CARLOS ALEJANDRO RODRÍGUEZ | CUBANET
El 1 de abril de 1980, Filiberto Hebra, un antiguo estudiante de Filología en la Universidad de La Habana expulsado por “ostentación de la homosexualidad”, recibió la llamada de un amigo que lo invitaba a entrar a la Embajada de Perú y pedir asilo político.
Aún el régimen cubano no había divulgado los hechos, pero La Habana ya empezaba a caer sacudida por la noticia: un grupo de civiles había estrellado un ómnibus contra la cerca perimetral de la Embajada de Perú, en Miramar. Habían entrado. Habían pedido asilo político.
“No fui”, recuerda Hebra en su apartamento, en Miami, a 40 años de su llegada a Estados Unidos. “En aquellos momentos nunca pensé que la crisis diplomática acabaría bien, sino que todos los que entraron a la embajada irían a las cárceles”.
Tras la muerte de un suboficial que custodiaba la sede de la embajada, víctima del fuego cruzado entre sus compañeros, el propio Fidel Castro exigió a Perú la entrega de los “asaltantes” y amenazó con quitarle la protección al edificio. El “comandante” no esperaba que más de 10 000 cubanos entraran a la embajada, que pidieran asilo y quemaran las naves del comunismo.
La osadía desató la cólera de Fidel: pocos días después de los sucesos de la Embajada de Perú el “líder de la Revolución” abrió el puerto del Mariel para que pudiesen salir de la Isla los cubanos que lo desearan. De paso, les llamó “escoria” a los solicitantes de asilo y permitió que otras personas que su régimen consideraba “lacras sociales” se unieran al mayor éxodo masivo de la historia de Cuba.
“Con el paso de los días la maldad intrínseca del castrismo también halló una brecha para limpiar la islita de “indeseables”. Afortunadamente yo era uno de ellos”, recuerda Hebra, a sus 71 años.
―¿Por qué te habías convertido tú en un “indeseable” para la “Revolución”?
―No me convertí en “indeseable”, me convirtió la “involución” castrista por su desprecio hacia los valores humanos, la decencia, la honestidad y otros sustantivos que no están ni nunca estuvieron en su vocabulario ni en sus actos.
―Si tú nunca llegaste a la Embajada del Perú, ¿cómo te permitieron salir por el Mariel?
―Cuando todo pasó, me presenté como homosexual en la estación de la Policía más cercana, una decisión que, fuera de ese contexto, hubiera sido un acto suicida. Allí, entre humillaciones verbales, me entregaron un salvoconducto que se desmentía por sí solo, porque yo nunca fui a la Embajada del Perú. Lo fecharon 14 de abril de 1980 para que coincidiera con la etapa en que se desarrolló la ocupación de la embajada, sin embargo me lo entregaron y lo firmé el 11 de mayo.
En la embajada entraron aproximadamente 10 000 personas y el número de folio del salvoconducto es 031687, o sea, yo era el refugiado número 31 687 de los 10 000 en la embajada peruana. La intención era confundir a las autoridades estadounidenses de inmigración y de paso confirmarles que los que ocuparon la embajada eran “escoria social”, mayoritariamente homosexuales, locos de Mazorra y delincuentes comunes que sacaron de las cárceles bajo la amenaza de doblarles la condena si se negaban a irse.
Nos inventaban un documento de antecedentes penales que teníamos que firmar obligatoriamente. El mío incluía: Ostentación de homosexualismo en la vía pública, Tráfico de drogas y Perversión de menores. ¿Qué hubiera sucedido si al final no nos podíamos ir por cualquier sinrazón que ellos decidieran y nos quedábamos en Cuba con un historial tan “brillante”?
―¿Saliste del clóset para que te admitieran como “escoria”?
―Nunca estuve en “el clóset”, pues en mi entorno familiar siempre habían sido muy liberales y, de paso, yo era muy contestatario. En el ámbito político/social sí tuve muchos problemas por ser homosexual: desde encarcelamientos múltiples hasta la expulsión de la Facultad de Filología.
―Muchos de los exiliados que te acompañaron han dicho que soñaban con escapar de la Isla. Pero Fidel Castro también aprovechó el éxodo masivo para expulsarlos del país. Para ti, ¿el Mariel fue la oportunidad de escapar o fue la expulsión de tu país?
―Para mí fue el conjunto de esas dos cosas.
―Antes de salir definitivamente la mayoría de los cubanos que partirían por el puerto del Mariel tuvieron que pernoctar en El Mosquito. ¿Cómo los trataron las autoridades allí?
―Lo primero que nos hacían al bajar en fila de las guaguas en El Mosquito era quitarnos relojes, dinero y lo que algunos llevaban de comer, desde un pedazo de pan a una compota rusa. Muchos llevábamos pedazos de papel escritos con números de teléfonos de familiares o amistades en Estados Unidos. Esos los rompían frente a uno mismo. Alrededor de las 2:00 de la tarde nos daban el único alimento del día, un revoltillo de huevos muy especial que incluía las cáscaras. Había una sola pila de agua para 3 000 personas; bajo aquel sol y calor, cuando lograbas tomar unas pocas gotas ya tenías que ponerte al final de la fila de nuevo porque la próxima oportunidad de tomar agua sería dentro de tres o cuatro horas.
Como “dormíamos” sobre arrecifes, las “almohadas” eran nuestras camisas enrolladas para atenuar el diente perro. Durante la madrugada los militares soltaban al menos una decena de pastores alemanes entrenados para morder, algo que aprendieron muy bien y hacían obedientemente. Ante cualquier conducta que estimaran impropia la amenaza siempre era “vas a perder la salida”.
Nos llamaban por el nombre y el primer apellido, la persona tenía que responder con el segundo apellido, de lo contrario te quedabas para la próxima vuelta. La lista de torturas psicológicas y físicas constantes sería muy larga y dolorosa para enumerarlas. El éxodo duró hasta octubre; desconozco si las condiciones mejoraron, hablo solamente de mi experiencia entre el 11 y 15 de mayo de 1980.
―¿Cómo fue el viaje desde el Mariel hasta Estados Unidos?
―El viaje en barco fue espeluznante, la embarcación en que vine era un barco pequeño de turismo con un cartel que decía claramente “maximum capacity 35 persons”. Ahí nos hacinaron a 110 personas, sin agua potable ni alimentos; en la embarcación apenas venían grupos de familias, casi todos éramos homosexuales, locos de Mazorra y delincuentes comunes que obligaban a salir del país so pena de doblarles la sentencia si se negaban.
Lógicamente, el motor del barco se rompió pero entonces ya estábamos en aguas internacionales y dos guardacostas estadounidenses nos remolcaron hasta Cayo Hueso. El viaje no fue lo peor sino El Mosquito, del que no se ha escrito ni se sabe lo suficiente.
―Llegaste a Cayo Hueso. ¿Cuál iba a ser la vida que te esperaba en Estados Unidos?
―De Cayo Hueso fuimos a una antigua unidad militar donde nos “procesaban”, en Fort Chaffee, Arkansas. Ahí estuve un mes junto a otros 25 000 refugiados cubanos del Mariel. Cuando salí fui directo a Nueva York, donde viví 20 años; en el 2000 fue que me mudé a Miami.
Debo aclarar que no me preocupaba mi futuro en Estados Unidos, lo importante para mí era salir del infierno en que vivía; me resultaba indiferente si llegábamos a este país o a las Islas Malvinas. Hoy ya estoy jubilado y muy complacido con mi trayectoria de vida en EE. UU. Lo que he logrado ha sido por mi propio esfuerzo y ahora me considero ciudadano del mundo, sin fidelidades patrioteras a ningún lugar determinado.
―¿Pensaste regresar a Cuba otra vez?
―De hecho, regresé de visita en cuatro ocasiones en la década de los 90. Además de ver a la poca familia que dejé atrás, creo que fui para hacer catarsis, ese efecto liberador que causa enfrentar la tragedia para suscitar la compasión o la pena. Toda mi corta familia está ya del lado de acá y no tengo entre mis planes regresar. Los 71 años que ya cargo encima me han enseñado que regresar ―o recordar― no es volver a vivir.
En Cuba, Filiberto Hebra estudió Filología en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana hasta que fue expulsado, en cuarto año, por su orientación sexual.
“Después de la expulsión de la universidad y ser amenazado con aplicarme la ‘ley de la vagancia’, solamente encontré un trabajo en Santiago de las Vegas como “diseñador” de horrorosas piezas de artesanía que el Gobierno regalaba a cuanto visitante oficial de ‘los países hermanos’ llegaba a la Isla”, contó a CubaNet.
A su llegada a Nueva York, Hebra tuvo que lavar platos y limpiar pisos. Más adelante ―rememora― encontró trabajo en una cadena de boutiques. En poco menos de un año lo nombraron Director de Arte de todas las tiendas.
En el año 2000 se convirtió en consultor del director de cine estadounidense Julian Schnabel para la película “Antes que anochezca”, basada en la vida y obra del escritor y poeta cubano Reinaldo Arenas. También apareció brevemente en el filme interpretándose a sí mismo y trabajó como asesor de Javier Bardem, el actor español ganador del Oscar que interpretó a Arenas.