escenario, la iluminación provocativa y la risilla pervertida de los más asiduos. Todas las miradas se concentran en el pene del actor y no en sus ojos siempre cansados, sus ojos de párpados caídos, según quienes han reparado en ellos fuera de las tablas y luego se dignarán a contarlo. Con su somnolencia, su sobrenombre anglosajón y su falo erecto, Supermán es casi un slogan publicitario de La Habana trasnochada. Quizás no el mejor, pero sí el más sincero.
Fuera del Shanghai le llaman Enrique, excepto en los alrededores de su barrio de Los Sitios, cerca de la iglesia de San Judas Tadeo, donde lo conocen por «La Reina». Porque sí, Supermán es homosexual, aunque carece de la delicadeza afeminada de esos efebos intelectuales de la ciudad. Es más Aquiles que Ganimedes. De cuerpo fibroso, alto, con el pedigrí de un semental criollo: «El Toro».
Frank Ragano, abogado de confianza de los importantes mafiosos que pasean por La Habana, dirá que Supermán, además de ojos somnolientos, mostraba una expresión de tristeza. Descubre esto cuando lo tiene delante, listo para penetrar a una prostituta por unos pocos dólares mientras el propio Ragano y uno de sus clientes, Santo Trafficante Jr., filman un video casero que se perderá en el tiempo. Cuentan que en la cinta hay sexo, pero no placer. La mujer sobreactúa y Enrique parece, en efecto, triste o aburrido. Su trabajo le exige ir contra sus deseos.
La felicidad se encuentra lejos de las tablas del Shanghai y de estos espectáculos privados. Pero Supermán debe hacer el mejor esfuerzo y mostrar siempre su «don». El público manda. El show debe continuar.
Además de la historia de Ragano, y de algunas otras anécdotas sueltas1, poco o nada se sabe con certeza de aquel hombre con el pene más grande del mundo. Su origen es un misterio aún más incómodo que el de su desaparición. ¿Quién era Supermán antes de ser Supermán? ¿Quién era Enrique «La Reina»? ¿Qué perversos caminos surcó su miembro superdotado antes de encontrar la fama bajo las luces del Shanghai y la entrepierna de sus coristas? Su vida es un fallido relato in media res, una historia sin inicio ni final, terreno fértil para la especulación.
En las noches del Shanghai, la gracia de Supermán cautiva más de la cuenta a algunos de los espectadores. Le llaman aparte o lo visitan en el camerino, donde el actor se despoja de la pintura brillosa que resalta sus músculos a la luz del teatro, antes de volver como Enrique «La Reina» a los alrededores de la iglesia de San Judas Tadeo. Si es una mujer, debe pagar. Si es un hombre, también; aunque si es un hombre atractivo puede que consiga un espectáculo especial, privado, en la casa de Los Sitios.
El mito de Supermán crece más allá de los antros del Barrio Chino. Ahora pertenece a toda la ciudad. Se comenta que la actriz Ava Gardner («el animal más bello del mundo») solicitó sus servicios y que la vieron después en un hospital de emergencias con hilos de sangre que le bajaban por las piernas. Otros dicen que vieron a Marlon Brando, travieso enamorado de las negruras habaneras, dejar plantadas a dos bailarinas de Tropicana y perderse en la noche de la mano de Enrique. Cuentan también que se les veía muy felices.
Un día de inicios de 1959 el Shanghai cierra sus puertas y La Habana que lo celebraba se va escapando en aviones de la isla o se disfraza para renegar del pasado. Son tiempos nuevos de hombres y mujeres nuevos. Muchos años después, cuando el teatro se pierda en la memoria histórica de la capital y no pase de ser un rumor con más aires de mito que de realidad, habrá en su lugar un parque y una estatua de Confucio. Tras la figura se leerá una frase del filósofo chino, que parecerá lanzar un guiño a través del olvido:
«CADA COSA TIENE SU BELLEZA, AUNQUE NO TODOS PUEDEN VERLA».
De Enrique «La Reina» no se supo más. Ni siquiera Graham Greene, quien lo buscó para trabajar en la versión cinematográfica de Nuestro hombre en La Habana, pudo encontrarlo. Algunos dicen que Supermán se confundió entre el populacho entusiasta de aquellos días de 1959, y que encerró para siempre en sus calzones aquella verga enorme: lo único que podía delatar la identidad secreta del superhéroe nocturno del Shanghai.
Otros cuentan haberlo visto en Miami. Y algún conocido suyo, como Santo Trafficante Jr., jura que se fue a México y que allí murió a manos de un amante celoso.
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