¿A quién pertenecen las imágenes de un archivo documental que muestra escenas históricas de una nación? ¿Se trata de un metraje con copyright o del patrimonio visual de los ciudadanos? En un país como Cuba, cuyas autoridades parecen incapaces de aceptar otra lectura del pasado reciente que no sea la del departamento ideológico del Partido Comunista, estas preguntas son ineludibles. Y han aflorado estos días a propósito de la censura que el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) impuso a los realizadores José Luis Aparicio Ferrera y Fernando Fraguela Fosado al desautorizar el uso de las imágenes de archivo para su documental Sueños al pairo, que debía presentarse en la Muestra Joven, vitrina y vivero de la cinematografía independiente en la isla.
El ICAIC censuró a Sueños al pairo debido a “diferencias políticas e ideológicas”. En vez de abundar sobre tales diferencias, la institución prefirió recurrir a un subterfugio legal: “La autorización o no del uso de materiales protegidos por el derecho de autor y la propiedad intelectual es una práctica a la que permanentemente se enfrentan los productores de obras audiovisuales”, puntualiza en una nota del 28 de febrero. Y añade: “El documental no cuenta con las autorizaciones y licencias del titular de las imágenes de archivo para presentarse en foros de exhibición nacionales o internacionales”.
Sueños al pairo revisa la biografía del cantautor Mike Porcel, una de las figuras fundamentales de la Nueva Trova cubana, quien, tras presentar una solicitud de salida del país durante el éxodo del Mariel, en 1980, fue repudiado, recluido y silenciado ocho años. Fue hasta 1989, por una gestión del Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, que Porcel consiguió salir de la isla y reunirse con su familia.
El documental censurado conmueve porque su interrogación del pasado es también la evidencia de la superioridad moral de la víctima sobre sus verdugos y todos aquellos que todavía viven con miedo a recordar heridas mal cerradas.
Porcel, hoy exiliado en Miami, recuerda en el filme su pasado como fundador de los primeros grupos cubanos de rock progresivo y compositor de canciones emblemáticas de su época, entre ellas, el tema oficial del Festival Internacional de la Juventud y los Estudiantes, celebrado en La Habana en 1978. También detalla sin rencor los detalles de su calvario: un pogromo que lo mantuvo encerrado en su casa durante una semana; una carta deslizada por debajo de su puerta en la que sus antiguos compañeros de la Nueva Trova lo acusaban de traición; el muro de silencio que lo hizo desaparecer durante casi una década.
En Sueños al pairo también aparecen varias figuras de la historia musical cubana que reconstruyen aquella prohibición y sus consecuencias en sinceras confesiones y elocuentes silencios. Algunos de los músicos que repudiaron a Porcel hoy se avergüenzan de haber acosado a un colega, cuyo único “pecado” parece haber sido tomar distancia del “sentir revolucionario”. Uno de sus valedores, Amaury Pérez, tiene un programa en la televisión nacional, y otro de sus amigos puede contar ante las cámaras que en aquellos años duros se atrevió a saludarlo en la calle.
Cuba ya no es aquel país de los años ochenta, donde Fidel Castro calificaba de “degeneraciones” a los que “andan por ahí con unos pantaloncitos demasiado estrechos, algunos de ellos con una guitarrita, en actitudes ‘elvispreslianas’”. Pero las instituciones culturales del gobierno, y la insidiosa sombra policial que decide en su nombre, no parecen preparadas para una revisión de nuestra memoria histórica.
Las imágenes sobre las que el ICAIC reclama una exclusividad habían sido concedidas antes del resultado final y proceden de varios noticieros dirigidos por Santiago Álvarez que muestran actos de repudio o discursos de Fidel Castro acusando a los “marielitos” de ser la escoria de la sociedad revolucionaria. Aparece también un ridículo taller revolucionario en la Unión de Escritores y Artistas, con célebres intelectuales vestidos de milicianos.
Más que revisar en detalle aquellos evidentes excesos, los nuevos cineastas cubanos han tomado una saludable distancia con la épica revolucionaria para cuestionar la versión oficial del pasado. Recordemos otro ejemplo reciente de censura: la película Santa y Andrés (2016), del joven realizador Carlos Lechuga, que aborda la represión contra un intelectual homosexual en los años setenta y ochenta. Santa y Andrés todavía está prohibida en la isla y fue excluida en 2017 del Havana Film Festival de Nueva York, a pedido de las autoridades cubanas.
Esta vez, la censura lo ha tenido más difícil. El ICAIC decidió posponer sine die la celebración de la Muestra Joven “con el objetivo de crear mejores condiciones para su realización y analizar diversos temas de trabajo en un ambiente apropiado”. En realidad, tras darse a conocer el veto de la película varios jóvenes realizadores (Daniela Muñoz Barroso, Regis Guedes, Carla Valdés León, Carlos Lechuga, Lisandra López Fabé) decidieron retirar sus obras del evento en solidaridad con los realizadores censurados. La “solución” oficial ha sido cesar a la directora del evento.
Es curioso cómo un régimen autoproclamado socialista de pronto utiliza como argumento para impedir una proyección pública el uso sin permiso de un archivo que se supone pertenece a la memoria colectiva de los cubanos. Una vez más, al artista le toca padecer la identificación del país con la Revolución, el Estado y la ideología partidista. Como si las evidencias históricas necesitaran un guardián del significado.
La censura a Sueños al pairo es singular porque demuestra el lado más oscuro de la “continuidad” que defiende el discurso oficial cubano. Los censores del documental de Aparicio y Fragela actúan igual que quienes antes prohibieron a Porcel. Pero en vez del silencio y el miedo de la vapuleada generación anterior, unos cineastas que en su mayoría no rebasan los 30 años han optado por la solidaridad y la defensa de la libertad creativa. Un signo sin duda esperanzador dentro de un panorama sombrío.
Habría que preguntarse hasta qué punto este cambio de actitud de la nueva generación, impensable hace solo unas décadas, podrá incitar un urgente cambio de curso de la cultura y la sociedad cubanas.