Si en todo país la política exterior de un gobierno es una prolongación de su política nacional, con Trump el axioma se convierte en crisis. No es que otros mandatarios no hayan transitado por igual vía con anterioridad, sino que el desparpajo con que se utiliza ahora es tan errático como peligroso.
Antes que el presidente Donald Trump, otros en su cargo utilizaron el pretexto de un ataque a una nación enemiga para desviar la atención sobre problemas domésticos, incluso escándalos que amenazaban su mandato.
De esto último, el ejemplo más notable es del expresidente Bill Clinton con sus bombardeos a Irak en 1998, dos días antes de iniciarse el proceso de impeachment en su contra, como en su momento denunciaron los legisladores republicanos.
Los bombardeos ordenados entonces por Clinton no impidieron su juicio político, por el cual no fue condenado —al igual que ahora es lo más probable que vuelva a ocurrir con Trump—, pero hicieron más vulnerable a la democracia estadounidense; más allá de dar la razón al argumento de una película que anticipó los hechos: Wag the Dog (1997), que con su referencia a un anterior bombardeo de la fábrica farmacéutica de Al-Shifa en Sudán encontró en estos su justificación mayor.
En la actualidad, la mayor vulnerabilidad a la democracia estadounidense ocurre de dos formas complementarias.
Una es que tras el asesinato —lo siento, pero asesinato es la forma correcta de catalogar el hecho— del general Qassem Soleimani, la vida de cualquier estadounidense que viva o aborde un avión en cualquier lugar del mundo, incluso en suelo nacional, es menos segura en estos momentos.
Por supuesto que ningún partidario de la vida en democracia lamenta el fin de un terrorista asesino como el general Soleimani, al igual que saludaría la desaparición en el poder de una monarquía sangrienta como la que rige en Arabia Saudita —con la que Trump simpatiza tanto—, beneficiada con la jugada.
También un partidario de la democracia vería con entusiasmo la salida del gobierno de Israel del imputado por corrupción Benjamín Netanyahu —según las acusaciones en su contra del fiscal general de su país— y no se trata de establecer comparaciones fuera de lugar: Netanyahu no es un terrorista como Soleimani ni se puede colocar al lado de los ayatolas; simplemente que el primer ministro en funciones socava la democracia en Israel, es hora de que se marche y la situación tras la muerte de Soleimani podría beneficiar su afán de aferrarse al poder.
Tampoco se trata de retar importancia —todo lo contrario, saludar con entusiasmo— a la decisión del presidente Trump de no dar un paso más allá en la escalada bélica con Irán y abstenerse a responder al ataque con misiles a dos bases estadounidenses en Iraq; ataque por lo demás anunciado en el mejor estilo del cómico español Gila —“Aló, es el enemigo. Hoy nos toca bombardear a nosotros”—, y que estuvo destinado a “salvar la cara” ante sus fanáticos, dentro de su país y en el exterior, más que a brindar una respuesta bélica.
Pero hay pocos motivos para el sosiego. Irán conoce que lleva las de perder en una guerra frontal con EEUU. Sabe que en el terreno de una guerra asimétrica es donde tiene mayor capacidad de actuar. Ello junto con el hecho —y es lo más importante— de que cuenta con gran número de seguidores o partidarios ideológicos capaces de hacer daño con actos más o menos independientes de su mando central.
Pero la segunda forma en que la actuación de Trump vulnera a la democracia estadounidense es con el asociar los llamados a la legalidad y la cordura con un sentimiento favorable al régimen de Irán.
Esa asociación propia del fanatismo, apoyada e impulsada por el propio presidente, está en marcha: tratar de igualar las críticas al mandatario con el anti americanismo y considerar traidor a todo aquel que no comparta los criterios de la Casa Blanca. Considerar a Trump no como representante o servidor, sino como sinónimo de EEEUU, la nación, la patria o el Estado es más que un disparate: es un peligro nacional.