Cualquier persona honesta que haya visto la abrumadora montaña de pruebas presentadas esta semana en el juicio político a Donald Trump solo puede llegar a una conclusión: el presidente es culpable, y debe ser destituido.
Digo personas “honestas” porque las hipócritas seguirán aplaudiendo la farsa montada por los republicanos en el Senado, que con total desfachatez han admitido estar confabulados con Trump para orquestar su absolución exprés. ¿Serán capaces de continuar la estafa hasta el final, bloqueando todos los testigos y pruebas documentales? ¿Burlándose de la Constitución y del pueblo estadounidense?
Todo indica que sí, a juzgar por las perversas reglas de orden que establecieron al comienzo del juicio del "impeachment", con las que incluso se atribuyen la potestad de desestimar los cargos sin tener que dar explicaciones. A modo de “botón rojo” que puedan pulsar los senadores cuando el fuego de la verdad les queme más de lo que ya les abrasa. Es su única vía de escape ante la falta de pruebas y testigos para defender el abuso de poder de Trump.
Ni un solo testigo tiene Trump que lo exonere de haber coaccionado al presidente de Ucrania para que “le hiciera el favor” de anunciar una falsa investigación contra Joe Biden, como condición para enviarle ayuda militar y recibirlo en la Casa Blanca. Ni con un solo testigo cuenta que lo exonere del segundo cargo que se le imputa: obstruir la pesquisa del Congreso sobre su corrupción.
Por el contrario, una docena de testigos lo han inculpado en la investigación del "impeachment", a pesar de que Trump trató de vetarlos por ser sus propios empleados. Y otros más están ahora dispuestos a testificar si el Senado no les bloquea, como por ejemplo el ex asesor de Seguridad Nacional, John Bolton, al que Trump ya ha dicho que se lo impedirá “porque sabe mucho… sabe cómo pienso”.
No es extraño que Trump tenga pánico a Bolton, alguien que mientras trabajaba en la Casa Blanca calificó la trama de Ucrania como un “negocio de drogas” en el que no quiso participar. Lo que es asombroso es que Trump admita que no quiere que testifique porque “sabe mucho”.
Es una de las tantas declaraciones autoincriminatoria de un presidente incapaz de controlar su incontinencia verbal. Lo cual ha demostrado por partida doble en Davos, Suiza, esta semana, confesando que piensa seguir obstruyendo la justicia: “Tengo todo el material [los documentos], y los demócratas no lo tienen”. Cierto, porque él se niega a entregarlo (a diferencia de lo que incluso hizo el propio Richard Nixon).
Todo el mundo sabe que los inocentes siempre quieren testigos y pruebas en su juicio que les puedan exonerar; pero los culpables bloquean a los testigos y esconden los documentos incriminatorios.
¿No es obvio a estas alturas en qué bando juega Trump? Claro que lo es. Pero querer o no querer verlo es cuestión de honestidad.
Cómo no ver si uno es honesto que frente a la irrefutable y extensa evidencia de culpabilidad expuesta por Adam Schiff y su equipo demócrata, los abogados de Trump hicieron esta semana una ridícula y deshonesta “presentación de argumentos” en la que no pudieron presentar ¡ningún argumento!
Los letrados televisivos del presidente se tuvieron que conformar con quejarse del proceso, sin intentar disputar las pruebas y, para colmo, legitimando el abuso de poder de Trump. Escenificaron un show de mentiras para satisfacer el ego de su cliente, y para el consumo de la audiencia cautiva de Fox News.
Eso sí, lo hicieron sabiendo que cuentan con la póliza de seguro del senador Mitch McConnell, dispuesto a destruir el prestigio del Senado de Estados Unidos para encubrir a un presidente corrupto.
La burla de la decencia y del decoro ha llevado a los defensores de Trump, tanto abogados como sus cómplices republicanos, a ni siquiera disputar la conducta delictiva del presidente. Según ellos, el que Trump haya abusado de su poder “no” es razón para destituirle.
Tal argumento es un burdo atentado contra la propia Constitución, de acuerdo a todos los juristas expertos. Y de acuerdo al propio Alexander Hamilton, que en el documento “Federalist 65” definió “high crimes and misdemeanors” (delitos graves y fechorías) como “el tipo de ofensas que proceden de la mala conducta de los hombres públicos o, en otras palabras, del abuso y violación de la confianza pública”.
Ignoran tanto la definición de Hamilton como otros contundentes textos legales que justifican el abuso de poder como causa de destitución porque el objetivo es otro: expandir los poderes de Trump. Da pánico, pero ése es el fin último de la farsa republicana.
Si Trump sale absuelto no será por inocencia, sino por la conspiración de sus encubridores partidistas. Una desgracia nacional. Esa falsa inocencia iría acompañada de una expansión de poderes que incluiría el más temible de todos: sacar a subasta international la democracia de Estados Unidos, invitando a otros países a interferir en las elecciones. Devaluando los votos de los ciudadanos.
Y si Trump logra anular el último poder que la Constitución otorga para castigar la mala conducta presidencial, entonces adquiere poderes absolutos sin rendir cuentas a nadie, como un monarca medieval.