Hace unos días, Mariela Castro fue invitada a La tarde se mueve, un show que conduce Edmundo García en YouTube. El activista es conocido por sus afectos hacia el régimen cubano, aunque reside en Miami. Que Castro Espín utilizara esa plataforma para hablar de las UMAP no es casual. Sus declaraciones coinciden con el hecho de que ya el documental Pablo Milanés, realizado en 2016 por Juan Pin Vilar, está disponible al público. El filme fue censurado en Cuba y estuvo restringido en Vimeo hasta ahora. Allí, Milanés habla brevemente de las UMAP, adonde fue enviado en 1966, cuando su carrera musical despegaba.
“Aunque no haya comparación, te puedo decir que estuve en Auschwitz y las instalaciones eran mejores que las de la UMAP [risas]. Las instalaciones eran tenebrosas”, aseguró.
Auschwitz es la representación superlativa del horror que los exconfinados de las UMAP han usado recurrentemente. Sin embargo, esta analogía ha tenido serias consecuencias en la legitimidad de sus narrativas, porque, entre otras cosas, en las UMAP no hubo crematorios ni cámaras de gas. Este ejercicio hay que entenderlo dentro de una estrategia orientada a ubicar sus experiencias dentro de un relato universal, en un mapa global de campos de concentración.
En el filme, Pablo Milanés dice que en las UMAP sufrió del síndrome de Estocolmo. Junto al actor Ricardo Barber, el cantautor realizó una obra de teatro que se representó en la unidad en la que se encontraba. Así lo describe: “Hicimos una obra favorable a los que nos habían mandado para allá y nos culpábamos por haber ido hacia allí. Nos sentimos culpables, porque todos los días nos lo decían: ‘ustedes son árboles que han crecido torcidos’”. Al parecer, los guardias se sintieron complacidos y propusieron difundirla en otros campamentos. “Barber y yo rompimos la obra y dijimos que no la recordábamos y que no queríamos hacerla en ningún lugar. Hemos estado brindándoles ofrendas a los que nos mandaron para acá”, concluyó.
Ricardo Barber abandonó Cuba en la década de 1970 y se fue a Nueva York, donde murió a finales de 2018.
Un tiempo después de salir de las UMAP, Pablo Milanés se convirtió en uno de los iconos del Movimiento de la Nueva Trova. Sus canciones, junto a las de Silvio Rodríguez, entre otros, conformaron la banda sonora de la Revolución que influyó a millones de personas. Aunque en Cuba era un secreto a voces que Milanés había sido enviado a los campos de concentración, Pablo esperó varias décadas para hablar del asunto.
Hasta el documental de Juan Pin Vilar en 2016, el cantautor se limitaba a dar algún que otro detalle a periodistas extranjeros que lo entrevistaban durante sus giras internacionales. En la actualidad, los balbuceos sobre su experiencia como confinado en los campos de concentración revolucionarios, coinciden con la promoción de sus conciertos en América Latina.
Es posible que el síndrome de Estocolmo del que habla Pablo Milanés lo haya afectado por mucho tiempo. En 1984, casi veinte años después de salir de las UMAP, escribió “Cuando te encontré”, una canción de amor a la Revolución que conminaba: “Será mejor hundirnos en el mar que antes traicionar la gloria que se ha vivido”. Además, existen indicios de que en 1980 participó, junto a otros miembros de la Nueva Trova, en un mitin de repudio contra el trovador Mike Porcel.
La disponibilidad del documental y las declaraciones de Mariela Castro Espín en La tarde se mueve, están conectadas. En lo que parece una respuesta a Pablo Milanés, la directora del CENESEX trató de restar importancia a las UMAP. Para darle un poco de opacidad, dijo que era un asunto “muy sobredimensionado y muy distorsionado”. Aunque reconoció que “la manera de recoger a las personas fue terrible”, justificó el emplazamiento de los campos de trabajo forzado: “Había personas que estaban totalmente distanciadas de los problemas del país y no querían poner su granito de arena”.
Además, por razones obvias, culpó de las redadas y detenciones al Ministerio del Interior (MININT) y no al Ministerio de las Fuerzas Armadas (FAR), institución que por entonces dirigía su padre, el general Raúl Castro. “Eso fue un trabajo que se hacía desde el Ministerio del Interior (MININT), no era compatible con lo que habían decidido las Fuerzas Armadas”, aseguró. De este modo, no solo deforma la memoria colectiva, sino también exime de responsabilidad a los culpables del experimento.
De acuerdo con Mariela Castro, la experiencia de los confinados en los campos de trabajo dependió de las vivencias de cada cual. “En las UMAP había directivos que no eran homofóbicos, y que trataron bien a su gente, y que fueron comprensivos”, agregó. Sobre esto voy a volver más adelante.
Los ejercicios de acomodación de la experiencia traumática y el falseo de la Historia que hace Castro Espín, continúan. En otra parte de su intervención, la directora del CENESEX se refirió al programa de “Escuelas al Campo” desarrollado por los líderes de la Revolución a mediados de la década de 1960. “Nosotros íbamos a la escuela al campo. ¿Ir a la escuela al campo eran campos de concentración? Mira que aprendimos mucho y nos divertimos mucho y lo cuestionábamos todo. Si la pasábamos de lo más bien…”, dijo con sorna. Si estos discursos logran asentarse es posible que en un futuro no muy lejano veamos a las UMAP representadas en los manuales escolares y en la esfera pública como simples campamentos de verano o balnearios.
Como se sabe, el programa de la “Escuela al Campo”, iniciado en 1966, estaba conectado al proyecto de creación del “hombre nuevo”, y miles de niños y adolescentes fueron enviados a trabajar en la agricultura de modo obligatorio. Al tiempo que intensificaba una pedagogía de adoctrinamiento, el Estado se apropió de una fuerza de trabajo a la que no tenía necesidad de compensar económicamente. Esta política se extendió a todo el país por varias décadas, hasta que en el verano de 2009 la prensa oficial anunció su fin.
Como niño y joven cubano también tuve que trabajar en el campo, y no, no fue una experiencia placentera. Siempre lo vi como una imposición absurda, autoritaria y nada divertida. Había que cumplir normas, y sentí muchas veces el rigor del hambre. Si me negaba a trabajar había consecuencias e inmediatamente podía estar bajo sospecha. La asignación de becas o de carreras universitarias estaba sujeta a mi desempeño como trabajador agrícola.
Los comentarios de Castro Espín tratan de conectar ese experimento a un campo de afectos. Dentro de esa lógica, el trabajo forzado fue una suerte de carnaval, un espacio de entretenimiento. Este tipo de gestos ya lo habíamos visto en la música del trovador Frank Delgado. En la canción “Maletas de madera” (2007), la escuela al campo se representa en una dimensión nostálgica y esos años se convierten en un objeto de deseo. Esta mirada tiene consecuencias por la memoria que genera. Las letrinas, la tierra colorada y el hambre, adquieren en el discurso connotaciones muy positivas y despolitizan la propia experiencia. “Vamos a formar una conga con maletas de madera, tomando agua con azúcar encima de la litera”, entonaba la guarachita.
La zona más problemática de la intervención de Mariela Castro en La tarde se mueve, tiene que ver con su concepción de la Historia. Según Castro Espín, los historiadores debemos dejar de “estar escudriñando en la basura con malas intenciones”. Esta noción escatológica que maneja la directora del CENESEX representa a los investigadores como “basureros” malsanos y a la Historia como una disciplina que pertenece exclusivamente al pasado. Se persigue que la Historia oficial de la Revolución se asiente como una narrativa fijada e incontestable. “Ah, cómo chisporrotea la mierda cuando se revuelve”, diría Reinaldo Arenas.
“La hora de las UMAP”
El travestismo de Estado, como estrategia política, también se basa en la creación de espacios de crítica controlada en los que se toleran determinados discursos, siempre y cuando no pongan en peligro la hegemonía del Estado. Estos espacios se usan sistemáticamente para promover ciertas narrativas sobre la Revolución que orientan cómo deben leerse y asimilarse algunos asuntos históricos complejos, como las UMAP.
En noviembre de 2015, cuando se cumplieron cincuenta años de la instalación de esos campos de trabajo forzado, el Centro Cristiano de Reflexión y Diálogo-Cuba, una institución que pretende reformar el maltrecho socialismo cubano, celebró en Cárdenas, provincia de Matanzas, un encuentro entre exconfinados de las UMAP para hablar del tema.
Varios de los asistentes al evento contaron detalles de sus experiencias en los campos de trabajo forzado e hicieron referencia a los maltratos y abusos a que estaban sometidos por parte de los guardias. “Yo sentí asco por mi país”, dijo entonces Moisés Machado Jardines. “Por haber estado en las UMAP me vi marginado de mi antiguo trabajo y otros que intenté conseguir a la salida, y hasta perdí a mi esposa, que se marchó con mis dos hijos”.
En la reunión de Cárdenas participó también Rafael Hernández, director de Temas, una revista de Ciencias Sociales que funciona como un espacio de crítica controlada, “dentro de la Revolución”. Su intervención estuvo orientada a acomodar y a diluir las injusticias de las UMAP dentro de una retórica de Guerra Fría. “No se trata solo de evaluar la justicia o la eficacia de esas medidas, sino de recordar el contexto histórico en que se desarrollaron”, expresó.
Días después, Hernández publicaba en el blog de Temas “La hora de las UMAP. Notas para un tema de investigación”, donde propone una lectura muy particular de los campos de trabajo en Cuba, y diserta sobre la manera en que deben investigarse. Para el intelectual, las UMAP fueron una suerte de “escuelas de conducta”, cuando menos “campos de castigo”, pero no campos de trabajo forzado.
En cierto momento reconoce que, dada la estructura y la disciplina implementada, las UMAP estaban más cerca de las prisiones que de las unidades militares. En un primer momento, agrega, los campos estuvieron conformados por “antisociales y vagos habituales en edad militar, es decir, personas con antecedentes penales o considerados predelincuentes”. Aquí reproduce la jerga criminológica que justificó, precisamente, la persecución de ciudadanos y el emplazamiento de los campos de trabajo forzado, sin cuestionar en lo más mínimo el carácter biopolítico de la Revolución.
Que su artículo haya sido publicado en Temas, una de las poquísimas revistas académicas en la Isla, le confiere al texto un aura de legitimidad e independencia del Estado, que en realidad no posee. Como dije antes, Temas es un espacio de crítica controlada y responde en última instancia a las instituciones gubernamentales. La visión de Hernández está más apegada a la Historia oficial de la Revolución, que a una investigación con rigor historiográfico y trabajo de archivo. Su texto está diseñado, sobre todo, para restarle fuerza y alcance a los testimonios producidos por exiliados cubanos sobre estos campos de trabajo.
El sesgo que Rafael Hernández le atribuye a los testimonios de los exiliados cubanos es de tipo ideológico. De acuerdo con el director de Temas, esos testimonios son exagerados y describen solo “situaciones extremas”. En cambio, los publicados en Cuba —en ediciones de algunas iglesias evangélicas, vale la pena aclarar—, sí “presentan una visión más ecuánime y humanizada”.
Hernández utiliza como modelo de esa escritura a Dios no entra en mi oficina: Luchando contra la amargura cuando somos víctimas de la injusticia (2003). Se trata de un libro autobiográfico escrito por Alberto I. González Muñoz, un seminarista que fue enviado a las UMAP. A diferencia de los religiosos exiliados —que buscaban la denuncia al régimen cubano por el emplazamiento de los campos de trabajo forzado y abrir un debate para una política de la memoria—, González Muñoz conmina al lector a no tomar el libro como una “acusación a ultranza”, porque, en definitiva, sugiere, la experiencia de las UMAP no fue tan horrorosa como la de otros contextos.
De este modo, el autor trata de desprenderse de la analogía de Auschwitz, la representación más poderosa del campo de concentración y del poder totalitario, utilizada recurrentemente por algunos de los cubanos que han decidido dar testimonio sobre su experiencia traumática en las UMAP. Auschwitz es la imagen del horror, la deshumanización y la perversidad del poder biopolítico en un grado superlativo. Lo espeluznante de esa experiencia hace que otros modelos de campos de concentración y trabajo forzado, como el Gulag soviético o las propias UMAP, no parezcan experiencias tan terribles.
En esa lógica se inscribe el texto de Alberto I. González Muñoz, quien llega a decir, incluso, que se sintió un “privilegiado” por haber sido enviado a las UMAP, porque aprendió más de la naturaleza humana y a conocerse a sí mismo. En este texto, el diseño de la institución y los severos castigos a los que fueron sometidos los confinados, aparecen como “errores” y no como estrategias sistémicas de los aparatos y dispositivos de control emplazados por el gobierno cubano en esa época.
Al presentar a Dios no entra en mi oficina como modelo de escritura sosegada, Rafael Hernández pasa por alto que Alberto I. González Muñoz recibió una serie de privilegios de los guardias y cabos que custodiaban a los confinados. Esto provocó que su estancia en las UMAP no fuera tan tortuosa. Este caso particular no puede utilizarse para minimizar el rigor al que fueron sometidos miles de hombres en esos campos.
En resumen, como la revista Temas, el texto de Rafael Hernández sobre las UMAP forma parte de ejercicios y estrategias políticas de instancias oficiales, encaminadas a producir determinados marcos de interpretación sobre la realidad cubana. Consiste en un proyecto de desmemoria que canaliza y asimila traumas colectivos con lenguajes específicos y espacios de remembranza, que dictaminan qué y cómo los cubanos deben recordar.
Estos ejercicios, por supuesto, tienen repercusiones en espacios de memorialización de eventos traumáticos. En la literatura, por ejemplo, ha tenido un gran impacto. Hemos visto cómo los escritores, incluso aquellos que no dependen de los comisarios culturales cubanos para publicar, acomodan el pasado y se refieren a determinados acontecimientos con las mismas herramientas de representación que utiliza la cultura oficial.
Los regímenes totalitarios, sobre todo aquellos enquistados en el tiempo, tienden a producir narrativas que diluyen la represión para distorsionar el alcance de la tragedia. Borrón y cuenta nueva, dicen algunos. El modelo cubano no es una excepción. En ese proceso, hasta las propias víctimas del sistema producen relatos que tratan de acomodar la experiencia traumática dentro de un marco de corrección política y perdón.
Con Dios no entra en mi oficina, Alberto I. González Muñoz construye un relato que al final termina por exculpar a los responsables de ese atroz experimento, al tiempo que distorsiona, diluye y clausura el debate sobre la política de la memoria y la administración de la justicia en el futuro.
Este libro busca no solo congelar el pasado, sino también establecer una relación directa entre la experiencia traumática y los discursos de la sanación. Al final de la introducción, el autor conmina a los que vivieron esa pesadilla a que canalicen sus heridas, el dolor y la sensación de pérdida, a través de la fe y la esperanza. Es la “decisión más sabia y más sana”, asegura.
Alberto I. González Muñoz insiste en que la historia de su experiencia en las UMAP pertenece por entero al pasado. “Es inútil levantar acusaciones y condenar lo que ya no existe, precisamente, porque en su momento se reconoció errado y se clausuró”, señala al inicio de su libro Dios no entra en mi oficina.
En otro pasaje va más allá y dice que el cierre de las UMAP “en sí mismo fue un acto de justicia social y así debe ser reconocido históricamente”. González Muñoz vive en Cuba. Lo he explicado varias veces, los autores que escriben desde la Isla, son muy cuidadosos con sus posicionamientos políticos.
La ética del testigo
Este ejercicio acomodaticio resulta muy problemático por el tipo de memoria que construye y promueve. Es una surte de memoria fetiche, diría Isaac Rosa. Es decir, una memoria que se articula en lo anecdótico y en lo sentimental, más que en lo ideológico y en la determinación de responsabilidades. Sin embargo, al mismo tiempo puede ser productivo para pensar las diferentes posiciones de sujeto, que se establecen con respecto al acontecimiento, y la ética del testigo del campo de concentración —de la que habla Giorgio Agamben— a la hora de narrar una experiencia. Esta ética está atravesada por una especie de código moral que moldea el testimonio en una relación constitutiva con la política.
En uno de los pasajes del libro, González Muñoz, expone en qué consiste su ética de testigo basada en la “objetividad”, cuando escribe sobre su relación con uno de los guardias. En el fragmento se lee: “Al escucharlo, comprendí que aunque formaba parte de la maquinaria reeducadora, también era una víctima como cualquiera de nosotros”.
En otro momento, el autor va más allá y dice que algunos de los oficiales “mostraron simpatía, compasión y afecto a los reclutas”, para más adelante agregar: “Muchos intentaron ser justos, humanos y positivos en medio de la circunstancia tan negativa que los envolvió. Las experiencias con Rosabal, Concepción, Marrero, Zapata, Rojas y otros más, además de mitigar mis angustias en las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, me enseñaron lecciones que necesitaba con urgencia. Lecciones que dieron una nueva dimensión a mi vida”.
Ahora bien, ¿son las víctimas y los victimarios sujetos semejantes?
¿Qué consecuencias tiene para la memoria pública representar a represores o cancerberos como víctimas?
¿Qué implicaciones tiene para imaginar futuros procesos de administración de la justicia?
Aquí, considero oportuno incluir las ideas de Primo Levi sobre el papel del testigo y la representación de los cancerberos del campo de concentración. En un apéndice que agregó a la edición de 1976 de Si esto es un hombre (1947), Primo Levi aclara que para escribir ese texto había “usado el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la víctima ni el iracundo lenguaje del vengador”. La distinción entre víctima y testigo es fundamental para esta discusión. Levi pensaba que su palabra “resultaría tanto más creíble cuanto más objetiva y menos apasionada fuese; solo así el testigo en un juicio cumple su función, que es la de preparar el terreno para el juez. Los jueces son ustedes”, concluía.
Levi sabía que esa posición podía ser problemática, porque la búsqueda de una “comprensión” más compleja y abarcadora de los acontecimientos de alguna manera implicaba cierta justificación. Así lo exponía: “Quizás no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender casi es justificar. Me explico: ‘comprender’ una proposición o un comportamiento humano significa (incluso etimológicamente) contenerlo, contener al autor, ponerse en su lugar, identificarse con él”.
Aunque en Dios no entra en mi oficina no hay referencias a la figura ni a la escritura de Primo Levi, el proyecto de memoria en el que se involucra Alberto I. González Muñoz me lleva a pensar en la noción de “zona gris” que esbozaba el propio Levi. La “zona gris” tiene que ver, precisamente, con el acto de narrar la experiencia de modo “objetivo”. La intención es “comprender”, también, la posición y la subjetividad de los victimarios.
Sin embargo, ese proceso conduce inevitablemente a la humanización de algunos de los cancerberos. Como se sabe, Levi entró en contacto con algunos de los funcionarios de la maquinaria de exterminio nazi cuando empezó a publicar sus textos y a convertirse en una figura pública. Uno de ellos fue Ferdinand Meyer. Gracias a las biografías de Iam Thomson (Primo Levi: A Life) y Marina Annissimov (Primo Levi: Tragedy of an Optimist), sabemos de la correspondencia que estableció Primo Levi con Meyer. Levi le dejó muy claro que aunque no sentía odio, tampoco podía perdonar. Este intercambio permitió al testigo acercarse a aquellos que participaron del sistema nazi, sin ser viles o infames, como sujetos “grises”. De este modo, Levi trataba de romper el marco binario entre “buenos” y “malos”, para adjudicarle toda la responsabilidad al sistema y no a sujetos específicos.
Este posicionamiento le ganó muchas críticas, incluso de algunos de los que corrieron su misma suerte en Auschwitz, como Hans Mayer, quien escribió, bajo el nombre de Jean Améry, Más allá de la culpa y la expiación: Tentativas de superación de una víctima de la violencia. Según Levi, Jean Améry lo consideraba un “perdonador”, quizás porque su búsqueda de la “comprensión” opacaba de alguna manera la dimensión de la tragedia y la responsabilidad de los culpables.
Miami y el resentimiento
Las contribuciones de Améry a los debates sobre el perdón me parecen fundamentales para pensar el lugar de la justicia en la reconstrucción del pasado y en la imaginación de la memoria colectiva.
En Más allá de la culpa y la expiación, Améry asegura que solo es capaz de perdonar a sus victimarios quien “consiente que su individualidad se disuelva en la sociedad, y es capaz de concebirse como función del ámbito colectivo”. Es decir, aquel que se acepta “como una pieza desindividualizada e intercambiable del mecanismo social”, en función de un contrato que busca “superar el pasado” a partir de diluir la experiencia traumática y la figura del testigo, en una narrativa colectiva y acomodaticia.
Para Améry, este proceso forma parte de los lenguajes del verdugo, de ahí que los llamados a la reconciliación son siempre sospechosos porque atentan contra la Historia misma. Es un absurdo, explicaba, “que se me exija objetividad en la confrontación con mis verdugos, con sus cómplices o tan solo con los testigos mudos. El crimen como tal no posee ningún carácter objetivo”, explicaba.
El “resentimiento” es el nodo desde donde se posicionó como testigo. Se trataba, explicó, de que el verdugo se viera obligado a enfrentar la verdad de su crimen. En su argumentación, Jean Améry cargó contra la psicología que construye a las víctimas como sujetos enfermos y perturbados; también contra Nietzsche, quien en su Genealogía de la moral había hablado del resentimiento como una categoría contaminada por la venganza y la falta de integridad. “Así habló quien soñaba con la síntesis del bárbaro y del superhombre”, respondió.
En el caso cubano, la noción de “resentimiento” ha estado asociada generalmente a los lenguajes del exilio. Es una categoría cargada con un sentido peyorativo. Dentro de esta lógica, los exiliados cubanos no son más que seres rencorosos, movilizados por la venganza, porque no han podido “superar el pasado”.
Sin embargo, como demuestra Améry, la noción de resentimiento no necesariamente tiene que estar asociada a la venganza, a lo afectivo, o a lo psicológico, sino que es, ante todo, una categoría política y filosófica. El reto es convertir el resentimiento en un espacio productivo de memoria y no en un repertorio de nociones vacías de la Guerra Fría. La idea es convertir el acto de (re)sentir en un proceso de actualización del pasado que haga de la memoria un espacio no solo de archivo, sino de pensamiento crítico.