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De: CUBA ETERNA (Mensaje original) |
Enviado: 01/03/2020 14:59 |
José Lezama Lima
Narciso en Upsalón (1929-1933)
ERNESTO HERNÁNDEZ BUSTO
En octubre de 1929, después de cumplir con el trámite de un curso preparatorio, José Lezama Lima comienza a estudiar Derecho en la Universidad de la Habana. La decisión de escoger esa carrera tuvo que ver, como casi todas las resoluciones importantes en la vida de Lezama, con la arrolladora voluntad de su madre, empeñada en que el único hijo varón tuviese un título que no fuera «meramente decorativo».
La abogacía, una de las carreras más comunes en el ambiente intelectual cubano de principios de siglo, había sufrido cierto descrédito intelectual pero seguía contentando a las familias conservadoras, que miraban con nostalgia el antiguo modelo del jurisconsulto erudito, típico de aquella República de «generales y doctores». Ya en 1925 Jorge Mañach se quejaba de que Derecho se había convertido en el destino inevitable de cualquier joven habanero que quisiera hacer carrera. En un país donde la literatura y los periódicos no pagaban para vivir, la única posibilidad de empleo seguro para un intelectual eran los puestos públicos, con su escalera burocrática. De ahí que muchos de los origenistas (Cintio Vitier, Eliseo Diego, Julia Rodríguez Tomeu, Octavio Smith, Agustín Pi, Lorenzo García Vega…) no tuvieran más remedio que matricular Leyes, aunque no todos llegaron a terminar la carrera o se desviaron por otros caminos profesionales.
La madre de Lezama, agobiada por su precaria situación económica [1] (no olvidemos que ese mismo año la familia había tenido que abandonar la casona de Prado 9 para mudarse a los modestos bajos de Trocadero 22, después 162), deseaba ver a su hijo en una profesión práctica, con más mérito social que intelectual. Y su hijo prefirió complacerla. Al principio pensó cursar Derecho al mismo tiempo que Filosofía y Letras, con la que tenía varias asignaturas en común. Pero pronto se decepcionó: aquello no era el gran pórtico al saber que él imaginaba. La mayoría de las clases eran tediosas y simplificadoras. La enseñanza le parecía fundada en una falsa concepción de la auctoritas, cuyo reverso caricaturesco era lo que el poeta llama «el mercado cartaginés»: antes de entrar a clase se vendían en las distintas taquillas los dictados de los profesores o las notas taquigráficas de cursos anteriores.
Violencia, altanería, estupidez… Son palabras que recorren los recuerdos universitarios de Lezama. Un profesor que, en ausencia del bedel que debe abrirle una puerta, la rompe a patadas. Otro que le asegura que «acabo de llegar de París y allí nadie habla de ese Bergson que usted menciona tanto». Según varios testimonios, eran muchos los profesores universitarios que mostraban una soberbia equiparable con su ignorancia. En 1929 se estudiaba, cuenta Lezama, con una copia de Derecho Administrativo que tenía doce o quince años. Curso tras curso, el profesor repetía de memoria la misma lección, y los alumnos que se anticipaban al estudiar las conferencias podían adivinar las frases que pronunciaría el maestro. Gracias a esta ridícula ventriloquia, lo que se enseñaba en aquel recinto, definido en el capítulo IX de Paradiso como una suma de «mercado árabe, plaza tolosana y feria de Bagdad», parecía resistir el paso del tiempo.
Uno de los futuros origenistas, Virgilio Piñera, que cursó Filosofía y Letras a finales de los años 30, sacaba dinero de reproducir en un mimeógrafo las conferencias de sus profesores Manuel Bisbé y Aurelio Boza Masvidal para venderlas a otros estudiantes. En sus memorias también deja claro el poco interés que le despertaba una Universidad centrada en los exámenes y no en conocimientos reales:
«De esa triste cosa que se llama mi carrera universitaria, cosa fofa, maloliente, sucio maridaje de alfabetismo y analfabetismo, sólo queda como único acto de sanidad mental el divertido fraude. Pero un fraude, debo aclarar, que no partía de una postura revolucionaria sino de la misma falsedad que a todos nos dominaba. Era siempre el mismo principio milenario: el fin justifica los medios… Sólo que en este caso particular uno de los medios mostraba su despejada faz frente al sucio desfile de los enmascarados fines.»
Para hacerse una idea de aquel ambiente basta leer la conversación entre Cemí y Fronesis sobre el «vulgacho profesoral» de Upsalón (así se refiere Lezama a la Universidad habanera en su novela, parodiando el nombre de su legendario símil sueco fundada en 1477) o la descripción que hace Cintio Vitier —en De Peña Pobre. Memoria y novela— de las dos facultades que recorrían la mayoría de los intelectuales de esa época:
«Descreída y cínica la de Derecho, con sus clases espesas y aburridas, con sus eternos lectores de El hombre mediocre y El Príncipe y su gama de profesores que iba desde el oscuro semigángster, zombie del afeminado de brillantón en el meñique, hasta el pomposo parlamentario de pacotilla; desde el homúnculo aferrado a la teoría tripartita de León Duguit como a los brazos del sillón de falso académico que hacía caminar por el estrado con sus coléricas convulsiones “imbíbitas”, hasta el sedoso epicúreo de escéptica sonrisa que, como inesperada consecuencia de su famosa formación en Alemania, decía preferir a todos los bailes el “íntimo” de la mujer…; más ingenua y “filomática” la de Filosofía y Letras, aunque de clases no menos aburridas: el minúsculo fragmento gigantoma de Historia de Cuba a las siete de la mañana; gota de agua insípida bajo un microscopio que sólo dejaba ver sucesos incoherentes; el engrudo sociológico de Masa Boba, accionando como un muñeco de ritmo pendular isócrono; el perpetuo mitin “antiyanqui”, enfático, nudoso y hueco del americanizado catalán de Cárdenas, las desesperanzadas clases de literatura, las borrosas de psicología…»
No es difícil reconocer detrás de estos cáusticos retratos las figuras de Orestes Ferrara (que tuvo durante años una cátedra auxiliar de Derecho —en la que apenas enseñaba, pues por esos años ejercía de diplomático), Sánchez de Bustamante y Sirvén, Ramón Infiesta (especialista en Duguit; citado, por cierto, en La historia me absolverá), Ricardo Dolz, Guillermo Portela, Ernesto Dihigo, Roberto Agramonte y Félix Martínez Giralt, muchos de los cuales fueron profesores de Lezama.
Años después, cuando Gastón Baquero le pregunte a Lezama por qué no incluye en Verbum, revista presentada como «Órgano oficial de la Asociación Nacional de Estudiantes de Derecho», algún artículo de Agramonte, que no sólo era el rector de esa Facultad sino también el sostén económico de la publicación, su respuesta será: «Ese señor no colabora aquí porque no tiene nada que ver con nosotros».
Otro estudiante de Derecho en esa época, Víctor Amat Osorio, escribirá en Verbum: «No es verdad nueva la de que entre nosotros el taquígrafo ha sustituido al Profesor. Cada año va siendo mayor el vacío en las aulas universitarias. El estudiante sólo acude a la Universidad a las dos únicas cosas útiles a que puede hacerlo; jugar al dominó en las Asociaciones estudiantiles o comprar Conferencias de clase. Hasta qué punto es irresponsable su actitud es problema que precisa dilucidar. Sobre todo si tenemos presente que ella nace de la irresponsabilidad catedraticia que se ha contentado con repetir cada año los mismos conceptos envejecidos de los cursos anteriores. Ha permanecido el Profesor ajeno a todo lo que acontece en el ámbito mismo de su disciplina. Hemos tenido a veces hasta diez promociones universitarias utilizando el mismo grupo de Conferencias taquigráficas en determinada asignatura. Ha sido la Conferencia vertedero propicio para la hojarasca y el lugar común. Los conceptos responsables han permanecido agazapados entre ambos».
El historiador Rafael Rojas asegura que el programa de estudios del cual se quejaban Lezama y sus amigos no estaba tan mal y habría conseguido, al menos, familiarizarlo con una idea de la «romanidad», de lo romano como matriz civilizatoria, que era central en las Humanidades de la época. Para Rojas, presentar la carrera de Derecho en los años 30 como un mundo en decadencia resulta una exageración. Pero con respecto a la formación de Lezama, Rojas omite el asunto esencial. Lo que hay detrás de esas quejas es una cuestión de principios: los origenistas fueron la primera generación de intelectuales cubanos que no buscó legitimarse a través de la universidad, sino por vía autodidacta, lo que implicó también una escritura y una socialidad diferentes a las de la generación anterior. Es por eso que, citando con cierta guasa una estrofilla de San Juan de la Cruz («Religioso y estudiante, religioso por delante»), Lezama dice en otra entrevista: «Ya yo en aquella época había preferido ser un estudioso y abandonarme, como todo poeta incipiente, a la voluptuosidad de la más variada lectura».
De Upsalón, entonces, iba a salir Narciso, no un académico.
Los disturbios universitarios de los años 30 provocaron varios cierres de la Universidad, y los estudios de Lezama se prolongaron, por tanto, casi nueve años, hasta 1938 (en su expediente académico se informa de la entrega oficial del título en enero de 1939). Eso le permitió completar un camino de lecturas y autoformación que marca un cambio fundamental en la tradición intelectual cubana. Para las generaciones previas, incluso para los llamados Minoristas, la cultura y su prestigio giraban, sobre todo, alrededor de las instituciones y de Universidad, convertida en puente social hacia un buen empleo, la aceptación social o la política. Durante toda la República, se crearon Academias, Ateneos, Institutos de Altos Estudios, y hasta una llamada «Universidad del Aire», programa radial por el que pasaron muchas voces notables de la cultura cubana y varios intelectuales extranjeros de visita en la isla. En el centro de esos esfuerzos estaba el culto a la formación universitaria, piedra de toque de una supuesta reforma nacional. Pero la idea de una Bildung autodidacta, donde la literatura, y, sobre todo, la poesía, ocupara un papel central y legitimador era incompatible con la Universidad cubana. Eso fue lo que llevó a Lezama a emprender su propia paideia y perseverar en una «carrera de revistas», hasta la fundación de Orígenes. En lo sucesivo, aprenderá sólo aquello que le interesa; su cultura será una extensión de su personalidad.
Como estudiante de Derecho, tampoco fue brillante. Su expediente académico así lo demuestra. Salvo en Derecho Romano, Antropología jurídica, Introducción al estudio del Derecho y Teoría General del Estado, donde sacó el máximo, la mayoría de las materias cursadas terminaron con nota de Aprobado/Aprovechado. En el segundo capítulo de Oppiano Licario, Cemí espera que un bedel universitario le entregue la nota de «una concretera conocida con el nombre de Legislación Hipotecaria». Le acaban dando un Sobresaliente que lo alegra, pero también lo sorprende, como «el don de un dios desconocido», que habría premiado su comportamiento con Lucía, la novia que Fronesis deja embarazada antes de irse a París.
A diferencia de Virgilio Piñera, también entre los estudiantes de menos posibilidades económicas que conseguían matrícula gratis declarando su pobreza, pero cuyos premios universitarios lo ayudaron a pagarse la carrera de Filosofía y Letras, Lezama cursó Derecho con más penas que gloria. José Prats Sariol ha insistido en que la escasez de recursos lo forzó a espaciar sus matrículas y a asistir regularmente a la biblioteca, pues tampoco tenía dinero suficiente para comprar los libros de texto. Hay documentación que prueba que el escritor pidió matrícula gratis en su facultad, donde por ese entonces no se pagaba mucho (23 pesos costó, por ejemplo, todo el curso académico 1929-30, incluyendo la matrícula deportiva).
El expediente académico de Lezama incluye otras pruebas de su estrechez, como una carta de aval, firmada por el catedrático José R. Hernández Figueroa, donde se certifica que el joven «carece de recursos suficientes para pagar la matrícula universitaria» o una solicitud del propio alumno al Decano de la Facultad para que lo nombre «consejero universitario» del profesor Fernando Sirgo. Son intentos de ganar algún dinero, al igual que otra petición, esta vez para obtener un certificado que le permita trabajar en el Servicio Exterior, fechada el 17 de septiembre de 1929, antes del cierre de la universidad.
Prats Sariol también hace notar que, según la documentación oficial, en 1940, Lezama, empleado ya en un bufete, matricula siete asignaturas en la Facultad de Filosofía y Letras. La solicitud la firma (el 17 de septiembre de 1940) una joven Eloísa, que siempre quiso a su hermano graduado de algo más cercano a su vocación literaria.
Fina García Marruz recordará que Lezama, como ciertas figuras cubanas de corte decimonónico, había conseguido desde muy joven una cultura humanística que mezclaba la erudición y el tono informal, esas volutas ceremoniosas de «lo literario entremezclado a la existencia». Lo que García Marruz llama «el aroma inconfundible» de la clase media criolla vendría a ser una especie de retórica: incluye «al político tunante que sabe ripostar con una buena frase» o «el gusto por la edificación senatorial pomposa o aireada, un estilo quizás grotesco, borroso o mal copiado, pero en el que a veces podían sentirse las ruinas casi romanas de algo grande». Sin embargo, aunque adopta el discurso informal de la grandeza perdida, el ancien régime origenista intentará construir al margen del Estado cubano, fuera de la función pública, reivindicando «una pobreza digna y no exenta de exquisitez y caballerosidad». En esa «Habana de 1935, henchida de politiquería, con un inútil y rampante subconciente alborotado de pesadilla colectiva», de la que Lezama habla en un ensayo medular sobre su amigo Guy Pérez de Cisneros, el verdadero reto era edificar una obra que «no gritase en las esquinas de la polis» ni tuviese que rendir tributo al «horrible rechinar de los tarjeteros del Bajo Imperio» (erudita metáfora apara aludir a la ingobernabilidad y la crisis definitiva de la Roma clásica).
La pobreza, entonces, se transformó en la condición de una aristocracia del espíritu, cultivada en lecturas de Claudel y Mallarmé, de Julien Benda y Valéry, de Curtius y Maritain. Tampoco se trataba de un proyecto de ascesis, definido desde el principio como búsqueda del «verdadero saber». Lezama simplemente tenía claro lo que no quería y ya había leído a Goethe: «el que sabe hacer una cosa, la hace; el que no sabe, la enseña». En Paradiso, compara la escalinata universitaria con la entrada a un horno, a una transmutación» (retomará esta metáfora alquímica en su Curso Délfico, cuya segunda fase se llama, recordemos, «horno transmutativo»), y de alguna manera la Universidad fue para él justo eso, pero en un sentido vital. Y sexual. Aunque se habla poco del asunto, es por esos años que Lezama empieza a confrontar su condición homosexual en el territorio adolescente del escarceo, esa «indefinición voluptuosa». Narciso se reconoce, explora el Eros cognoscente, se busca en el otro. Al entrar a la Universidad, dice en Paradiso, «se conoce a su amigo, se hace el amor, adquiere su perfil el hastío, la vaciedad.»
ESTA UPSALÓN CRIOLLA, marcada por el ejemplo de reformas universitarias en Argentina y México, había empezado a incubar una generación inconforme, cada vez más politizada, que detestaba el autoritarismo cínico de Gerardo Machado, y se mostraba cada vez más dispuesta a usar cualquier método para derrocarlo.
La represión de Machado y la violencia imperante en el país esos años también estuvieron presentes en la vida de Lezama. Uno de sus profesores del colegio Mimó, el intelectual venezolano Francisco Laguado Jaime, que había llegado a La Habana en 1920 huyendo de la dictadura de su primo, el dictador Juan Vicente Gómez, fue detenido el 14 de marzo de 1929, llevado a la policía judicial, y luego asesinado, se cree, de una manera atroz: atado de pies y manos, sus verdugos lo lanzaron a los tiburones en las cercanías del puerto. En un principio, las autoridades policiales dieron diferentes versiones del hecho pero el cadáver nunca apareció. Tenía apenas 30 años.
Las aulas eran un hervidero antimachadista. Un condiscípulo de Lezama, José Antonio Portuondo, recuerda una clase de Introducción al Estudio del Derecho en la que un profesor, el catedrático y representante a la Cámara Gonzalo Freyre de Andrade, había pedido a sus alumnos que redactaran ensayos sobre un tema libre para leerlos luego en el aula. El propio Portuondo fue el autor de un trabajo que cerró la serie pues sus numerosas alusiones políticas hicieron que el profesor decidiera cortar por lo sano las disertaciones. Lezama, que había preparado su ensayo, se quedó sin poder exponerlo. Convocó entonces a un grupo de condiscípulos en el Patio de los Laureles y luego de una entusiasta lectura en voz alta acabó rompiendo las hojas y lanzando los papeles al viento.
Con esos gestos histriónicos y una deslumbrante capacidad para la conversación, Lezama pronto se convirtió en una figura singular dentro del ambiente universitario. Tenía, dice García Marruz, «esa condición de “centro” que tornaba efectivamente séquito todo lo que estaba en torno». Evitaba, sin embargo, los deportes (aunque eran obligatorios), pretextando su asma, «bandera bajo la cual me podía cobijar». Lo suyo era la retórica. Algunos de sus condiscípulos recuerdan su singular habilidad para la caracterización mordaz: una alumna poco agraciada era el «águila rusa colgada de un perchero» y un político elegante se podía convertir para siempre en «el cochero londinense». Ese espíritu burlón e irreverente acercaba a Lezama a algunos de los líderes políticos estudiantiles de los años 30.
También él, por esa época, está entre los alumnos más politizados, aunque no se suma a la facción comunista. Sus amigos, Luis M. Buch y Manuel Menéndez Massana eran agitadores natos, que habían protestado en 1928 cuando Sánchez de Bustamante, Presidente de la Asamblea Constituyente fabricada por Machado, dio el visto bueno para que éste prorrogara su mandato. Los estudiantes no se lo perdonaron. Los del cuarto año de la carrera de Derecho lo esperaron una tarde, plantados a lo largo de la escalinata de la Facultad, «custodiando» su marcha hasta el aula donde iba a impartir su conferencia. El académico, confundido, saludó a los discípulos por el supuesto homenaje que le rendían. Cuando Sánchez de Bustamante llegó a su silla, todos los estudiantes se marcharon, dejándolo solo. Después se produjo la correspondiente denuncia ante el Decano y el análisis con los organizadores de la protesta. Los estudiantes explicaron sus motivos, y hubo una reunión en el Decanato. El doctor Guillermo Portela, catedrático de Derecho Penal, futuro miembro de la Pentarquía de 1933 y pariente, por cierto, de Lezama [10], salió en defensa de su colega, lo que provocó la ira de los estudiantes. Desde el fondo del Decanato, Luis Buch le gritó: «¡Usted es un descarado!» Estalló la algarabía y el descontrol. El catedrático quiso replicar, pero sus palabras fueron ahogadas por el bullicio. La reunión terminó con los ánimos muy caldeados.
Poco después, Portela envió dos padrinos a su alumno, retándolo a un duelo a muerte, por entender que su honor había sido ultrajado. Buch estuvo de acuerdo, y designó a Justo Carrillo y a Menéndez Massana como sus representantes. Propuso que en lugar del combate a sable, a la vieja usanza, se batieran con pistolas, sin formalidades. Por supuesto, intervinieron los amigos, consejeros y padrinos, y el asunto no acabó en sangre. Años después, Buch se presentó a examen oral de Derecho Penal ante el doctor Portela, y su nota fue reducida sin motivo. En 1938, vencidas todas las asignaturas, se tituló en Derecho Civil.
Según otros testimonios, Lezama también lideró el repudio a un profesor que daba una conferencia en la Asociación de Estudiantes de Derecho: tras la presentación del Rector, su nerviosa voz de barítono se alzó para reprocharle al conferencista que hubiera acogido un baile en su casa el día de la muerte del líder estudiantil Julio Antonio Mella. Esa fue la señal para que todos los alumnos se levantaran y abandonasen el local dejando al profesor con la palabra en la boca.
A pesar de no haberlo conocido nunca en persona, Lezama se había cruzado con Mella en varias ocasiones. La primera, a los catorce años, cuando asistió, oculto tras las columnas de la cigarrería Bock, a una manifestación que, encabezada por el líder estudiantil, bajó por la calle San Lázaro y se encaminó a Palacio para tumbar la estatua de bronce que se había hecho erigir el entonces presidente Rafael Zayas, uno de los más pintorescos protagonistas de la corrupción republicana. Al año siguiente, en 1925, escuchó en la Sociedad de Torcedores el último discurso que pronunció Mella antes de exilarse en México. En aquella conferencia, que formaba parte de los cursos de la Universidad Popular «José Martí», Mella pronunció una frase que a Lezama se le quedó grabada: «Machado no es otra cosa que el primer estúpido de Cuba, como el príncipe de Gales no tiene otro mérito que ser el primer elegante del mundo».
En el capítulo XI de Paradiso Lezama superpone estas dos anécdotas, la manifestación del 24 contra Zayas y la del 30 contra Machado, para montar una secuencia casi cinematográfica en la que confluyen diversos aprendizajes: la política, la amistad, el sexo y el conocimiento. Aunque convertir esas páginas en testimonio de filiación política sería demasiado aventurado, puesto que en Paradiso la política es más bien parte del decorado, no cabe duda que desde el punto de vista biográfico fueron experiencias importantes para Lezama.
Ese Mella de Paradiso es una especie de Apolo habanero, una figura ubicua como los dioses de las batallas míticas, capaces de inspirar pasiones colectivas y suscitar enfrentamientos que Lezama llega a calificar de «homéricos». Buena parte del carisma de Mella, sex symbol de la época, procedía de ese «perfil voluptuoso» que Lezama no deja de admirar. Su aventura con la fotógrafa Tina Modotti, la última en una larga lista de relaciones que escandalizaron a la «buena sociedad» habanera de la época, terminó por costarle la vida pues años después uno de los despechados amantes de la italiana, agente al servicio del GPU soviético, le disparó por la espalda en un oscuro callejón de la ciudad de México. La versión oficial cubana del asesinato, sin embargo, culpa hasta hoy a unos esbirros de Machado. |
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EL 30 DE SEPTIEMBRE DE 1930 Lezama no llegó a almorzar a su casa y el fino olfato de su madre presintió el peligro. Apostada en la ventana junto a Eloísa, se dedicó a vigilar los tranvías que cubrían la ruta Vedado-Muelle de Luz, mientras imaginaba lo peor. «Dos mujeres solas en la ventana», cuenta la hermana «estampa viva de la orfandad, vigilaban pensando que así atraían al hijo perdido».
Un vecino les avisó que cerca de la Universidad había una algarada con motivo de una manifestación de los universitarios que se dirigían al Palacio Presidencial. La madre palideció. Sus peores premoniciones parecían estar a punto de cumplirse. «Estoy segura de que él está allí», dijo. «Irá a parar a la cárcel porque no tiene un padre que lo defienda». Para Eloísa, sin embargo, imaginar a su hermano metido en política era otra razón para admirarlo: «el asma y su devoción por las cuestiones estéticas, me lo remedaban débil, pusilánime», contará luego. (El episodio insinúa el tironeo de toda la adolescencia lezamiana, prisionero entre mujeres, la madre que lo sobreprotege y las hermanas que lo quieren a la altura de un héroe de novela romántica).
Al fin llegó Lezama, con su traje de hilo crudo empapado en sudor, medio ahogado. Era tan obvia su participación en la refriega estudiantil que esa noche la madre no pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente, lo reconoció en una foto panorámica de la protesta que había salido en el periódico. La casa retumbó con las admoniciones maternas, centradas en el tema de la orfandad: «Si José María viviera todo sería distinto, pero en estas condiciones no nos podemos dar esos lujos».
Lezama se vistió en silencio y acudió al velatorio de Trejo mientras su madre era presa de una terrible desazón. La noche anterior, el joven había tenido un fuerte ataque de asma. Ese momento fundamental en que el adolescente entra en la madurez será recreado en Paradiso, cuando José Cemí, después de la manifestación universitaria, se duerme envuelto en los vapores benéficos de sus polvos de asmático. Igual que Cemí, la presencia de Lezama en la manifestación y el velorio de Trejo marca su primera incursión a un territorio donde no llegan el ejemplo paterno ni la asfixiante preocupación materna. Ese dominio autónomo no es otro que la política. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en la novela, donde Rialta hila las cuentas de su rosario de sabiduría familiar para conceder sin violencia el paso a la adultez a través de una exhortación délfica («No rehúses la violencia, pero intenta siempre lo más difícil»), la madre de Lezama hará todo lo posible por recluir a su hijo en la fortaleza familiar y mantenerlo al margen de cualquier militancia.
Las preocupaciones de Rosa Lima no eran infundadas. En septiembre de 1930 Lezama se codea en la Asociación de Estudiantes de Derecho con muchos integrantes de lo que luego se llamará «la generación del 30». En el local de la Asociación, desgarrada por la lucha entre reformistas y comunistas, tuvieron lugar algunas reuniones conspiratorias a las que asistió Lezama. Según varios testimonios, el escritor incluso habría participado en los preparativos de la manifestación en la finca de Polo Miranda, en las afueras de La Habana. Los estudiantes lo planearon todo, incluida una «comisión de gritos», liderada por Armando Feíto, quien se apareció en la manifestación con un claxon desvencijado que, según la barroca descripción de Lezama, «pronunciaba con gran escándalo sus interjecciones como la garganta estremecida de un maniático causando un noble efecto sobre aquella reyerta».
El motivo de la protesta era una maniobra política del rector interino, Ricardo Martínez Prieto que, para evitar disturbios, pretendía suspender las clases universitarias hasta después de las elecciones de noviembre. El plan original del Directorio Estudiantil preveía convocar una asamblea en el Patio de los Laureles en protesta contra la decisión del rector y exigir allí mismo la renuncia de Machado. Luego se leería un manifiesto al pueblo de Cuba (redactado, entre otros, por el comunista Raúl Roa) y la manifestación se dirigiría a la casa de Enrique José Varona, repitiendo, en el homenaje a la figura más prestigiosa de la oposición intelectual al machadato, el trayecto de la marcha universitaria del 20 de marzo de 1927.
El día anterior, 29 de septiembre, uno de los estudiantes más respetados de la facción moderada o reformista, Rafael Trejo, había tratado de acallar los desacuerdos de la caótica asamblea de la Asociación con una frase que luego se revelará premonitoria: «¡Aquí hace falta una víctima!»
Advertido de las maniobras estudiantiles, el rector avisó a la policía, que rodeó enseguida el Alma Mater. El día 30 amaneció con una llovizna fina y las avenidas y accesos a la universidad tomados por los soldados y la policía montada. Al mando, uno de los más enérgicos represores de Machado: Antonio B. Ainciart. El Directorio, entonces, cambió de plan: en vez de reunirse en el Patio de los Laureles para ir desde allí a la casa de Varona, los estudiantes debían concentrarse en un lugar cercano, el parque Eloy Alfaro, y marchar desde allí hasta el Palacio Presidencial. Al parque sólo pudieron llegar un centenar. Se improvisó un mitin. Al grito de «¡Muera Machado! ¡Abajo la tiranía!», Feíto desplegó una bandera cubana y los estudiantes intentaron avanzar. En ese momento la policía ordenó la carga, que fue enfrentada a pedradas, palos y botellazos. «Al llegar a la calle Gervasio», cuenta Lezama en su entrevista con Rosa Ileana Boudet, «donde había una estación de policía, los policías, la gendarmería sale ya disparando tiros al aire. Ahí fueron detenidos Masiques, Marinello, Saumell, toda esa gente que la policía llega y le echa mano. Y los demás, que éramos muchachos que teníamos 17, 18 años, pues nos vamos por ahí corriendo, dando gritos. Había un piquete de policías que ya era fuerte. Machado, que como ustedes saben era un hombre terrible, no se andaba con chiquitas, es decir, las manifestaciones estudiantiles las acababa a balazos».
Entre porrazos y tiros, cayó Trejo, con un tiro en el vientre. Otros estudiantes fueron golpeados o detenidos. El resto se dispersó y un pequeño grupo logró llegar a la redacción del periódico El País, donde tuvieron que enfrentar las acusaciones de «revoltosos» y «rojos». Sin embargo, la muerte de Trejo, que no era comunista, se convirtió en el detonante de la protesta nacional que pondría fin al gobierno de Machado.
Lezama había conocido a Trejo en la Facultad, aunque éste cursaba cuarto año y Lezama el primero. Otro condiscípulo, Eduardo Robreño Depuy, recuerda que el mismo día que Lezama y él subieron por primera vez la escalinata universitaria se le acercaron cuatro curtidos estudiantes: Trejo, conocido por entonces como un excelente jugador de ping pong; José Miguel Lamy y Roa, fervientes agitadores, así como Carlos Prío Socarrás, que años después llegará nada menos que a presidente de la República. «Nos pidieron nuestro apoyo para su grupo, el más radical de la universidad entonces, que estaba abiertamente en contra del gobierno (…) Y fue así que nos iniciamos en tánganas, actos, manifestaciones políticas».
El tono grave y responsable de Trejo impresionó más a Lezama que las proclamas y los encendidos discursos del comunista Roa. (Será éste quien, años después, convertido en Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno revolucionario, desempolve las credenciales antimachadistas del poeta hermético. Su alusión a un Lezama «jadeante y resuelto» en la manifestación del 30 de septiembre sirvió para convertir al escritor en un revolucionario demasiado asmático para una gesta armada). Con una mezcla de orgullo e ironía, Lezama gustaba de evocar aquel antecedente suyo como «hombre de acción», aquella escapada del recinto de la autoridad maternal: en 1959, invitado a una lectura en aquella Universidad que tantos conflictos había visto, empezó por declarar: «Ningún honor yo prefiero al que me gané en la mañana del 30 de septiembre de 1930».
Con esa frase y sus ecos históricos, Lezama se distingue de otros miembros de Orígenes, obligados a arrastrar cierto complejo de culpa en los primeros años de la Revolución. La revuelta del 30 había tenido como objetivo expresar la inconformidad de los estudiantes, no sólo ante el desastre universitario sino frente a la corrupción machadista. Sin embargo, como confiesa Lezama en 1970, aquel suceso no tuvo la repercusión popular que le atribuye la historia oficial. «Yo recuerdo que cuando nosotros desfilábamos le decíamos a la gente que estaba en los ómnibus y en los balcones que se sumaran y ninguno venía a acompañarnos». Después de esa precisión microhistórica, el poeta, tal vez por prudencia, suelta una rotunda apología del sacrificio revolucionario: «Con la muerte de Rafael Trejo se llegó a la profundidad histórica; por primera vez en la historia de la cultura cubana se intentaba lo imposible: a través del sacrificio, de la muerte ir a una forma de poder».
El hecho de que Lezama utilice la palabra «cultura» en vez de «política», más apropiada para hablar de un intento por derrocar a un tirano, resalta el tono simbólico de esta tesis sobre la conjunción de historia, imagen y sacrificio, y coloca a la Generación del 30 como anticipo de la Revolución de 1959.
La idea del sacrificio fundador está presente en todos los textos «políticos» de Lezama: como en el mito, hay una víctima propiciatoria que permite saltar sobre el vacío o la indiferencia de las circunstancias. Sin sangre no hay «posibilidad infinita». De la misma manera que la muerte de Trejo les da sentido a las protestas de su generación, el posterior asalto de Fidel Castro y sus seguidores a «la fortaleza maldita» (como llamará Lezama al cuartel Moncada) será la suma de «imagen y posibilidad» que preludia la Revolución. En otra entrevista, Lezama también se refiere al 30 de septiembre como «el comienzo de la infinita posibilidad histórica de lo cubano».
La realidad es que, a pesar del sacrificio de Trejo y de otros revolucionarios, la farsa política que siguió a la caída de Machado impidió un cambio radical en la vida cubana. En 1934, al reiniciarse los cursos universitarios, Robreño fue a buscarlo para que ingresara en el Partido Auténtico que había acabado de fundar Ramón Grau San Martín. Pero Lezama se negó a volver a «meterse en política» y llegó incluso a calificar al antiguo condiscípulo de «politiquero». Eloísa cuenta que por esa época también oyó a su hermano quejarse de que algunos miembros del Comité Estudiantil comían opíparamente en restaurantes de lujo con el dinero recaudado para sus acciones de protesta.
En una entrevista posterior, Lezama lamenta que la contraparte de los mártires de la Revolución del 33 fue el gobierno de los auténticos, «donde a hombres que inclusive tenían brillantes antecedentes revolucionarios, el poder los deslumbró de tal forma que fueron nada más que unos corrompidos administradores de la cosa pública y unos pillastres». Al final, Rialta tenía razón: la política había resultado ser un «peligro sin epifanía».
Esa frustración marcó profundamente a Lezama, que no quiso saber nada más de militancias hasta 1959 cuando, entusiasmado por la revolución triunfante, «reactivó» su interpretación del sacrificio como motor de la historia cubana.
Según Roberto Fernández Retamar, Lezama le habría confesado otra razón para su distanciamiento. Cuando se creó la comisión de estudiantes que redactaría el manifiesto de la protesta del 30, el joven poeta dio por seguro que sería escogido para integrarla: aún inédito, era sin embargo conocido como escritor entre sus condiscípulos. Para su sorpresa no fue así, y los redactores terminaron siendo Rubén León, Prío, José Sergio Velázquez, Virgilio Ferrer Gutiérrez y el propio Roa, cosa que lo disgustó bastante. «Creí al oírlo entonces», dice Retamar con sorna, «y sigo creyendo, que acaso en aquel momento empezó a evaporarse en Lezama el hombre de acción nutrido de cultura que pudo haber sido, a la manera de Roa, y el espacio vacío que dejó esa evaporación fue siendo colmado por el fastuoso imaginero que sin embargo conservó siempre de su otro posible el ansia revolucionaria de transformación, la fidelidad a lo mejor de su circunstancia, la austeridad, el valor que se sobrepone al miedo, la coralidad, la avidez de futuro».
En la interpretación filistea de Retamar, que ve un resquemor literario en el origen de un distanciamiento político, el «otro posible» de Lezama, ese intelectual orgánico de la Revolución que Retamar sí encarnó, deja paso al filomático fundador de revistas literarias.
UN TENIENTE DEL EJÉRCITO, Aurelio Hevia y Prieto, esposo de su hermana Matilde, le había insistido a Rosa Lima sobre la gravedad de lo ocurrido, advirtiéndola de que el gobierno tomaría represalias con los estudiantes que habían intervenido en la manifestación.
Atormentada, Rosa decidió ir a ver a uno de los antiguos amigos militares del coronel Lezama Rodda, conectados con el gobierno. Eloísa recuerda detalles de aquella visita: «Llegamos a una casa muy lujosa en el Vedado. Nos recibió un criado, quien avisó a una señora grande y gorda a la que le decían “la Niñita”. Me dio risa, pero mamá me dio un pellizco para recordarme que el momento era dramático. Luego mi madre me explicó que eran gente humilde que se había encumbrado. Nos trataron muy bien. Creo que la visita contribuyó a que no arrestaran a mi hermano».
Tras los sucesos del 30 de septiembre, la Universidad de La Habana fue cerrada (desde el 15 de diciembre de 1930 hasta el 18 de junio de 1933). Se paralizó el curso académico, comenzaron las huelgas obreras y la mayoría de los centros culturales fueron clausurados. En febrero de 1931 fracasa un atentado con bomba contra Machado —en el Palacio Presidencial. Poco después, Menocal, Mendieta y Méndez Peñate se alzan en armas, pero casi enseguida son apresados. A finales de 1931, se funda la organización clandestina ABC, que junto con el Directorio Estudiantil Universitario empieza a usar métodos de la lucha clandestina y el terrorismo urbano. La policía de Machado y la Porra, su grupo paramilitar, devuelven los golpes con la misma violencia. El clima político del país se vuelve cada vez más inestable.
A finales de enero de 1932, por ejemplo, el embajador de EEUU en Cuba, Harry F. Guggenheim, le escribe al Secretario de Estado norteamericano: «Hay dos consideraciones que me llevan a creer que es de especial importancia que ni Machado ni el pueblo cubano tengan ninguna duda de nuestra falta de simpatía con la dirección actual de las políticas de Machado, si queremos continuar evitando las desafortunadas consecuencias políticas de los disturbios cubanos: en primer lugar, debido a que no toman en cuenta nuestros consejos, la situación financiera, económica y política ha empeorado progresivamente; y, en segundo lugar, porque la fe del pueblo cubano en la capacidad y disposición del presidente para restaurar la paz moral se ha perdido por completo.»
Con el cambio del gobierno norteamericano, Guggenheim fue destituido y, en 1933, el nuevo presidente, Franklin D. Roosevelt, envió a Cuba a su amigo Benjamin Summer Wells para mediar entre Machado y la oposición. De cualquier modo, Machado tenía que irse, así que el embajador maniobró para sustituirlo por Carlos Manuel de Céspedes, que de inmediato fue reconocido por Estados Unidos.
Sin embargo, el 4 de septiembre, tras varias conspiraciones, oficiales y soldados del ejército dieron un golpe de Estado y depusieron a Céspedes. Se estableció entonces una Junta de Gobierno, la llamada Pentarquía (porque constaba de cinco miembros, uno de ellos era Ramón Grau). El recién ascendido coronel Fulgencio Batista quedó como jefe del Ejército.
«Fue una época desorientada,» resumirá Lezama en otra entrevista, «de la cual se podría decir lo que alguien dijo de un gran poeta español: ‘Potro gallardo, pero va sin freno’. Rebajándole la frase en lo de “gallardía”, el ir sin freno fue su principal característica. Se sucedían los tumultos universitarios, cundía la algazara sin que se borrara la confusión».
La madre, siempre previsora, decidió que lo mejor para mantener a Lezama alejado de aquel clima de agitación política era conseguirle un trabajo. Así ayudaría a sostener a su familia, que seguía en una situación de penuria económica. Para ello, como cualquier viuda necesitada, también acudió a los viejos amigos del padre de Lezama. «Le daré un puesto de soldado», propuso un coronel que había sido cercano al difunto. Pero su esposa, que estaba presente en la entrevista, le recordó que se trataba de un joven bien preparado, que no tenía intención de seguir la carrera militar. «Nuestra madre», cuenta Eloísa «se despidió abruptamente, airada, y cuando estábamos en el tranvía, entre lágrimas, me confesó su gran desilusión. “¿Cómo es posible que trate así al hijo de su íntimo amigo?”».
La anécdota prefigura las múltiples antesalas que, en la siguiente década, tendrá que hacer el propio Lezama, en busca de algún trabajo digno o acuciado por necesidades económicas. Los numerosos favores que habrá de pedir a gente extraña, algunos entre sus condiscípulos universitarios, ahora funcionarios, resentidos y triunfantes. Lorenzo García Vega llama la atención sobre estas humillaciones de Lezama, y opone el caminante incansable de La Habana al «mundo de los choferes», como lo bautizará el conde Keyserling: el mundo de la grosería moderna, cifrado en su fetiche mecánico. Choferes que luego, dice Keyserling, se convertirán en «modernos directores de pueblo».
Al fin, Lezama consigue un trabajo de medio tiempo, «un puestecito de 50 pesos», en la Secretaría de Sanidad. De ese sueldo, cuenta Eloísa, daba una pequeña cantidad a la madre y dedicaba el resto a comprar libros y entradas para los conciertos. También aprovecha esos meses sin clases para leer furiosamente. Acude casi a diario a la Biblioteca Nacional, que estaba entonces en el edificio de la antigua Maestranza de Artillería, en Cuba y Chacón. En la Sala de Lectura, de la que estaba a cargo María Villa Buceta, lo recuerda Vicentina Antuña: «un joven que nos llamaba la atención porque metía su cabeza en los libros y no la levantaba para nada, es decir que estaba siempre leyendo, leyendo y leyendo. Sudaba muchísimo, yo me acuerdo que en aquella época todo el mundo usaba traje, saco y corbata, y a él se le ponían unas manchas de sudor en la espalda. No sé si fue mi marido mismo [por entonces, su novio, Francisco Carone Dede] o María Villar quien me dijo quién era el muchacho».
Estos trajes, por cierto, serán toda una angustia para la madre, y luego para la hermana, porque el joven Lezama crecía y engordaba rápido, así que solían quedársele chicos demasiado pronto. Y sin embargo, a pesar de que el dinero en casa no abundaba, el Lezama de esos años anda siempre muy bien vestido.
En apenas tres años, de 1931 a 1934, Lezama ha pasado de los corros universitarios a convertirse en «un solitario que cultiva el diálogo con fanatismo». Empieza a crearse una leyenda, medio en burla y medio en serio, en torno a aquel joven culto y arrogante, de risa excesiva o frases irónicas, cargadas de una socarrona solemnidad. Le dicen «el Maestro».
Sus largos paseos vespertinos por la ciudad suelen terminar en las librerías de Obispo (sobre todo en la Victoria, de la calle Obispo 366, en cuya trastienda tendrá lugar, años después, algo parecido a una tertulia informal. Allí tuvo lugar la anécdota de su célebre encuentro en el lugar con Mañach, en el que éste le dice, con sorna: «Me han dicho que ahora lo están llamando Maestro», y Lezama contesta: «Prefiero que me llamen Maestro en broma, a Profesor en serio». Toda una declaración de principios.
Tampoco hay que hacerse demasiadas ilusiones sobre el nivel intelectual de ese grupo. Y por si acaso, siempre está García Vega, el aguafiestas de Orígenes, para contarnos que también «en La Victoria, como en los periódicos, como en los grupos profesorales, como en todos los mundillos de la cultura oficial cubana, se despreciaba a los escritores y a los artistas», y darnos detalles del sofá o las sillas de la librería donde solía sentarse el escritor Luis Felipe Rodríguez, y cómo el dueño de La Victoria, un exiliado español a quien Rodríguez le parecía un «viejo cargante», mandó a quitar sofá y sillas, «y sólo Lezama se indignó ante esa indecencia».
Las librerías de Obispo eran uno de los tantos destinos habaneros del flneur Lezama. Por esos años, sus intentos poéticos trazan también una especie de mapa de La Habana: «Catedral (Noche y gritería)», «Catedral (Paseo de domingo)», «Bahía de La Habana», «Playa de Marianao», «Nacimiento de La Habana», «Paseo del Prado (Sombrillas de medianoche)»… Entre 1931 y 1934 Lezama trabaja en un libro, Inicio y escape, firmado sólo como José Lezama (sin el «Lima» materno: curioso gesto de autoafirmación), y va dejando una constelación de poemas habaneros, entre ellos los que antologará Juan Ramón Jiménez en La poesía en Cuba en 1936.
Todo ese material parecería el preludio de una poética que irrumpe, rotunda y cerrada sobre sí misma, cuando se publica «Muerte de Narciso» en 1937. Pero este largo poema gongorino, dedicado «a mis amigos José Ardévol y René Villarnovo», también había sido escrito entre 1931 y 1932. Lezama lo adelanta en el segundo número de Verbum (julio-agosto de 1937) antes de hacerlo imprimir en Úcar, García y Cía, ese mismo año, como una plaquette de apenas diez páginas. Su primer verso, «Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo», provocó, según Vitier, que «la poesía de Mariano Brull, Emilio Ballagas, Eugenio Florit, como brujas montadas en escobas, salieron disparadas por una ventana… La poesía cubana había cambiado en una sola noche».
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Lezama con Salvador Gaztelu en la Bahía de La Habana (1931)
Narciso en Upsalón (1929-1933)
POR ERNESTO HERNÁNDEZ BUSTO
EL RECUERDO MÁS ANTIGUO de la «inclinación griega» de Lezama, celosamente guardado por amigos cercanos, es su relación con uno de sus compañeros del Instituto bastante más joven que él: un español llamado Salvador Gaztelu, nacido en el pueblo navarro de Puente la Reina, cuyos padres, Joaquín y Ángela, emigraron junto a sus seis hijos (dos niñas y cuatro varones) en mayo de 1927, para establecerse en La Habana.
Lezama siente de inmediato una atracción especial, no exenta de paternalismo, por aquel jovenzuelo al que repasa Literatura y con quien hace largos paseos por el Malecón, hasta la Bahía. De uno de esos recorridos, a finales de 1931, han quedado dos fotografías. No sabemos quién las tomó. Los jóvenes posan con despreocupada contigüidad, se trasluce cierta familiaridad física. Lezama, el más serio, lleva una estilográfica en el bolsillo del saco. Salvador está despeinado, con la corbata manchada y pose de garzón indolente. Atrás, olas revueltas y, a lo lejos, unas barcas.
En la otra foto, el joven parece hosco y es Lezama quien insinúa una sonrisa mientras deja caer la mano blanda sobre los hombros de su amigo. En la derecha, sostiene un cigarrillo (ha empezado a fumar dos años antes, aunque la falta de aire ya lo obliga a una entonación anhelante de asmático, que da a todas sus frases un dejo interrogativo).
Por culpa de los recuerdos a media voz y los estrictos silencios familiares, sólo podemos especular sobre la relación entre Salvador y Lezama. Podría ser uno de los personajes que aparece en los poemas de Inicio y escape. Tal vez el Lysis de «Playa de Marianao», porque hay noticia de que allí también fueron los dos amigos. Y ese aire que despeina al jovenzuelo de la foto junto al mar recuerda el de “Nacimiento de La Habana”, el poema más lorquiano del primer Lezama:
Puñales, jacintos de torso acribillado,
de torsos embistiendo las estatuas
y de toros nadando por las fuentes
y por el halago del aire.
Que el aire pesa como plata
O quizás se trate del esquivo personaje de «Se esconde», que se refugia «triunfal en su cuerpo» junto al mar:
Patinados espejos entre islas
alzan tu frente en cielo navegable
por sirenas de añil que mortecinas
(entretejida lumbre de inmóvil océano)
saltan de la prisión desvaída de las manos
al exacto lamento de sus ojos.
Salvador puede haber mencionado al amigo mayor un hermano suyo que, después de pasar el internado con los padres jesuitas en Navarra, ha entrado en el habanero Seminario San Carlos y San Ambrosio, a estudiar para cura. Se llama Ángel y también le interesa la poesía. Parece lógico presentarlos. Pero la única versión que tenemos del encuentro es menos deliberada: «un día saliendo del Seminario, en vacaciones, me los encontré a los dos conversando…»
El hecho es que ese verano de 1932, frente a una de las salidas del Seminario Conciliar, se reunieron los tres, Salvador, Ángel y Lezama, y el primero ofició de presentador. Quizá con orgullo, aunque es poco probable que previera el alcance de aquella introducción. Porque su hermano, aquel seminarista regordeto de mejillas sonrosadas que acaba de cumplir 18 años, acabará siendo el más fiel amigo de Lezama. Ángel Gaztelu se ordenará sacerdote en octubre de 1938, publicará un par de libros de poemas, oficiará en varias iglesias (San Nicolás de Bari, en Güines; Nuestra Señora de la Merced, en Bauta; Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, en la playa de Baracoa, también en Bauta; y la Iglesia del Espíritu Santo, en la Habana Vieja) y terminará siendo conocido como «el cura de Orígenes».
Es curiosa esta operación de memoria (¿intencional?) que ha ocultado una de las relaciones homosexuales de Lezama al sobreponerle la muy conocida —y casta— amistad con el presbítero. De Salvador, el primer Gaztelu que conoció el escritor, nunca se habla o se le reduce a simple intermediario entre el futuro mentor y su discípulo. ¿Por qué los presentó? Curiosa manera de desplazar una atención que, tal vez, lo asfixiaba. ¿Se trató de un escándalo enterrado? El padre Gaztelu, que sí sabía, o al menos sospechaba, el verdadero trasfondo de aquella temprana amistad, nunca dará la menor pista sobre el asunto, como si se tratase de un terrible secreto de confesión.
Durante décadas, Lezama mantiene una estrecha relación con la familia Gaztelu, padres y hermanos. Los visita, comparte mesa con ellos, celebra sus relatos de la España rural dejada atrás. Escribe a María Ascensión en 1961, para darle el pésame por la muerte de su esposo. Y al fallecer la madre, Ángela Gorriti, en febrero de 1964, le vuelve a escribir a Ascensión una carta donde asegura: «quizás yo sea, después de los del círculo de su sangre, el que me daba más fiesta, en la profundidad de la costumbre». Será también el preceptor literario de Ángel y su principal valedor crítico, si bien aquella poesía semidevocional de métrica previsible estaba bastante lejos de la suya.
En cuanto a Salvador, años después revelará más abiertamente las conspicuas preferencias que Lezama había intuido, con gran disgusto de su conservadora familia. Por otros amigos habaneros, se iniciará en el negocio de los textiles, convirtiéndose, a finales de los 50, en el representante en Cuba de las fajas-corsé para mujeres Kleinert’s («Sea encantadora y admirada; obtenga la cintura de bailarina»), con una pequeña tienda-taller en la calle Marqués González 753, en Centro Habana. En 1962, casado y con dos hijos, salió de Cuba hacia Miami, donde puso un nuevo taller textil en Flagler y la 17. Murió alrededor de 1994.
LA ANÉCDOTA LA CUENTAN, POR SEPARADO, Eliseo Diego y Fina García Marruz. Lezama camina por el Paseo del Prado junto a un entusiasta Ángel Gaztelu que, por lo visto, gusta demasiado de Espronceda, Zorrilla y Núñez de Arce, la única poesía recomendada por sus superiores del Seminario. Es un joven curioso, que ya ha leído con placer a Darío y José Asunción Silva. También ha ido a un concierto de Lecuona en el Teatro Campoamor donde se han declamado versos de Gustavo Sánchez Galarraga y se lo comenta a su amigo, buscando un signo de aprobación. El otro calla, concentrado en los árboles del Paseo.
—Pero no, Ángel, eso no tiene nada que ver con la poesía. En cambio: «Sevilla es una torre / llena de arqueros finos…» Fíjate: «llena de arqueros finos». Eso no lo vas a encontrar en ninguna otra descripción de la ciudad. Pescar un fragmento y darnos toda la esbeltez de un estilo. Esa es la saeta andaluza, que más que apuntar a un blanco, precisa un horizonte. Algo que no significa, sino que es. Una imagen que engendra el sucedido…
Gaztelu escucha embobado las palabras de Lezama. «Aquella tarde aprendí de una vez por todas qué es la poesía», le confesará a Diego, años después, «con un resto del azoro de entonces».
Fina describe con más detalle el periplo de esa «pareja del todo cervantina»: «dejan atrás la doble hilera de casonas del Prado, en cuyos portales los contertulios del amplio Casino Español juegan al ajedrez. Doblan ahora por las estrechas calles laterales que conducen a la casa de Trocadero de breves y graciosas columnas salomónicas, donde vive el mayor con su madre y hermana, y se adentran en la salita con humedad de gruta marina, donde quiere mostrarle al menor unos versos que acaba de sacar de lo oscuro a la luz». El joven Gaztelu también vence la timidez y le lee sus primeros poemas al «maestro».
Muchas serán las caminatas de Lezama y Gaztelu por La Habana Vieja, que suelen comenzar en la antigua entrada del Seminario, por la calle Tejadillo, cuyas puertas de cedro escuchan sus conversaciones sobre Joyce, Lorca y Gabriel Miró. La capilla primitiva, antes de que existiera la fachada de la catedral, estaba dedicada a la Virgen de Loreto. En ella, según Gaztelu, se habría inspirado Lezama para escribir los «Sonetos a la Virgen» que aparecen en Enemigo rumor.
Años después, en el segundo número de Verbum, Lezama incluye tres poemas del cura, entre ellos «Romance en la Bahía de la Habana», que mucho debe a las lecturas que éste le ha aconsejado: Lorca y Juan Ramón. Detrás del romance irrumpe, solitario en su tajante originalidad, «Muerte de Narciso», al que el propio Gaztelu dedicará un pequeño ensayo en el siguiente (y último) número de la publicación estudiantil. Aquella «rauda cetrería de metáforas» le parece al amigo inspirado «el más alto y atrevido intento de llevar la poesía a su desligamiento y región sustantiva y absoluta en virtud y gracia de esa esencial y mágica deidad de la metáfora».
Para quienes se atrevan a quejarse de que «no entienden» estos versos, Gaztelu ya tiene preparada su réplica: «La poesía es a manera del fluido eléctrico, sentimos en nuestro sistema de hilos emocionales sus sacudidas y temblores, no su verdad, ni su esencia. Para la verdad filosófica tenemos inteligencia. Para la verdad —o la mentira— poética tenemos sensibilidad… y al que carece de esta —pobrecillo— que no hable de poesía». Igual de taxativo se muestra poco después, como si respondiera a críticas imaginarias: «a los que tenemos la gracia tan cercana de conocerle, que no los necesita, y a los que no le conocen, que le conozcan, y si no peor para ellos; nota más que crítica, no somos críticos, eufórica, somos apasionados, entusiastas…» Fascinado, Gaztelu entresaca varios fragmentos del largo poema, cita a Jung, a Juan Larrea, a Góngora y a Ortega y Gasset. Uno sospecha que Lezama le ha dictado en socráticas conversaciones los argumentos de esa apología.
Estamos, sin duda, ante una amistad a toda prueba, que fraguó en apenas dos años. Para probarlo, una carta del 15 de julio de 1934, que Gaztelu le escribe a Lezama desde un barco que, en esos años, hacía el bojeo por la costa norte de la isla. Es una carta un poco cursi, con muchos lugares comunes, como la poesía del propio Gaztelu en esa época, pero muestra la confianza que había ya entre los dos amigos:
«Miré al cielo y vi más astros que nunca, más brillantes, como si acabaran de florecer en el cielo. ¿Tendrán primaveras las estrellas? El sol parece curioso en lo que te escribo y avanza cauteloso y lento hasta tocar el papel, pero me está quemando el rostro ya, y me levanto molesto. En cambio, al levantar la vista, me muestra el mar, rearmado de brillantes y refulgente como si fuera la espalda de plata de un inmenso pez. Estuve esta mañana largo rato en la proa, mirando cómo la quilla hendía el mar y rompía el cristal en rizados copos de espumas. Al mirar el mar tan bello me figuré que surcaba el mediterráneo mar latino en cristiana vela y que era el capitán esperando la aparición de otomana galera para trabar batalla contra el turco. No te rías —Lezama— por favor, que estoy hablando en serio.»
Por supuesto que se reirá Lezama con esa imagen, durante años. Era uno de sus private jokes, una de sus tantas pullas cariñosas al cura, con quien tendrá numerosas disputas doctrinales. En el arranque del prólogo a Gradual de laudes lo convierte, por ejemplo, en un recio soldado: «Conténtase La Habana defendida por el padre Gaztelu». La imagen también alude con ironía al ministerio del navarro, ejercido en una ciudad que parecía la Gran Pecadora, aunque los origenistas prefirieran venerarla como «nueva ciudad dignificada».
La carta termina con una mención irónica al descomunal apetito (sí, ya a los 23 años Lezama era un glotón epicúreo) que los unía: «Me voy a bañar, para ir a comer. Tengo el tiempo justo. La comida ¡oh Epicuro! es muy buena y abundante. Esto para ti Lezama, tú bien sabes de mi ascetismo y penitencia.»
Y se despide, «tu amigo, muy tuyamente tuyo». |
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LA PRIMERA VEZ QUE LEZAMA tuvo contacto con la figura de un gran poeta no fue, como suele asegurarse, durante la estancia de Juan Ramón Jiménez en La Habana, sino mucho antes, en la primavera de 1930, cuando asistió a varios recitales y conferencias de Federico García Lorca en esa misma ciudad.
La estancia cubana de Lorca, que duró tres meses y coincidió con una visita de Krishnamurti y con los segundos Juegos Deportivos Centroamericanos, hizo época en los periódicos locales. La prensa cultural no dudó en calificarlo como «el más eminente poeta español del momento» ni escatimó detalles de su itinerario. Aunque por esa época Machado ya gobernaba la isla como un dictador de facto, la vida cultural habanera seguía siendo muy animada y el público cubano acudía a conciertos, espectáculos y lecturas públicas de artistas e intelectuales de todo el mundo.
Invitado por la Institución Hispano-Cubana de Cultura, que presidía Fernando Ortiz, el poeta español desembarcó en La Habana el viernes 7 de marzo y se alojó primero en La Unión, lo que en esa época se llamaba «un hotel decente» (para recién casados provincianos, viajantes de comercio y viudas de hacendados) en la esquina de las calles Cuba y Amargura, frente a la Iglesia de los Franciscanos. Pero también fue acogido, casi desde el primer día, por el matrimonio de los españoles Antonio Quevedo y María Muñoz, musicólogos asentados en la isla desde 1919, a quienes Manuel de Falla había encomendado cuidar de su amigo. En casa de los Quevedo, que demostrarán ser excelentes —aunque a veces posesivos— anfitriones, solía almorzar Lorca, «salvo cuando «estaba perdido» por varios días, durante los cuales, ni por teléfono en el hotel, ni en las casas frecuentadas dejaba el menor rastro». Con ellos acude el poeta a un concierto de Serguéi Prokofiev, que toca en la capital cubana por invitación de la Sociedad Pro Arte Musical, acompañado de su primera esposa, la soprano catalana Lina Llubera. Concluida la representación, Lorca se fue al Hotel Vedado donde se hospedaban los músicos, para saludarlos. Traducido por Lina, charló largamente en la terraza del hotel con el ruso, cuya música había provocado una verdadera estampida entre el público habanero.
Con Lydia Cabrera, a quien había conocido en Madrid, en casa de José María Chacón y Calvo, y a la que había dedicado su Romance de la casada infiel (a ella y a «su negrita», la criada Carmela Bejarano), Lorca asistió a una ceremonia ñáñiga, un plante, donde le horrorizó tanto la apariencia del «diablito» o ireme («con sus blancos ojos de cíclope») que, según la propia Lydia, casi se desmaya. Mejor temple mostró el 17 de abril de 1930 (Jueves Santo), cuando en una visita al Convento de las Teresianas, en Teniente Rey y Compostela, el lienzo morado que cubría a la Santa se quemó, por accidente, con un cirio, dejando al descubierto la imagen de Santa Teresita, antes de que el poeta se descalzara sin ser notado y subiese de un brinco de gato al altar para cubrirla, entre el asombro de los feligreses.
Lorca frecuentó también a los hermanos Loynaz —Carlos Manuel, Dulce María, Enrique y Flor— en su famosa casona de El Vedado, donde instaló una suerte de taller nocturno en el que tocaba el piano, cantaba, escribía, dibujaba y bebía whisky con soda, antes de salir, bien entrada la noche, a recorrer las calles y plazas de La Habana Vieja.
En esa «casa encantada» de los Loynaz, llena de porcelanas y muebles franceses del XVIII, por cuyo jardín se paseaban dos pavos reales blancos y una pareja de flamencos, escribió El público, algunos de los poemas de Poeta en Nueva York y fragmentos de Yerma y Doña Rosita la soltera. Dulce María y Enrique no supieron lidiar con su irreverente personalidad, pero su trato con Flor y Carlos Manuel sí fue muy cercano. A Carlos, se dice, le regaló un borrador de El público, que este quemó luego en un arrebato.
Lorca tuvo tiempo, incluso, para participar en una protesta contra Machado: la llamada «huelga de los teléfonos», cuando los habaneros salieron a las calles para protestar por las cajitas automáticas que se habían adosado a los teléfonos públicos («Qué revolución tan curiosa. Los gritos no son contra un rey o un mariscal. Es un clamor inverosímil este de «abajo los teléfonos». Me voy a la calle a gritar también», y para defender a un grupo de negros y mulatos que no podían entrar en la piscina del elitista Havana Yacht Club, donde se celebraban las pruebas de natación de los Centroamericanos.
Según sus biógrafos, en La Habana el andaluz también hizo una intensa vida nocturna. Solían acompañarlo Luis Cardoza y Aragón, joven escritor y recién estrenado cónsul guatemalteco, junto con el musicólogo Adolfo Salazar y el pintor Gabriel García Maroto, ambos homosexuales. Con ellos, Lorca visitó en mayo el popular Teatro Alhambra, sólo para hombres, donde se representaban delirantes sainetes que alternaban la sátira social y política con el espectáculo semiporno. Las parodias del Alhambra, cuentan sus acompañantes, hacían carcajearse a Federico, deslumbrado, también, por el delirio del público ante las aventuras escénicas del Negrito, la Mulata, el Gallego, el Policía o el Maricón. Algo de ese teatro bufo que, según Salazar, Lorca emparejaba con la Commedia dell’Arte, influyó en su obra «cubana», El público, donde aborda abiertamente el tema homosexual.
Varios testigos describen sus visitas a los bares de la playa de Marianao donde el poeta compartió con los soneros de las llamadas «Fritas», una hilera de cabaretuchos que alternaban con expendios de frituras sobre la acera. «Enseguida probaba con las claves, y como había cogido el ritmo y no lo hacía mal, los morenos reían complacidos haciéndole grandes cumplimientos. Esto le encantaba. Un momento después, Federico acompañaba a plena voz y quería ser él quien cantase las coplas», cuenta Salazar.
Con sus amigos más cercanos, Lorca recorrerá también los bares nocturnos del puerto, y con Cardoza visita un elegante burdel que, en palabras del guatemalteco dejó paralizado a Federico, «perplejo ante tanta suntuosidad animal», aunque intrigado por el hecho de que allí sólo hubiera chicas. «¿Por qué no muchachos? Destacarían como el San Mauricio de El Escorial». Dentro de aquello que Cardoza y Aragón califica, con prosa barroca, de «delirio mahometano», aparece una bailarina, casi una niña, sentada en una silla de mimbre: «mientras conversa enfrente, abstraída se entreabre el sexo con el índice. En el túnel azul de los lisos muslos de acero sonríen las fauces de una piraña, quizá mostrándonos la delicia de las humedades recónditas en el vértice de astracán recio, corto y rizado en mínimos resortes de zafiro oscuro. Un muchachote de caderas angostas, iguales a las de ella, la conduce de la mano: ágiles y tranquilos van, como la mejor filosofía o versos de Garcilaso, hacia el edén momentáneo. Parecía un San Cristóbal cuando, después de algunos pasos, la sentó en el hombro. «Se la llevó San Mauricio», me dice Lorca».
Visitó también el Kursaal, un bar de los muelles (calle Paula, 4) con ínfulas de cabaré, sin mesas, sólo una gran barra de madera junto a la cual marineros, estibadores, prostitutas y proxenetas bebían de pie o contemplaban una mezcla de rumba con espectáculo de varieté. «No hace un mes que se encuentra en Cuba y ya está completamente aplatanado. Conoce y sabe más cosas cubanas que muchos de sus amigos, y nos puede servir perfectamente de cicerone y descubridor de lugares y tipos netamente criollos, para nosotros desconocidos», escribió entonces Emilio Roig de Leuchsenring.
En La Habana, Lorca planeaba impartir tres conferencias, que acabaron siendo cinco por el éxito del público. La gente hacía cola para las entradas, que se agotaban nada más ponerse a la venta. Eran los domingos por la mañana, en el desaparecido Teatro Principal de la Comedia, y desde la primera rompió el protocolo al presentarse sin traje y con un suéter de franjas amarillas. En una dedicada a las «nanas españolas» no sólo disertó sino que puso un gramófono, tocó el piano y cantó acompañado por una cubana de origen español: María Tubau. Cardoza y Aragón recuerda su «suave morfología feminoide», sus caderas «algo pronunciadas» y su «voz tenuemente afectada» en el escenario. «Su homosexualidad era patente, sin que los ademanes fuesen afeminados; no se le caía la mano».
Se trataba de charlas dictadas con anterioridad en otras ciudades y universidades: el 9 de marzo da la primera, «La mecánica de la poesía», leída dos años antes en Granada con el título «Imaginación, inspiración y evasión»; el 12, «Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Un poeta gongorino del siglo XVII» (homenaje a Pedro Soto de Rojas, que ya había dado en 1926 y 1928); el 16 del mismo mes, «Canciones de cuna española»; el 19, «Imagen poética de Luis de Góngora» (de la que Lezama recordará mucho después varios detalles) y el 6 de abril «La arquitectura del cante jondo».
Las conferencias fueron muy aplaudidas, como cuenta el propio Lorca, entusiasmado, en una carta a su madre. Según su biógrafo, Ian Gibson, el poeta ganó, por primera vez en su vida, «un excelente dinero». Para presentar la primera, «Mecánica de la poesía», Francisco Ichaso hizo una lectura parcial de la «Oda al Santísimo Sacramento del Altar» («Piedra de soledad donde la hierba gime / y donde el agua oscura pierde sus tres acentos, / elevan tu columna de nardo bajo nieve / sobre el mundo de ruedas y falos que circula») que provocó cuchicheos e hizo fruncir el ceño a más de uno. Según Quevedo, el público cubano, «apegado en lo poético a la tradición finisecular española, estimó que esta Oda era —como las teorías heliocéntricas de Galileo— «no sólo herética en la fe, sino falsa en la filosofía»». Cuando, algunos días después, varios amigos de Federico le comentaron esta lectura, el poeta les dijo: «hay gentes que se atragantan con una oblea poética, pero que no tienen reparo en comulgar con una rueda de molino».
La charla que trataba sobre Soto de Rojas fue, según el Diario de la Marina, «una obra maestra de erudición, de análisis y de emoción». De la conferencia sobre Góngora, dice el mismo periódico que fue un «tema sugestivo e interesantísimo, muy del dominio del conferenciante». En la dedicada a las nanas cantó Tubau, y el propio Lorca se puso al piano. La última, «La arquitectura del cante jondo», prevista originalmente para el 26 de marzo, se aplazó al 6 de abril. A lo escrito en 1922 sobre el tema, Lorca añadió esbozos de su teoría del duende, en la que juntó las visiones de lo gitano y lo negro.
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TAN BIEN SE SENTÍA LORCA EN CUBA, que decidió quedarse dos meses más de lo previsto. A ello contribuyó, por lo visto, el clima de liberación sexual que sintió en la isla. «Hay numerosos indicios», escribe Gibson, «de que fue en Cuba donde Lorca empezó a vivir con más soltura su condición de homosexual».
Para ilustrarlo, tenemos una anécdota de otro de sus acompañantes de juerga, el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, que alardeaba de haber sido su amante en esos días habaneros.
Los dos poetas se habían conocido en el despacho de Juan Marinello, donde solían reunirse los redactores de Avance. «Una mañana Marinello llamó por teléfono a Luis Cardoza y Aragón y le avisó que la reunión de la tarde sería grandemente interesante porque asistirían Federico García Lorca y Porfirio Barba Jacob, quien llevaba unos cuantos días en La Habana. Cuando Cardoza y Aragón llegó a la oficina ya estaban allí Barba Jacob y García Lorca charlando con Mañach, Francisco Ichaso y alguien más. Entonces Cardoza y Aragón conoció al poeta colombiano: «Federico, como siempre, centralizó la conversación. Nos hizo reír y nos encantó con su donaire y su talento. Barba Jacob callaba, seguro de que su silencio tenía más valor en aquella conversación. De vez en cuando, con su voz más lenta y ceremoniosa, después de sorber profundamente su cigarrillo nunca apagado, abandonaba palabras cáusticas, cínicas o amargas».»
En un artículo de 1979, Cardoza y Aragón cuenta la otra parte de ese encuentro: «Cuando él, García Lorca y Barba Jacob salieron del despacho de Marinello se fueron a una cervecería. El calor era intenso y Cardoza y Aragón llevaba un parche en el ojo porque al despertar se había puesto una gota de yodo en vez de colirio y le lastimaba la luz habanera. De pie, en el mostrador, pidieron tres grandes vasos de cerveza. Un mocetón gallego les atendió: de camisa de manga corta abierta, descubriendo el pecho piloso. Cuando su brazo desnudo se puso al alcance de Barba Jacob al servirle, éste, sin poderse contener, lo mordió. El mocetón apenas si se apoyó en el mostrador y se lanzó hacia ellos. Y en tanto Cardoza y Aragón le decía: «Me los llevo en el acto, me los llevo» y trataba de contenerlo, el mocetón les gritaba enfurecido: «¡Fuera de aquí, partida de maricones!»». Una variación de esta anécdota, u otra nueva, quién sabe, asegura que Lorca también terminó en la cárcel tras un lance habanero y sus amigos debieron ir a rescatarlo.
Hubo después una cena, ofrecida por Mañach, donde Lorca recitó sus más populares poemas en los postres, y Barba Jacob también leyó los suyos. Concluida la cena y cuando todo el mundo se había marchado, Barba Jacob y el andaluz se fueron al Malecón. Donde al parecer, se toparon con un marinero que era amante del colombiano. Al día siguiente, hablándole de Federico y del final de la noche, Barba Jacob le aseguró a José Zacarías Tallet: «Hacia el amanecer me entregó su alma».
La versión de Guillermo Cabrera Infante, en su conocido perfil «Lorca hace llover en La Habana», es algo diferente —y bastante más creíble:
«Se dice que el poeta de la decadencia modernista encontró su marinero cuando, literalmente, «hacía el litoral». Litoralmente ambos se encontraban en los muelles. El marino, ni corto ni perezoso (en realidad era alto y ágil), se hizo amante del poeta pederasta y pesimista (recuerden, por favor, su divisa: «En nada creo, en nada») y para colmo pobre. Para su mal era 1930 y cuando se paseaba Barba con su marinero recién pescado, se atravesó en su camino Federico García, que era todo lo contrario del colombiano: graciosamente andaluz y para colmo famoso. Lorca procedió ahora, con todo su encanto y todos sus dientes brillando en su cara morena, a auspiciar al marinero escandinavo que recaló en el trópico. Barba perdió su diente para siempre.
»Alrededor de 1948, a casi veinte años del encuentro amoroso con Lorca, todavía era posible ver a este marino seudosueco caminando la noche, Prado arriba y Prado abajo, como un náufrago de otra época. Su ropa era, sí, azul marino y llevaba un paletó que hacía alucinante la noche tropical.»
Ese mundo del turismo sexual y los prostíbulos habaneros de los años 30 ha sido descrito por varios testigos de primera mano (Robert Desnos, Ernest Hemingway, Claire Goll, el fotógrafo Walker Evans…). Según el historiador Louis A. Pérez, en 1931 había en La Habana unas 7400 trabajadoras sexuales y más de 270 lupanares. Una visión interesante del asunto son las memorias del pintor Domingo Ravenet, muy cercano a Orígenes, donde habla abiertamente de su iniciación sexual con una prostituta llamada La Muñeca, que vivía, por cierto, en la calle Trocadero. Y su excursión posterior, con el pintor Víctor Manuel, a ver a unas francesas en unos altos de la calle Misión. Era algo muy habitual en esos años, y Ravenet proseguirá con la costumbre cuando llegue a París.
En un artículo sobre otro fascinante personaje de la época, Alberto Guigou, Vicente Echerri describe ese ambiente de burdeles de hombres en La Habana de finales de los años 30 y principios de los 40. Uno de los lugares descritos parece coincidir con las características del Kursaal visitado por Lorca:
«En su novela inédita [Burdeles], Guigou se proponía recrear la existencia de por lo menos otros dos sitios que se dedicaban al comercio sexual de varones. Uno de ellos, de mayores pretensiones y espacio, se encontraba sobre la Avenida del Puerto y se especializaba en marineros para los que había una vasta clientela de hombres y hasta algunas mujeres, y a los que el regente del burdel atraía de manera bastante peculiar e ingeniosa: se había provisto de un vasto repertorio de música folclórica y tradicional de diversos países y, tan pronto se enteraba de que llegaba al puerto un barco griego o sueco, chileno o australiano, hacía sonar incesantemente en su victrola la música del país en cuestión que, lógicamente, ejercía en los marineros una atracción irresistible».
«Alberto Guigou», cuenta Echerri, «sería muy amigo de Lezama, como lo fue también de Gastón Baquero, hasta la muerte de éste, pero de otros ambientes que apenas rozaban los libros. Más adelante, en los años 40, aunque Lezama era todavía un hombre joven y sin la imponente obesidad que adquiriría después, ya empezaba a faltarle la acometividad para abordar a los muchachos que le gustaban. Guigou, que había adquirido una gran destreza en estas transacciones y que disfrutaba de alguna holgura gracias a su trabajo, compartía sus mancebos con el escritor y, con el tiempo, también un apartamento de soltero que se alquiló cerca de los muelles consagrado a sus tareas de efebófilo.»
EN SUS TRES MESES CUBANOS, Lorca sale varias veces de La Habana (viaja a Matanzas, Pinar del Río, Cienfuegos, Sagua la Grande…) y llega hasta Santiago de Cuba —costeado por la sede santiaguera de la Hispano-Cubana— con un misterioso acompañante, para celebrar su 32 cumpleaños. De ese viaje salió su famoso poema Son, publicado por primera vez en la revista Musicalia (abril-mayo de 1930) y cuyo original autógrafo regalará a su director, Antonio Quevedo.
El poeta asiste también a innumerables tertulias con todo tipo de intelectuales. Fueron tantas las invitaciones, cuenta Quevedo, que una tarde, al preguntarle de dónde venía y quién o quiénes lo habían agasajado, «respondió con aquel gesto suyo, tan infantil: «Pues nada, que se me ha olvidado»». Las señoritas lo avasallaban para que firmara sus álbumes de autógrafos y los jóvenes poetas lo llenaban de manuscritos inéditos. Ballagas cuenta que no se atrevió a darle un poema suyo porque al preguntarle qué opinión le merecían los originales de cierto poeta joven, Lorca respondió con franqueza andaluza: «Son muy malos, muy malos. Horribles. Cuando los leo me dan accesos de llanto y ganas de echarme al suelo inconsolable gritando así: ¡Ay, aaaay, aaay!, como mi Bautista cuando el verdugo le rebana el cuello». Algunos de sus anfitriones son tan efusivos y absorbentes que Federico siente que le «estrujan las entrañas». Por eso, en ocasiones, rehúye las invitaciones «y me voy solo por La Habana hablando con la gente y viendo la vida de la ciudad».
Aparece lo mismo en una casa de vecindad donde una «negraza inmensa y bondadosa» le ofrece una taza de café —«que bebí rodeado por toda la negrería»—, que en el Lyceum, donde «las damas distinguidas de La Habana» lo agasajan con té. Se toma un Carta Oro con Guillén para ver «la vida color de ron» o, tras gritar que se quiere «convertir en un témpano», paladea una champola de guanábana, y el sabor de las sílabas le parece tan disfrutable como la blanda pulpa de la fruta.
En una de esas tertulias, en mayo, conoce a Lezama, que ya había asistido a sus conferencias y a un recital en la Universidad donde, invitado por Roberto Agramonte, el andaluz leyó, según recuerda Roa, «Romance sonámbulo» y «La casada infiel».
«Conocí a García Lorca», cuenta Lezama, «en el bufete de Emilio Roig, donde se celebraba una exposición que una institución cultural cubana se había negado a ofrecer por estimar que abundaba en excesos sensuales. Recuerdo que estaban allí Porfirio Barba Jacob y Luis Cardoza y Aragón. Hablaban entre ellos con mucha animación y yo con otros alumnos universitarios, que éramos un tanto adolescentes asombrados, permanecimos retraídos».
Se refiere al célebre incidente de una exposición de Carlos Enríquez en la Asociación de Reporteros de La Habana, clausurada horas después de su apertura por unos desnudos considerados «impropios». No es el único caso: en 1934 sucederá lo mismo con otra exposición del pintor en el Lyceum, y es posible que Lezama mezcle ambas situaciones. Los polémicos dibujos y temperas se trasladaron al bufete de Roig (calle Cuba 52, esquina con Empedrado), en el que tuvo lugar la despedida de Lorca y Salazar, y donde Mañach leyó unas cuartillas que ironizaban sobre el cierre y destacaban el coraje del pintor.
Tres décadas después, en 1961, Lezama regresa a sus recuerdos de Lorca en La Habana para escribir un prólogo a las Conferencias y charlas, publicadas por el Consejo Nacional de Cultura, como parte de las celebraciones por el 25 aniversario de la muerte del poeta español. Esa introducción de Lezama, titulada «García Lorca: alegría de siempre contra la casa maldita», se publicó también en Lunes de Revolución (nº 119, 21 de agosto de 1961), por esa época hostiles a Lezama, aunque incapaces de rechazar una colaboración suya, pese a rencillas generacionales y quejas sartrianas.
El ensayo es uno de los mejores de Lezama por la esclarecedora manera en que disuelve el tradicional maniqueísmo sobre los dos grandes poetas (ambos andaluces, por cierto) que él conoció de joven: Lorca y Juan Ramón Jiménez. Empieza, justamente, con aquella idea de los años 30 sobre la muerte de Trejo: la función de la sangre en la forja del mito. «La eticidad unamuniana y la sangre que García Lorca logró trasladar a los mitos de su estirpe, son dos de las voces más universales que España aportó a lo que va de la secularidad». Por supuesto, esa sangre es, primero, regalo de la tradición mediterránea, «unida a la gracia voluptuosa incrustada por los árabes en la España sureña, unida también a una intuición vivaz y rápida de lo cotidiano poetizable». Lezama admira la manera en que Lorca ha conseguido incorporar la tradición, más allá del elemento árabe («agua peinada», lo define) o la racionalidad europea: «La romanidad y el helenismo, un poco más atrás que los árabes jardines granadinos, recorren su sentencia poética, aportándole dominios en la luz, leyes universales, y ese temblor del cuerpo que parece absorber trágicamente los reflejos del misterio de los sentidos». Esa mezcla del «remolino de la sangre» con la «claridad del espíritu», define para Lezama el poder metafórico de Lorca, a quien llama «garzón errante» y «Orfeo [que pasea por] lo infernal instantáneo» y consigue fundir la poesía culta con la popular, más allá de cualquier folklorismo o popularismo ingenuo.
La sangre, tratándose de Lorca, no es sólo una metáfora de la tradición que apuntala sus virtudes poéticas. «Pero no sólo la delicadeza inteligente de los jardines granadinos, o el tiempo medido por los juegos de agua del Generalife, estuvieron convocados por la poesía de García Lorca, acudieron también la sangre y la muerte y la sangre de la muerte». Lezama destaca la manera en que Lorca ronda siempre lo mortuorio, ese toreo suyo con Tanatos, ese adorar la «flor de la calavera»: «me atrevo a situar ahí su simpatía por muchos sones y conjuros de nuestra tierra y principalmente por nuestros reales negros cubanos».
En un ejemplo inapelable de lo lejos que estuvo Lezama de cualquier valoración racista de lo cubano, el ensayo cita entonces una fábula de Lydia Cabrera, mencionada en El Monte, donde el Gallo vence a Ikú porque éste, convertido en esqueleto, es incapaz de competir con la ligereza de una de sus plumas oscilando en el aire. Justo desquite lezamiano, quizá, de aquel terror que Lorca sintió ante los diablitos ñáñigos.
La muerte y la sangre rondaron a Lorca y amplificaron su mito. Desde esa obsesión fúnebre, reverso de su eros sonriente, contemplará también el esplendor cubano. Será Lezama —como recuerda Pío Serrano— el encargado de interpretar un verso de Son, «en un coche de aguas negras», para muchos impenetrable. «Lorca intuyó», dice, «que el prodigio de nuestro sol es trágicamente tener sonidos negros, como el caer de una cascada sombría detrás de las paredes donde se lanzan al asalto los cornetines del bailongo». Qué bien visto ese lado melancólico —¡y alquímico! — de la solaridad cubana, ese sol con «sonidos negros» que se hunde en el horizonte de la plantación caribeña.
La lectura lezamiana de Lorca es también la explicación de su famosa «teoría del duende», que extenderá a los sones cubanos, convertidos en ejemplos de «verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto». Su ensayo describe, además, la honda impresión que le causó, a los 19 años, la manera en que Lorca recitaba. Primero dice que la voz del poeta «cobraba una entonación grave y como la de una campana golpeada por un badajo fino, que detuviese de pronto la excesiva prolongación de los ecos». Y después celebra su desenvoltura gitana en el escenario, nacida de una «memoria voluptuosa»:
«La seguridad de su voz en el recitado le prestaba un gracioso énfasis, un leve subrayado. La voz entonces se agrandaba, abría los ojos con una desmesura muy mesurada, y su mano derecha esbozaba el gesto de quien reteniendo una gorgona, la soltase de pronto. El recuerdo de los cantaores estaba no solo en el grave entono de su voz, sino en la convergencia del gesto y del aliento en todo su cuerpo, que parecía entonces dar un incontrastable paso al frente».
No se ha insistido lo suficiente en esta lección de gallardía que Lezama supo ver en Lorca, poeta homosexual sin amaneramientos, Narciso que entra con garbo en la «casa maldita» a pelearse con «unos enmascarados de azufre y rabos endemoniados». En una de las conferencias de La expresión americana hay una imagen casi heráldica que coloca a Lorca dentro la «gran tradición hispánica» del vivir y morir poéticamente: entre odios laberínticos y suposiciones groseras, el poeta asciende «como un delfín mediterráneo veteado de plata sombría en la medianoche de una tumba sin nombre».
LEZAMA LIMA EN LA DECADA DEL 30
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