LA HABANA, Cuba. – Mi vecino, que nunca ha trabajado y sobrevive gracias al dinero que le envía la familia desde los Estados Unidos, es quien aplaude con más entusiasmo todas las noches a las nueve. Fue, además, de los que cantaron el himno nacional este Primero de Mayo a las ocho de la mañana, tal como ordenó el Partido Comunista. No solo cantó, sino que aplaudió y hasta gritó vivas a esto y aquello teniendo como fondo musical las notas de La Internacional.
Pasa ya de los 40 de edad, apenas tiene nivel escolar secundario y comenta con los demás vecinos sobre lo “bien” que está la madre allá en Hialeah (que para él es “la mejor zona de Miami”), a pesar de haberse ido por “reunificación familiar” con más de 60 años cumplidos y con mil y una dolencias que le impiden trabajar, por lo cual recibe un auxilio bien generoso del “imperialismo yanqui”.
“Imperialismo yanqui” es como nombraba esa “compañera” a los Estados Unidos antes de convertirse en la “señora emigrada” que sabe extender la mano para cobrar la ayuda que periódicamente recibe en “la Yuma”.
Todavía la recuerdo colgando banderas rojo y negras del 26 de Julio de su balcón y yendo más que entusiasmada a cuanta “marcha del pueblo combatiente” era convocada por el Partido Comunista.
También lanzando huevos y groserías en 1980 contra las casas de quienes eran señalados por el régimen como “escoria” y “gusanos” solo porque manifestaban el deseo de marcharse a otro lugar del mundo que no fuera este donde les había tocado nacer y que, por el modo en que somos vigilados, se parece más a una cárcel, un manicomio, una granja.
La madre de mi vecino, “combativa” y “revolucionaria”, se jubiló antes de haber cumplidos los 65 años y casi de inmediato se subió a un avión rumbo a Miami para reunirse con sus otros hijos.
Alguna vez la escuché decir que lo hacía como una especie de “sacrificio” porque así podía ayudar económicamente al único vástago que dejaba en la isla, al que los hermanos no querían mantener por inútil y vago, aunque la palabra que usó fue “mala cabeza”, una manera tierna, condescendiente, de llamar a ese que, aunque este primer día de Mayo despertó a la vecindad con su “entusiasmo revolucionario”, el resto del año, frente a los amigos que madrugan para ir a trabajar, se jacta de dormir de lunes a lunes hasta más allá del mediodía, de jugar en la computadora hasta las 2 de la madrugada y de tener saldo en el teléfono suficiente como para hablar una semana entera sin prisa ni pausa.
Pero mi vecino no es el único ejemplar de su especie. Muy cerca de él viven otros similares que cantarán el himno y aplaudirán hasta que un día les llegue el momento de emigrar, o de morir atragantados con un trozo de carne de esa que no se ve por ningún lado, que incluso es ilegal consumir, pero que logran comprar en el mercado negro con la remesa que reciben del “Norte revuelto y brutal”.
Muchos descienden de, o pertenecen a, esa estirpe de tiradores de huevos, que también fueron los mismos que gritaron “Paredón” en los 60, y que volvieron a gritarlo en los 90 cuando los juicios sumarísimos contra altos oficiales del ejército acusados de traición, o contra los jóvenes que secuestraron una embarcación para escapar de Cuba.
Todos son la consecuencia de un sistema donde gritar, aplaudir, repudiar y callar cuando lo ordenan no te mejora la vida, pero al menos te brinda la ruin satisfacción de arruinársela a los demás, incluso haciéndote creer que al obedecer y seguir la corriente eres más astuto que cualquiera.
De modo que mi vecino no es excepcional. De este y del otro lado de la calle donde vivo abundan quienes cada noche se dejan escamotear los aplausos sin ningún tipo de forcejeo. Los que se dejan arrebatar la espontaneidad de aplaudir a los trabajadores de la salud pública sin pensar por un minuto que, con ese acto de expropiación, el Partido Comunista no solo desvirtúa la acción, sino que se apropia de cualquier resquicio de libertad individual e iniciativa porque, de acuerdo con su modo de pensar y actuar, en tales manifestaciones espontáneas se oculta un acto de sedición que, aunque mínimo, pudiera ser contagioso.
Aplauden y cantan el himno cuando les ordenan que lo hagan porque es así como funciona la maquinaria. Es así como se les perdonan los pecados de no trabajar, de comprar y vender en el mercado negro, de no “pensar como país” sino de sobrevivir como la vil especie que son.
Viendo las redadas contra revendedores y acaparadores, negociantes de barrio que han existido durante décadas sin que preocupen a nadie, hay quienes hemos llegado a pensar que en muchos casos se pudiera tratar más bien de una cacería “subliminar”, un acto ejemplarizante, contra aquellos que se niegan a aplaudir o a los que sencillamente no les importa.
Fijémonos en que no solo se informa de tales detenciones en los minutos finales del noticiario de las ocho, casi rayando las nueve en punto, sino que hasta uno de los operativos en Centro Habana “coincidió” con el horario de los aplausos y de ese modo la televisión exhibió el espectáculo, incluso sugiriendo que los vecinos de los infractores aplaudían a las fuerzas policiales. Un acto de escamoteo que pocos días después quedaría refrendado cuando una oficial de Tropas Especiales reclamó frente a las cámaras del noticiero que los aplausos deberían ser también para ellos, porque los merecían tanto como los médicos.
Una expresión de soberbia que no es más que el reflejo de una ideología arrogante instalada en el poder.
Pero este tipo de persona de la que hablo, materializada en mi vecino y sus iguales, está muy lejos de ser una víctima de eso que el régimen llama “trabajo ideológico”. Juntos son en realidad el verdadero corazón —que no el cerebro— del sistema. Son el amargo resultado de algo que a diario se nos devuelve como bumerán y nos golpea la cabeza.
Son esa “continuidad” celebrada no por virtuosa sino por preservar con sus actitudes la misma especie que no sintió vergüenza al repudiar y lanzar huevos cuando el éxodo del Mariel. La misma que jamás sentirá algo parecido al arrepentimiento porque, forjada en la vagancia, el conformismo, la cobardía y la inutilidad como “virtudes”, Cuba les parece el mejor de los mundos posibles y siempre hará lo que le ordenen hacer por tal de “no complicarse demasiado la vida”.
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