A raíz de la censura al documental Sueños al Pairo, retirado de la programación de la Muestra Joven de cine, se destapó el dato de que el cantautor Silvio Rodríguez había participado en el mitin de repudio que se perpetró contra el también trovador Mike Porcel en los convulsos días del éxodo del Mariel en 1980.
No fue necesario que la revolución se viniera abajo para que el icono se hiciera pedazos. Bastó con que el necio revelara que no logró indefinirse escabullendo el cuerpo. Ha sido suficiente su confesión de que no pudo percatarse entonces de que lo estaban convidando a tanta mierda.
Para limpiarse de la culpa sin pasar por la (para él) humillante petición de disculpas, se ha limitado a explicar que solo susurró algo frente a la puerta de su víctima. La misma que otros intentaron derribar a patadas.
Cuarenta años después, el artista Luis Manuel Otero Alcántara aguarda en la cárcel un juicio en el que se le puede condenar de dos hasta cinco años de prisión por un supuesto delito de daño a la propiedad y por ultrajar los símbolos patrios. Salvo contadas y honrosas excepciones, los artistas plásticos han guardado un lamentable silencio, a pesar de que saben perfectamente que las imputaciones que le hacen solo son una forma de ocultar la rebeldía del artista frente a los atropellos del poder, sustantivados en el decreto 349. Un viceministro ha tenido el cinismo de aclarar que Luisma, como le decimos sus amigos, no está encausado por el infausto decreto, sino por otras contravenciones.
En muy breve tiempo unos individuos decidirán si el artista tenía derecho a correr con la bandera de su país en una calle o si deberá pagar semejante atrevimiento con la cárcel. Son personas que tienen nombres y apellidos, madres, hijos, amigos. Probablemente hasta tengan creencias religiosas y se verán en el dilema de elegir entre temer más a las consecuencias terrenales que a las divinas. Se preocuparán más por lo que ocurra esta semana o este mes que por lo que pueda depararles un futuro sin fecha previsible.
Esta vez no será necesario el transcurrir de otros cuarenta años para develar el crimen, ni será posible enmascarar con un susurro la sentencia que dicten los verdugos. El volumen de la voz, por bajo que sea, no aminora el peso de la condena, ni la culpa de quien injustamente la imponga.
Tampoco tendrá valor susurrar clemencia a las puertas del poder.