La catedrática Montserrat Huguet estudia la fundación de la capital de Estados Unidos en un libro que no esconde las historias más oscuras de la ciudad. Durante las primeras décadas del siglo XIX la ciudad era un crisol de advenedizos, un nido de desigualdad atravesado por cuerdas de esclavos, llena de prostíbulos y con un proyecto urbanístico endiablado.
George Washington, en su granja con esclavos en el Monte Vermont, en un cuadro de Junius Brutus Stearns (1851)
Washington: de los esclavos y los prostíbulos a ser la ciudad más poderosa del mundo
Antes de ser la ciudad más poderosa del mundo, antes de albergar la Casa Blanca y el Capitolio, antes de regir de forma directa los destinos de 330 millones de estadounidenses, y de forma indirecta, del resto del planeta, la ciudad de Washington era algo muy distinto. En 1790, año de su fundación, y durante las primeras décadas del siglo XIX la ciudad era un crisol de advenedizos, un nido de desigualdad atravesado por cuerdas de esclavos, llena de prostíbulos y con un proyecto urbanístico endiablado. Montserrat Huguet, catedrática de la Carlos III de Madrid, acaba de publicar Washington, la ciudad del barro y los esclavos (Comares), un apasionante recorrido por el proceso fundador de la ciudad, que resume el proceso fundador del país que la albergaba.
“¿Por qué Washington City?”, se pregunta Huguet. La ciudad le intrigó a cuenta de una escritora poco conocida en España, Margaret Smith Bayard, cuya novela Washington in Winter, de 1824, había caído en sus manos. “Esta novelita me hizo interesarme primero por la autora, y luego por su obra más conocida: The First Forty Years of Washington Society. Ahí descubrí una época y un mundo muy inusual en los estudios de historia contemporánea a los que estamos habituados en España”. Unos textos le fueron llevando a otros hasta darse cuenta de que ahí había un buen tema, “porque la historia de las primeras décadas de la ciudad era también la de la formación del estado federal, del tejido legal y normativo, de las tensiones comunitarias y sociales”.
Pero pongamos en marcha la máquina del tiempo. En ese 1790 en que se decide fijar la capital estadounidense en ese punto del mapa, el terreno sobre el que se iba a edificar era privado: cien millas cuadradas que en su mayoría eran granjas. 19 propietarios, reunidos en la taberna Suter de Georgetown, decidieron vender sus tierras a 25 libras las 35 hectáreas. Ya había un terreno sobre el que construir una ciudad. “Los nombres más importantes en el proyecto inicial fueron desde luego los de George Washington y Pierre Charles L'Enfant”, explica Huguet. L’Enfant era el arquitecto de origen francés que diseñó la ciudad. Y Washington, bueno, el primer presidente de EE UU y el que acabaría cediendo su nombre a la urbe.
Sin embargo, el urbanismo encallaba. A diferencia de las capitales europeas, Washington no era una evolución de un asentamiento, sino un objetivo a lograr en un plazo récord. Una ciudad que fue armándose en torno a varios hitos arquitectónicos, y no a un centro tradicional. Estaba la Casa del presidente (diseñada por James Hoban), que solo adquiriría lo de Blanca más tarde, y estaba el Capitolio, concebido como “palacio” de la soberanía popular. Pero en general Washington era en sus primeras décadas “una urbe habitada sobre todo por gente pobre, sin empleo y sin techo”, describe la profesora. Una ciudad triste, sin encanto, lastrada por la indiferencia de las autoridades por los desbarajustes urbanísticos. Un “archipiélago de vecindarios”, como se dice en el libro, construido sobre el barro al que se debe uno de los dos sustantivos del subtítulo: la ciudad del barro y los esclavos.
El otro sustantivo se debe, según Huguet, a que la ciudad “fue desde sus comienzos un claro exponente de la paradoja existente entre los deseos de los fundadores y la historia. A excepción del Presidente Adams, un abolicionista declarado que nunca tuvo un solo esclavo, los primeros presidentes eran esclavistas”, cuenta. Y es que la esclavitud era una industria floreciente en Washington City. La localización de la ciudad, entre el Norte y el Sur, y en una región esclavista, la convirtió en centro natural del negocio. Aunque el Gobierno en sí no tenía esclavos, no veía inconveniente en alquilarlos para el trabajo cotidiano. En el día a día podían verse cuerdas de esclavos rumbo a los mercados donde eran encadenados a las paredes de los establecimientos en los que se dirimían los tratos. “Muchos de los políticos que habitaban la urbe en representación de sus Estados mantenían esclavos domésticos y en sus haciendas, y además no veían grandes objeciones a una industria todavía muy lucrativa”, explica Huguet. “La relación de algunos presidente, Jefferson sin ir más lejos, con sus esclavos era paternalista: consideraban que la esclavitud era inevitable y cuidaban a los esclavos manifestándose orgullosos de su comportamiento. Otros, por ejemplo Jackson, no veían grandes problemas morales en el hecho de la esclavitud”. Lo cierto es que —las crónicas de la época son testigos— los extranjeros que llegaban a la ciudad les sorprendía la paradoja de los políticos hablando en el Capitolio de la gran libertad que había en el país, y la vista de esos mismos políticos caminando acompañados por gente de su propiedad. En 1800, el 25% de la población de Washington eran negros esclavos.
“La vida de todos los negros estaba regida por los llamados Códigos de Negros, que eran compendios muy pormenorizados sobre la interacción social entre personas negras, fundamentalmente esclavos, y blancas”, añade Huguet. Asociada indefectiblemente la esclavitud al color de la piel, los negros que circulaban por la calle tenían que portar siempre la cédula que los certificaba como personas libres. Eso cambió en pocas décadas, y hacia 1840 Washington era una de las ciudades estadounidenses con más negros libres. El abolicionismo creció hasta los albores de la guerra civil. Aún así, Huguet matiza que “en los años previos a la guerra la abolición ganó la partida en la zona no tanto por razones éticas como prácticas: la economía de la región estaba en transformación y los esclavos ya no representaban un recurso tan beneficioso”.
Al barro y los esclavos se añade un tercer ámbito sorprendente: la prostitución. “La prostitución se convirtió así en una industria natural en la ciudad, muy beneficiosa para sus promotores y que alcanzó sus cotas más altas en la década de los años cincuenta y durante la Guerra Civil”, explica Huguet. A mediados del siglo XIX la industria del sexo era fuente principal de riqueza y seña de identidad de la ciudad. Los distritos del sexo eran perfectamente divisables desde la Casa Blanca, y lo que hoy se conoce como Triángulo Federal. “Las casas de prostitutas movían mucho dinero por su actividad, pero sobre todo por los negocios asociados: hoteles, juego, comercios de ropa y complementos, artículos de lujo, tabaco, fotos pornográficas, lavanderías”.
“La ciudad que hoy conocemos como Washington D.C. poco o nada tiene que ver con aquella Washington City de la primera mitad del siglo XIX”, cierra Huguet. Ya no existe, por ejemplo, el canal navegable que fue hasta los años cuarenta del siglo XIX eje principal de la urbe. Por no hablar de que de 2008 a 2016 Barack Obama se sentó en el Despacho Oval. “Hoy la ciudad ha eliminado muchos de los viejos estigmas relacionados con la pobreza y la raza, pero es indudable que sigue exhibiendo altas cotas de desigualdad social”. En cosas como esa, la capital del país más poderoso del mundo se sigue pareciendo a la nación que la alberga.
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