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General: OSCAR WILDE: DORIAN GRAY AYER Y HOY
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De: administrador2  (Mensagem original) Enviado: 29/02/2020 16:10
RETRATO DEL SEDUCTOR SIN EDAD 
Por Salomé Guadalupe Ingelmo
El retrato de Dorian Gray dio el golpe de gracia a la brillante carrera literaria de un hombre que se había mostrado extremadamente crítico con su sociedad. Esta obra ofreció la excusa perfecta para cuestionar la honorabilidad de un individuo cuya moral, a todas luces, no coincidía con la mayoritariamente aceptada. Así lo ponía de manifiesto su «escandalosa» vida afectiva y sexual, aireada públicamente por aquel entonces debido al desafortunado juicio por infamias contra Lord John Sholto Douglas, Marqués de Queensberry, que al final se volvería contra el propio autor. Pero, sobre todo, la novela ofrecía un pretexto sólido con el que deshacerse de un elemento demasiado incómodo para los estamentos de poder, acostumbrados a reinar sobre una masa dócil y poco habituada a discrepar o tan solo a pensar por sí misma.
 
ANTECEDENTES
El 20 de junio de 1890 veía la luz, publicada por entregas en el Lippincott’s Monthly Magazine, que ofrecía a sus lectores novelas cortas, El retrato de Dorian Gray. Desde ese momento la obra emprendió una carrera fulgurante que propició posteriores modificaciones y la incorporación de nuevos capítulos por parte de su autor, Oscar Wilde. La novela, ya modificada y ampliada, fue objeto de varias reediciones sucesivas a intervalos bastante reducidos de tiempo, de unos dos o tres años de media. Tal fue su éxito que incluso circularon ediciones piratas abreviadas. La fascinación que esta obra del terror gótico ejerce sobre el público, a pesar de la distancia que separa al lector contemporáneo del trasfondo histórico-social en el que fue escrita, se ha conservado intacta hasta nuestros días, y ha justificado también las diversas versiones cinematográficas que de ella se han realizado. De hecho la primera adaptación al cine mudo llega en tempranas fechas, ya en 1910, de la mano del director danés Axel Strøm.
 
El retrato de Dorian Gray emprende entonces un periplo por el ámbito del cine muy similar al realizado en el ámbito editorial: en los años 1913, 1915, 1916, 1917 y 1918 van surgiendo las adaptaciones dirigidas por los directores Phillips Smal (norteamericano), Vsevolod Meyerhold y Mikhail Doronin (rusos), Fred Durrant (inglés), Richard Oswald (austriaco) y Alfréd Deésy (húngaro), respectivamente. En 1945 Albert Lewis rueda, en blanco y negro, la que quizá se haya convertido en la adaptación más recordada de la novela. Para mí, la que aún hoy sigue siendo la más atractiva: la versión más sugerente y evocadora, la que mejor logra reproducir el inquietante misterio de la novela. Desde entonces hasta 2007 se rodaron, con mayor o menor fortuna, diez adaptaciones más, algunas de las cuales en concreto para la televisión. Ninguna digna de especial mención hasta 2009, cuando ve la luz la sofisticada y quizá en exceso artificiosa adaptación de Oliver Parker, hasta el momento última incursión de la novela en el cine. Aunque notable, diría, menos sugerente que la versión de 1945, al abundar en el decadentismo de la obra original y optar por un lenguaje visual menos sutil y demasiado explícito, centrado casi por completo en las connotaciones sexuales de la novela.
 
Indiscutiblemente, El retrato de Dorian Gray ha ejercido una fascinación tan poderosa sobre la psique de los lectores que se ha demostrado capaz de burlar, como su propio protagonista, el desgaste que normalmente impone el paso del tiempo.
 
DORIAN GRAY Y LA CRÍTICA
Fascinación es precisamente la palabra exacta, la que mejor describe el embrujo de esta novela. Una fascinación que apela a una inclinación morbosa; que reproduce la propia seducción insana de la que su protagonista es objeto, la que le conduce a su degradación moral. Como si la amoralidad de su protagonista actuase a modo de perverso imán sobre el público. Sin duda la obra fascina en buena medida porque estimula las bajas pasiones. Poniendo de manifiesto, incómodamente, en una sociedad extremadamente mojigata, caracterizada precisamente por la represión de los instintos, la existencia de las mismas. Ello explicaría, ya de por sí, las despiadadas críticas que en efecto acompañaron al éxito de ventas en que se convirtió El retrato de Dorian Gray. Pero probablemente la sociedad, o sus adalides y guardianes de la buena conducta, acusaron además el duro golpe que la implícita acusación de fariseísmo, presente en la novela, suponía: la crítica más o menos encubierta a la doble moral vigente que resultaba, en el fondo, no menos escandalosa que las alusiones sexuales; pues atentaba directamente contra los pilares de una sociedad profundamente hipócrita, asentada en el disimulo y las apariencias. Nada descubría Wilde que sus contemporáneos no supiesen; su verdadero pecado, el realmente imperdonable, consistía en haber tenido el mal gusto de manifestar públicamente lo que era un secreto a voces. En haber roto ese tácito pacto de silencio al que todos en su tiempo se veían sometidos.
 
Cierto es que, como en cualquier sociedad que promueva la represión, los temas de índole sexual considerados escabrosos a los que parecía hacer alusión la novela atrajeron la atención hasta el punto de convertirse en objeto de interrogatorio durante el juicio por difamación que Wilde promueve en 1895 contra el Marqués de Queensberry, y que al final, a raíz del riguroso interrogatorio al demandante sobre su conducta presuntamente inmoral y de la torpeza del propio Wilde al defenderse de la acusación de sodomía argumentando la «amoralidad del arte», habría de costarle un nuevo proceso, en este caso como acusado, y la cárcel. Durante la causa que supuso su perdición, por lo que respecta en concreto a El retrato de Dorian Gray, se hace patente que la sociedad que juzga al autor es incapaz de diferenciar el mérito artístico de una obra de su presunta orientación moral o, aún peor, de la presunta moralidad de su autor: incapaz de juzgar ambos aspectos de forma independiente. Y es aquí donde entra en juego lo que el propio Wilde denomina «crítica pseudoética» («pseudo-ethical criticism»).
 
Lo mismo advertimos también en casi todas las duras críticas que los contemporáneos dirigieron contra el texto. Quizá una de las más recordadas, por especialmente virulenta, fue la que le dedicó el Daily Chronicle, que tachaba la novela de frívola, cínica y vulgar. Ciertamente a esa crítica le debemos expresiones y apelativos memorables, pues definía la obra como una consecuencia de la «literatura leprosa de los decadentes franceses». Considerándola, además, un libro «venenoso, cuya atmósfera está cargada de los olores mefíticos de putrefacción moral y espiritual.
 
En realidad, como el propio Wilde sugería en una de sus cartas, una descripción tan truculenta no podía sino lanzar en brazos de su novela a la retorcida sociedad victoriana. Y sin embargo ello no obsta para que, desde el poder establecido y mediante sus órganos de comunicación —a veces, de propaganda—, se estuviese intentando desacreditar al autor, minar su reputación y lograr su desgracia: su aniquilación tanto profesional como personal. Esa campaña de descrédito consiguió su objetivo. Y lo hizo de forma tan incontestable que, tras pasar dos años en la cárcel, Wilde emigró a Francia y murió allí a la edad de 46 años, en la ruina económica, física y moral. Porque todo lo que transgrede las normas, o se sale de los cánones establecidos y los pone en tela de juicio, ha de ser destruido.
 
Y como si, no considerándolo suficiente castigo, sobre él se hubiese querido aplicar una suerte de particular damnatio memoriae, se le siguió juzgando y condenando incluso después de muerto; prolongando su pena al ostracismo y el rechazo mediante esa acusación, llegada hasta nuestros días, de haber fallecido a resultas de una meningitis provocada por la sífilis, lo que equivalía a decir víctima de su propia depravación. Lo cierto es que nunca han llegado a encontrarse pruebas fehacientes de que el autor padeciese dicha enfermedad venérea, y mucho menos de que le fuese diagnosticada o tratada en su época. Sin embargo todo el mundo aceptó la versión «oficial» porque parecía encajar bien con el personaje, o al menos con la imagen perversa que de él se había difundido: la de promiscuo y libertino. Sin embargo hoy en día casi todos los especialistas coinciden en que la muerte de Wilde fue causada por una enfermedad crónica de oído que empeoró durante su estancia en la cárcel: la supuración del oído medio provocó una infección que probablemente se extendió al cerebro, de tal forma que Wilde murió de una meningoencefalitis causada por una otitis crónica media largo tiempo arrastrada. El colesteatoma que el escritor seguramente sufría puede ser un defecto congénito —lo que no es descartable en su caso, dado que uno de los hijos de Wilde, apenas ocho semanas después de la muerte de éste, tuvo que ser operado del oído por sufrir una infección de mastoides—, pero normalmente aparece más a resultas de una infección crónica. La enfermedad se caracteriza por causar una alteración destructiva de la membrana mucosa del oído medio, lo que puede derivar en supuración, sordera, vértigo, parálisis facial, meningitis o un absceso cerebral. Su  única  cura  es  quirúrgica,  y  si bien  sabemos  que  el  médico  de  Wilde —que en efecto habla de la supuración del oído de su paciente— intentó operarle en la habitación de hotel en la que el escritor pasó sus últimas semanas, fue ya demasiado tarde.
 
La campaña de demonización que se había puesto en marcha a raíz de la publicación de El diario de Dorian Gray, caló lo suficientemente hondo como para que algún ciudadano anónimo decidiese escribir una carta al The Star acusando a Wilde de «depravación pagana» más de un mes antes de que fuese declarado culpable en los tribunales. Es decir que determinados estamentos, con sus reiterados comentarios, habían logrado crear una suerte de alarma social. Algo que de hecho denunció el escritor Robert Buchanan en una carta abierta del 23 de abril de 1985 al mismo The Star.
 
La verdadera cuestión es ¿por qué tanta virulencia? ¿Por qué a menudo las críticas dirigidas contra El retrato de Dorian Gray, lejos de centrarse en la obra como fenómeno literario, cayeron en el insulto y la afrenta personal hacia su autor.
 
EL RETRATO DE DORIAN GRAY: ¿LA OBRA DE UN REVOLUCIONARIO?
Sin duda las tendencias sexuales de Wilde, en una sociedad poco tolerante como la suya, acabaron pasándole factura. No obstante personalmente sostengo que lo que realmente generó más inquina, lo que escoció a las autoridades y estamentos de poder e hizo que sus portavoces y pregoneros, el mecanismo de presión social encarnado por el cuarto poder, actuasen contra él con especial ferocidad, fue la desfachatez que el escritor exhibió al pretender sustraerse a la censura de la que el sistema acostumbraba a hacer objeto a las obras de arte y sus autores. Frente a ello, la posible homosexualidad e incluso la depravación en sí del protagonista de El retrato de Dorian Gray, así como la condición sexual de su autor, pasa a un segundo plano y se convierte en una mera excusa: en realidad no supone una tal amenaza para el equilibrio del orden establecido como la pertinaz rebeldía e insubordinación de Wilde. Una insubordinación que, para no sentar precedente constituyendo un nefasto ejemplo para otros, había de ser duramente castigada, extirpada de raíz.
 
Porque el Estado, cualquier Estado, difícilmente se muestra dispuesto a permitir que nadie, por muy brillante que sea, siembre la rebelión o tan siquiera la duda: que propicie el libre pensamiento y proponga el análisis crítico de las normas tradicional y arbitrariamente impuestas antes de decidir si acatarlas o no. Y ése constituyó, precisamente, el mayor pecado, el más peligroso, de Wilde. En el juicio con el que comenzaron todas sus desgracias, cuando Carson le pregunta si cree que su famosa frase «Quien dice la verdad, tarde o temprano será descubierto» se puede considerar un buen axioma educativo para los jóvenes, el escritor responde: «Cualquier cosa que induzca a pensar a cualquier persona de cualquier edad, es buena para ella». Wilde, obviamente, no estaba dispuesto a renunciar al pensamiento. Y tampoco se resignaba a dejar de ejercer una labor didáctica sobre el lector con el propósito de construir una sociedad más madura y crítica. Así, Wilde pasa a encarnar la naturaleza más incómoda del arte: su espíritu perturbador y rebelde… No podía salir ileso.
 
Paradójicamente, en respuesta a esa muestra de altruismo y de responsabilidad social, diversos medios, entre los cuales se encuentra el Daily Telegraph, enturbian su reputación poniendo en duda su integridad y acusándole de vanidad, egoísmo y artificialidad, como si su cruzada tuviese por único fin el lucirse personalmente para ostentar su talento e ingenio. De tal forma que la credibilidad de su figura queda minada y su inconformismo, vaciado de su valioso contenido mediante argumentos torticeros sobre los que no se aportan pruebas, bajo sospecha. La estrategia está muy clara: difama, que algo queda.
 
Dejando al margen los ataques personales, lo que dichos medios plantean como argumento esencial de su crítica literaria es que existe un arte sano, el que se atiene a los dictados de la moral vigente, y otro que, por poner en duda dicha moral, no lo es. Y que éste último, por tanto, ha de ser reprimido o sencillamente suprimido. Unos supuestos muy similares a los que aplicaron los nazis y que les llevaron a acuñar el término «Arte degenerado» para referirse a determinadas obras que, bien por su mensaje implícito o por sus cánones estéticos, se tachaban de «degeneradas» y «decadentes». Amparándose en la salvaguarda de la moral —de «su» moral—, que se confundía voluntariamente con el valor artístico, el régimen decomisó y vendió en el extranjero, o incluso destruyó, miles de obras de arte, algunas de las cuales firmadas por los pintores más reputados hoy en día.
 
El arte, en efecto, tiene o puede tener implicaciones morales y, desde luego, criterios éticos —que personalmente yo despojaría de preceptos impuestos y ajenos al propio artista, y que restringiría mucho; probablemente hasta dejarlos reducidos a una única exigencia: la de ser fiel a uno mismo y, por tanto, honesto con el público—. No obstante eso no quiere decir que la moral del artista, algo tan íntimo y personal, haya de coincidir con la predominante en la sociedad en la que éste desarrolla su labor. Ni que la moralidad del mismo haya de ser del gusto de sus coetáneos, ni reciba la aprobación de éstos. Mucho menos, que el arte que el creador desarrolla haya de servir para realizar proselitismo. La moral cambia con las culturas, las épocas e incluso de individuo a individuo. Y es lícito y justo que así sea, y que ese irrefutable hecho sea respetado.
 
Sin embargo Wilde no gozó de ese beneficio; como veremos más adelante, la sociedad victoriana no se mostraba propensa a la tolerancia. Ni siquiera a la compasión que en otras ocasiones, hipócritamente, tanto predicaba. Así pues, Wilde fue retratado, sin reparo alguno, como un ser depravado y, lo que es peor, corruptor: alguien dispuesto a destruir las buenas costumbres e intencionado a hacer perder la recta vía a sus lectores.
 
La ruina de Wilde, como pretendían sus verdugos, dejaba una enseñanza clara: el artista ha de cuidar mucho de que su obra no viole los límites impuestos por su sociedad o no contravenga las normas morales escogidas por ésta, cuenten con su beneplácito o no. «La moralidad moderna consiste en aceptar las normas de la propia época. Pero yo considero que, para un hombre culto, aceptar las normas de su época es la peor inmoralidad, declaraba Wilde precisamente en El retrato de Dorian Gray.
 
Se aniquila el cometido crítico del arte y se lo convierte en una suerte de púlpito para el orden establecido o en un trabajo hagiográfico. Lo que se pretende es, en definitiva, que el propio artista, por convicción o temor, se autocensure. Y Wilde no parecía particularmente dispuesto a hacerlo. Una frase del escritor —de la carta del 16 de agosto de 1890 al Scots Observer— lo resume magistralmente: «El crítico tiene que educar al público; el artista tiene que educar al crítico». Porque en ese perverso proceso, en efecto, adquiere un papel fundamental la crítica profesional. Al respecto considero pertinente citar unos párrafos de una carta dirigida por Wilde, en defensa de El retrato de Dorian Gray, al editor del St. James’s Gazette:
 
«Lo que tiene importancia es que el director de un diario como el suyo parezca sostener la monstruosa teoría de que el Gobierno de un país debe ejercer una censura sobre la literatura imaginativa. Es una teoría contra la cual yo y todos los escritores debemos protestar con energía, y todo crítico que admita que semejante teoría es razonable demuestra en el acto que es completamente incapaz de comprender lo que es la literatura y cuáles son los derechos que ésta posee. Un Gobierno podría, de igual modo, intentar enseñar pintura a los pintores, modelado a los escultores, la manera de tratar y escoger un tema al artista literario y ningún escritor, por eminente u oscuro que sea, podría conceder su aprobación a una teoría que degradaría la literatura mucho más que pudiera hacerlo un libro didáctico o alguno de los que se tachan de inmorales»
 
Wilde se refugiaba a veces tras una máscara de cinismo e indiferencia que podía llegar a resultar harto altiva y provocadora. Pero lo cierto es que si no le hubiesen afectado mínimamente todas las críticas que sobre El retrato de Dorian Gray se vertieron, difícilmente habría empleado parte de su tiempo en escribir respuestas públicas a algunas de ellas. En escribir no poco, en realidad, a juzgar por el material recopilado por el editor Stuart Mason en Oscar Wilde: Art and Morality. A Defence of “The Picture of Dorian Gray” —una colección de las reseñas críticas aparecidas sobre la obra y de las cartas escritas en respuesta por Wilde, que fue publicada por primera vez en Londres en 1908—, así como del incluido en The Complete Letters of Oscar Wilde (ed. Merlin Holland and Rupert Hart-Davis, Londres, Fourth Estate, 2000).
 
Como a cualquiera, en mayor o menor medida, le preocupaba su reputación. Sin embargo no por ello renunció a denunciar en su obra las incongruencias e injusticias de su tiempo. Aunque Wilde, autor mordaz donde los haya, no constituyó un caso aislado. En 1887, tres años antes de la primera edición de El retrato de Dorian Gray, se representaba en los teatros de Londres, con enorme éxito, El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. En esta obra Robert Louis Stevenson denunciaba ya la doble moral de la burguesía victoriana, contra la que arremetería más tarde Wilde en El Retrato de Dorian Gray. Son, ambos, ejemplos de autores críticos con su sociedad; con la estrecha y farisaica visión moral impuesta por la encorsetada mentalidad victoriana. El propio Wilde, paradigma de ingenio, se expresaba con claridad al respecto: «El egoísmo no consiste en vivir como uno quiere, sino en exigir que los otros vivan como queremos nosotros; «La perversidad es un mito inventado por la buena gente para justificar el peculiar atractivo de otros. Wilde, como El retrato de Dorian Gray claramente manifiesta, no estaba dispuesto a aceptar la hipocresía y la superficialidad impuestas por sus coetáneos, resignados a vivir recreándose en la vacuidad: «Los caballeros y los puritanos son interesantes por sus vestimentas, no por sus convicciones.


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Resposta  Mensagem 2 de 3 no assunto 
De: administrador2 Enviado: 29/02/2020 16:19
EL RETRATO DE DORIAN GRAY: CONTEXTO HISTÓRICO Y SOCIAL
En numerosas ocasiones hemos aludido a la hipocresía victoriana que tanto tuvo que ver con la caída en desgracia de Wilde, de modo que pasaremos ahora a realizar algunas reflexiones al respecto.
 
A mi juicio, la doble moral típica del período se evidencia fundamentalmente en la neta escisión entre imagen pública y actividad privada. Al menos, entre la clase acomodada. Es entonces cuando, para conciliar ambos, adquiere una importancia capital el concepto de «discreción». Lo verdaderamente terrible y reprobable no es persistir en conductas que no se someten a las normas morales vigentes, sino hacerlo públicamente; obligando a otros a repudiar comportamientos y prácticas que probablemente ellos mismos mantienen en privado. Así nace la máscara que cualquier caballero o dama está obligado a llevar, y a la que Wilde alude en algunos de sus aforismos y en más de una de sus obras: «Lo que resulta interesante en la gente de la buena sociedad es la máscara que llevan, no la realidad que se oculta tras la máscara; «Una máscara nos dice más que una cara.
 
Recordemos que en la farisaica Londres de Wilde, a pesar del puritanismo oficialmente imperante, los breves relatos eróticos hacen furor. Mientras la prostitución es duramente denostada y las «desventuradas» son consideradas  seres  depravados  que  desempeñan  su  oficio por vicio —cuando lo cierto es que la precaria situación laboral de muchas mujeres dedicadas al hilado o la confección textil hacía que se convirtiesen en prostitutas eventuales para redondear sus pobres salarios—, hay una demanda masiva de los servicios de tales profesionales, que The Times describía como el mayor azote social del momento. Según este diario, el volumen de la prostitución en Londres superaba con creces el de cualquier otra capital europea. Tampoco es de despreciar el dato que nos ofrecen las estadísticas médicas, que informan de que un tercio de las enfermedades que afectaban al ejército en 1864 eran venéreas.
 
Esta doble moral, tan hondamente inculcada en los súbditos de la reina Victoria, dejaría su huella en las creaciones literarias de otros contemporáneos, como el también irlandés Bram Stoker. En Drácula, la que había de convertirse en la más conocida novela del autor y en el libro de terror más vendido de todos los tiempos, se advierte claramente la tensión provocada por esa represión imperante, que contribuyó a que la sexualidad se liberase bajo las formas más singulares: el mordisco del vampiro, que sustituye al beso y, al tiempo, simboliza la penetración; el evidente interés que Stoker cultivó por el personaje histórico de Vlad Tepes, cuyo método de castigo preferido era el empalamiento, tortura con claras connotaciones sexuales…
 
Cabría preguntarse si esta represión acérrima de los apetitos, al actuar sobre una mente seguramente ya enferma, no pudo haber contribuido también a dar forma a la personalidad de Jack el Destripador. Sus asesinatos aterrorizaron y fascinaron a partes iguales a la sociedad victoriana, sometida a esa misma negación de las naturales pulsiones. La gente esperaba nuevas noticias sobre el caso y consumía con voracidad relatos truculentos, a veces inspirados en los hechos reales. El fenómeno se reveló tan complejo que las investigaciones llegaron a verse dificultadas por el considerable número de personas, incluidas mujeres, que enviaban cartas haciéndose pasar por el sádico asesino.
 
La sociedad victoriana impone una marcada división de roles que relega «lo femenino» a la vida privada. Se concibe a la mujer como ama de casa y madre: la encargada de mantener la paz del hogar, de proporcionarle descanso al marido y de criar a sus hijos según las normas morales vigentes. Y es esa imagen de lo femenino la que se exalta. Por tanto, en cierta forma, ella se convierte en el máximo custodio de la moralidad. Sobre todo porque, en la era victoriana, el principal argumento que preocupa a la moral es la sexualidad, tema tabú sobre el que no se puede tratar, pero que obsesiona a la burguesía. Tanto es así que la medicina se obstina en demostrar no solo la inferioridad mental de las mujeres, sino también su inferioridad sexual. Según la ciencia del periodo la mujer carece de apetitos sexuales —que son privilegio únicamente masculino, y por tanto su sexualidad tiene únicamente fines reproductivos.
 
Desde luego a la medicina no se le escapa la existencia del orgasmo femenino, pero éste se justifica como un mero efecto secundario de la secreción de flujos vaginales necesaria para la concepción. Tan desvinculado estaba el placer del cuerpo femenino, únicamente creado para la maternidad, que algunos médicos llegaron a «curar» la masturbación femenina mediante la clitorectomía. Esto explica que, dado que para los victorianos las prostitutas se dedicaban a su oficio por afición y por tanto debían gustar del sexo, se las considerase no solo seres depravados sino también enfermas, mujeres con algún tipo de defecto o patología.
 
Por fortuna, el modelo victoriano de mujer absolutamente desinteresada por el placer sexual salvó a las lesbianas de una persecución a la que sí se vieron sometidos los homosexuales masculinos, como el mismo Wilde. Sencillamente, partiendo de los prejuicios mencionados, a esta sociedad le resultaba imposible creer siquiera en la existencia del lesbianismo.
 
Ciertamente, en el último tercio del siglo se empiezan a advertir cambios en la aplicación de las normas morales por parte de las familias burguesas. Por ejemplo, éstas comienzan a tomar las riendas de su vida sexual conyugal, lo que implica un descenso de los nacimientos a pesar de la oposición médica contra el uso de los anticonceptivos. Caso aparte son los otros dos estamentos de la sociedad victoriana: aristocracia y población obrera. Ni la mujer aristócrata ni la obrera se vieron nunca relegadas del todo a la vida hogareña como la mujer burguesa. Los aristócratas siempre se mantuvieron más permisivos por lo que a cuestiones sexuales respecta, siempre y cuando se actuase discretamente y se protegiese la imagen pública. La tendencia de la aristocracia a mantener formas de vida más disolutas hizo que en ese ámbito social no se le concediese demasiada importancia a la vida familiar —en El Retrato de Dorian Gray, Wilde pone en labios de lord Henry la siguiente frase: «No sé nunca dónde está mi mujer, y mi mujer no sabe nunca lo que hago»—, lo que dejaba mucho tiempo libre a las aristócratas para ocuparse de sus propias necesidades. Por su parte, la clase obrera concedió aún mayor libertad e independencia a la mujer, ya que su entrada en el mercado laboral resultaba fundamental si ellas y sus familias querían subsistir. Las jóvenes que trabajaban junto a los hombres en las grandes ciudades, que permitían un cierto anonimato, no se veían sometidas a tantos prejuicios. Lo que, junto a la relativa independencia que les ofrecía el recibir un sueldo, facilitaba el acercamiento entre los sexos en condiciones más paritarias.
 
EL RETRATO DE DORIAN GRAY: TRASFONDO HUMANO
Como hemos constatado, la novela El retrato de Dorian Gray, igual que cualquier otra obra literaria, no puede ser analizada ni plenamente comprendida sin tener en consideración el escenario —histórico, político, socioeconómico…— en el que se gesta. Pero, al margen de que el texto en efecto entrañase un proyecto crítico, un reproche que Wilde pretendía dirigir contra su comunidad, tampoco resulta posible desvincular una obra literaria de la vida y personalidad de su propio autor, de las experiencias que lo han forjado intelectual, emocional y moralmente, así como de su natural temperamento. Por tanto conviene analizar también El retrato de Dorian Gray a la luz del carácter de Wilde. De, entre otras cosas, su talante lenguaraz y rebelde: de ese gusto suyo por escandalizar a unos coetáneos que probablemente se escandalizaban demasiado fácilmente.
 
Así, para mayor ironía o afrenta a una sociedad que no ve la homosexualidad con buenos ojos, Wilde probablemente se inspira, al menos parcialmente —porque lo cierto es el que protagonista parece heredar mucho del carácter y obsesiones del propio autor—, en su joven amante John Gray para dar vida a Dorian Gray.
 
Sin embargo un acercamiento a la obra que nos ocupa atendiendo a claves más íntimas y reveladoras respecto a la psique del autor, pone de manifiesto una paradoja harto interesante: Wilde en efecto critica la doble moral victoriana y la mojigatería que ésta impone, pero lo hace subrepticiamente, mientras su mensaje «oficial» predominante consiste en censurar las costumbres disipadas y libertinas a las que él mismo era tan aficionado o, quizá mejor dicho, gustaba de exhibir públicamente como su propia máscara. La contradicción resulta evidente, aunque quizá dependa más bien de las diferencias que debieron de existir entre lo que probablemente fuese el verdadero carácter del autor y lo que sus declaraciones públicas hacían imaginar de él.
 
Es innegable que Wilde deja en esta obra la impronta clara de su filosofía vital. Los principios por los que se rige el protagonista, las pasiones por las que se deja arrastrar, son al menos parcialmente las del creador. Tampoco se puede obviar que las referencias a la vanidad, la exaltación desmedida de la juventud y el hedonismo que imperan en la novela evocan claramente al mordaz Wilde y sus ya famosos aforismos. Pero lo cierto es que esa faceta del autor muestra su rostro más provocador, exhibicionista y artificioso, pues parece responder en buena medida al Wilde personaje: a una imagen que el autor pretende crear de sí mismo. Hipótesis que podría verse avalada por un diálogo en Un marido ideal donde se asegura que la naturalidad es una pose muy difícil de mantener. Quizá Wilde se empeñó tanto en dar forma a ese personaje porque en la provocación creía haber encontrado una fórmula para que sus contemporáneos hablasen de él. Y, como es bien sabido, «Solamente hay una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti.
 
Esa búsqueda desaforada del placer que Wilde preconiza en libros y tertulias de salón y que en realidad tiene como fin último intentar aferrar el tiempo, porque el secreto para permanecer joven consiste en una desordenada pasión por el placer, se verá justamente castigada en El Retrato de Dorian Gray con la pérdida del más preciado bien del infractor: la destrucción despiadada de su lozanía y belleza. El eternamente joven y hermoso Dorian terminará convertido en un cadáver irreconocible, ajado y repugnante.
 
Así pues, el desenlace de El retrato de Dorian Gray se diría moralizante, muy al gusto de la sociedad victoriana. Recordemos además que ésta no muestra la mínima compasión hacia los pecadores, a los que se considera culpables de sus desgracias. Los pecadores —e incluso los pobres, pues en esta sociedad también la pobreza es considerada una suerte de pecado— son los únicos responsables de su condición y de cualquier pena que la Providencia les pueda infligir como expiación por su conducta. Luego sentir lástima hacia ellos sería ya signo de flaqueza moral. Por eso, salvo honrosas excepciones que a medida que avance el siglo irán en aumento, la caridad se dirigirá normalmente a casos individuales y el estado intervendrá poco para equilibrar las injusticias sociales.
 
En efecto, en esta novela Wilde hace único responsable de su progresiva corrupción al protagonista. Para su autor, el mal anida en el propio hombre, y no hay que buscarle coartadas o atenuantes externos. Se observará que casi siempre que se analiza El retrato de Dorian Gray, se termina mencionando la influencia que sobre la obra tuvo el Fausto de Goethe (1808-1832); pero lo cierto es que existe una neta diferencia entre ambas: Dorian no actúa bajo el influjo del Demonio, el mal forma parte indisoluble de él mismo y es él quien decide libremente seguir sus peores inclinaciones. De hecho, si bien dice haber sido envenenado por una perniciosa novela protagonizada por un joven parisino esclavo del placer que le presta el corruptor lord Henry, con el que aparentemente Wilde se complace en identificarse, la monstruosidad del personaje empieza a revelarse antes que su morbosa obsesión por tal libro. Dorian rinde culto únicamente a su desmedido orgullo y a su desaforado deseo de placeres; no es un adorador del Demonio sino de sí mismo. Dorian es un impenitente narcisista. Un rasgo que quizá se pudiera poner en relación con la evidente coquetería de Wilde, uno de los padres del dandismo. Ese narcisismo del que Wilde gusta de hacer gala impúdicamente y a todas horas, resulta tan exagerado que parece más un artificio que otra cosa: «Amarse a sí mismo es el comienzo de un idilio que durará toda la vida; «Nunca viajo sin mi diario. Uno siempre debe llevar algo sensacional para leer en el tren… Si de algo pecó Wilde fue, quizá, de desmesura a la hora de crear su propia farsa. Una falta sin duda imperdonable en una sociedad que parecía carecer de sentido del humor.
 
Cabría preguntarse si Wilde decide el desenlace de El retrato de Dorian Gray sencillamente para ganarse al público, mayoritariamente puritano, o si quizá pretendiera dejar testimonio de su propio fin: si no tendría un sentido trágico de su existencia que le hacía presagiar la ruina a la que acabaría arrastrándole su conducta; si tal desenlace no se puede considerar un vaticinio sobre su propia existencia. Probablemente un personaje de sus características diese por sentado que no podría terminar sus días de forma apacible. Sus propios amigos temían por su seguridad y, antes de que fuese juzgado, habían preparado su huida a Francia, oportunidad que él desaprovechó. Con su proceder se exponía demasiado públicamente. Y, como hemos visto, la sociedad puritana de la era victoriana no perdonaba que el «pecado» se hiciese ostensible.
 
Sin duda Wilde intuía que su talento y su rebeldía le estaban granjeando la antipatía de muchos. El autor era plenamente consciente de que destacar del grupo crea siempre problemas. No obstante, no estaba dispuesto a pagar el precio de la mediocridad a cambio de lograr la aceptación de sus coetáneos. Si bien probablemente no calculó del todo la gravedad de las consecuencias que tendrían sus actos y declaraciones públicas, también es cierto que no corrió hacia su perdición irreflexivamente: «Hay un destino adverso ligado a la superioridad corporal o intelectual, el destino adverso que persigue por toda la historia los pasos vacilantes de los reyes. Es mucho mejor no ser diferente de la mayoría. Los feos y los estúpidos son quienes mejor lo pasan en el mundo. Se pueden sentar a sus anchas y ver la función con la boca abierta. Aunque no sepan nada de triunfar, se ahorran al menos los desengaños de la derrota. Viven como todos deberíamos vivir, tranquilos, despreocupados, impasibles. Ni provocan la ruina de otros, ni la reciben de manos ajenas. Tu situación social y tu riqueza, Harry; mi cerebro, el que sea; mi arte, cualquiera que sea su valor; la apostura de Dorian Gray: todos vamos a sufrir por lo que los dioses nos han dado, y a sufrir terriblemente», afirma el pintor Basil en El retrato de Dorian Gray.
 
Wilde sabía que corría un riesgo, y aún así decidió persistir en su actitud sencillamente porque la consideraba justa; consideraba que un individuo, especialmente  un  artista,  había  de  tener  el  derecho —quizá incluso la obligación— de mostrar su discrepancia. «Uno debiera ser siempre un tanto improbable. Porque «la opinión pública sólo existe donde no hay ideas». Pero al tiempo Wilde creía que ese derecho a la crítica había de ejercerse haciendo uso del humor —«El Arte es lo único serio del mundo. Y el artista, el único que no es serio nunca. Quizá porque encontraba en ese humor un mecanismo útil para evitar el enfrentamiento verbal, al que el autor se declaraba poco proclive, o de propiciar que éste resultase menos violento. Probablemente, también, porque Wilde parece identificar la seriedad con el puritanismo vigente y con el adoctrinamiento a él ligado, lo que equivale a identificar la austeridad en el humor con la ausencia de pensamiento: «La estupidez es la llegada a la mayoría de edad de la seriedad». Y, en efecto, su sociedad parece reprimir toda manifestación de espontaneidad, incluido el humor.
 
Quizá el desenlace de El retrato de Dorian Gray manifieste, sencillamente, la preocupación de Wilde por el paso del tiempo; por la inevitable pérdida de la juventud. La obra, en efecto, exalta el placer y la juventud, cuyo desvanecimiento, por mucho que a veces intente ironizar sobre ello, se revela una de las inevitables experiencias vitales que parece suscitar más melancolía en el autor —algo en lo que se identifica totalmente con el torturado Dorian. Ambos ideales, placer y juventud, a los que Wilde aspira, se funden en la inclinación del autor, que terminaría ocasionando su ruina, por preferir la compañía de los muchachos, como si con ello intentase, en vano, escapar del paso del tiempo.
 
Tras la máscara que Wilde usó y de la que abusó en público, se vislumbra un individuo complejo, cargado de inquietudes y contradicciones, si bien mucho más coherente que la sociedad que se atrevió a juzgarlo.
 
Ciertamente, el personaje frívolo que había inventado terminó eclipsando a su creador y pasando a la posteridad en su lugar. Él mismo lo había entendido: «Sólo las cualidades superficiales perduran. La más profunda naturaleza del hombre se descubre en seguida. A fuerza de ocultarse tras su innegable ingenio, el escritor fue poseído por el dandi y Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde terminó siendo fagocitado por Oscar Wilde. Había nacido la leyenda.
 
Ese histrionismo que advertimos en Wilde, que se nutre de un cierto exhibicionismo atribuible no solo a su coquetería sino también a una natural predisposición al espectáculo, quizá se pueda achacar, al menos parcialmente, a su relación con el mundo del teatro. No olvidemos que, además de que sus obras de mayor éxito pertenecen al género dramatúrgico, en su juventud cortejó a Florence Balcombe, actriz que se convertiría en esposa de Bram Stoker.
 
Se diría que Wilde se esfuerza deliberadamente en parecer superficial solo por escandalizar. Así se entienden frases que, como «Dadme lujos y podré prescindir de las necesidades, se demuestran frívolas solo en apariencia, y a menudo esconden en intrincados juegos de palabras una hondura moral que no todos llegan fácilmente a captar. Mucho menos, aquellos acostumbrados a considerar por principio a su autor un narcisista obsesionado simplemente por parecer brillante.
 
Y sin embargo en Wilde se intuye una natural nobleza. En algunas de sus declaraciones se percibe abundancia de sanos principios y bellos sentimientos: «Una buena acción engendra siempre otra»; «La generosidad es la esencia de la amistad»; «La envidia es una de las cosas más terribles y puede estropear el carácter de cualquiera»… Lejos de la superficialidad afectada con la que habría de identificársele, Wilde, a diferencia de sus contemporáneos, parece valorar la verdadera esencia del individuo: «Lo que un hombre tiene realmente es lo que es en su interior».
 
«Ahora he aprendido que la piedad es lo más grande y hermoso del mundo y, por eso, no puedo guardar inquina a los causantes de mi sufrimiento, ni a los que me condenaron, ni a nadie, porque sin ellos no habría llegado a saber todo eso», aseguraba tras su caída en desgracia, una vez abandonada la cárcel enfermo y desprestigiado. Y yo creo realmente en la sinceridad de sus palabras, en las palabras de un hombre tolerante cuyo linchamiento por parte de un mundo que no lo era le llevó a ahondar aún más si cabe en su tolerancia; en la comprensión de la naturaleza humana y en el perdón.
 
Está claro que Wilde consideraba su sociedad hipócrita y egoísta. Definitivamente no la tenía en muy buen concepto, como deja bien claro uno de los diálogos de su obra Una mujer sin importancia:
 
Lady Caroline: Crees bueno a todo el mundo, Jane. Ése es un gran error.
Lady Stutfield: ¿Cree usted realmente, lady Caroline, que deberíamos creer malo a todo el mundo?
Lady Caroline: Creo que es mucho más seguro, lady Stutfield. Eso, naturalmente, hasta llegar a saber que la gente es buena. Pero tal cosa, hoy día, requiere mucha investigación.
 
Wilde, el hombre al que se acusó de depravado, de carecer de principios, lamenta la crisis de valores que observa en su tiempo. «Para ser verdaderamente moderno no debiera uno tener alma», llega a afirmar. El autor centra su denuncia especialmente en un argumento muy concreto: el de la desigualdad social. Es Wilde, como hemos podido comprobar, un individuo contradictorio: a pesar de su empeño en parecer superficial y de su pertenencia a la élite privilegiada, a pesar de su voluntaria afectación, su coquetería y su declarada pasión por las comodidades de una vida ociosa, lejos del clasismo común entre sus pares, se muestra preocupado por los grupos sociales más desprotegidos. La indiferencia que ostentan hacia ellos la mayor parte de sus coetáneos se le antoja inmoral: «A veces se elogia a los pobres por ser austeros. Pero recomendar austeridad a los pobres es grotesco e insultante. Es como aconsejar a un hombre que se muere de hambre que coma menos. Precisamente esa receptividad hacia las necesidades de la clase obrera, y en general de los marginados y los socialmente más vulnerables, le hizo sensible también a la lacra de la prostitución que tanto consumieron los aristócratas de su época: «Si una mujer se arrepiente de verdad, nunca desea regresar al seno de la sociedad que causó su ruina o fue testigo de ella.
 
En El retrato de Dorian Gray, Wilde —como también hiciese antes Robert Louis Stevenson en El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde— aprovecha las correrías nocturnas del protagonista para retratar, o cuanto menos insinuar, el sórdido escenario de los barrios bajos, ése que en efecto los caballeros se aventuraban a visitar únicamente en busca de diversión.
 
En el vasto imperio de la reina Victoria, la opulencia convive con la miseria y la degradación. En los barrios marginales de Londres, como el East End, se hacina una población en aumento por influjo del reclamo de las fábricas, que atraen desde los centros rurales con la promesa de un futuro laboral; pero también, muy especialmente, como consecuencia de la inmigración procedente de Irlanda y del este de Europa, fundamentalmente judíos. Aumentan la violencia y los conflictos sociales al calor del desempleo, la pobreza, el alcoholismo —que, como medio de evasión de la realidad, alcanza cotas insospechadas—, la prostitución, la xenofobia… Los asesinatos perpetrados por Jack el Destripador acapararon la atención y aterrorizaron a la población en parte por su sadismo y en parte por la campaña mediática que se desplegó a su alrededor; pero lo cierto es que las agresiones atribuibles a bandas de delincuentes y los asesinatos de prostitutas —así como los suicidios por pura desesperación— eran hechos cotidianos en los barrios bajos.
 
Lejos de la frivolidad que a veces afectaba y con la que muchos le han etiquetado, Wilde era un hombre comprometido con una visión social adelantada a su época: un verdadero romántico, un idealista —«Un mapa del mundo en el que no esté incluida la utopía, no merece la pena ni mirarlo. Lejos de presunta vanidad y egolatría, Wilde se muestra como un individuo solidario; que no reclama, para los más desafortunados, caridad sino justicia. Wilde, en efecto, creía que era posible la construcción de un mundo mejor. Y que lograrlo pasaba, necesariamente, por alcanzar una mayor justicia social. Por eso, en un mundo progresivamente deshumanizado debido al brutal avance de la revolución industrial y sus consecuencias, el escritor se sintió atraído por el movimiento socialista —cuyos planteamientos, gracias al impulso de Marx, finalmente se organizaban en un cuerpo doctrinal con presencia política—, ocupado en denunciar la explotación desenfrenada de semejantes, incluidos mujeres y niños, con la aprobación, manifiesta o tácita, de quienes se beneficiaban del trabajo de una mano de obra que no contaba con derechos elementales. Esas inquietudes se plasman de forma articulada en el ensayo de Wilde El alma del hombre bajo el socialismo.
 
 

Resposta  Mensagem 3 de 3 no assunto 
De: administrador2 Enviado: 29/02/2020 16:25
CONCLUSIONES
Fue Wilde un espíritu libre al que el corsé de su tiempo le quedaba demasiado estrecho: «Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe, eso es todo. Fue, también, un ser demasiado franco para su época. Por eso el argumento de la divergencia entre la imagen pública y la vida real del individuo aparece frecuentemente en sus aforismos y obras —«La auténtica vida de alguien es muy a menudo la vida que uno no lleva». Por eso sus coetáneos fueron incapaces de perdonarlo. Y él, que los conocía demasiado bien, que se había dedicado a observar y describir sus debilidades y miserias, sabía que sucedería: «Un poco de sinceridad es algo peligroso; demasiada sinceridad, es absolutamente fatal.
 
Si Wilde hubiese sido «discreto» y no hubiese hecho manifestaciones públicas sobre su personal visión de la moral; si no hubiese sido tan crítico, desmarcándose del pensamiento canónico y oficial; si hubiese vivido su sexualidad en privado o hubiese renegado públicamente de ella; si se hubiese limitado a elogiar la grandeza de su sociedad, en lugar de denunciar sus evidentes injusticias e incoherencias…, en definitiva, si hubiese sido más prudente o quizá más hipócrita, como sus contemporáneos exigían, probablemente habría podido gozar de los laureles de la fama, de la aprobación pública, y, quizá, alcanzar una venerable edad rodeado de respeto y comodidades. Pero Wilde, que conocía las reglas del juego, no quiso seguirlas.
 
En último término, la sociedad lo castigó al ostracismo por haberla obligado a mirarse en el espejo de sus propias falacias, donde solo podía ver un espíritu corrompido y decadente que en nada se asemejaba a su lozana fachada: un imperio de apariencias, vano por dentro como una deslumbrante manzana de corazón podrido.



 
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