Hace 40 años que ocurrió el “éxodo del Mariel”. Ciento veinticinco mil cubanos arribaron a Estados Unidos entre el 15 de abril y el 31 de octubre de 1980.
Jimmy Carter no fue reelecto como presidente del país en las elecciones de noviembre de ese año como consecuencia, al menos en parte, de su manejo de la crisis. Se negó a seguir los consejos de un almirante implacable: “Yo no he sido elegido presidente de Estados Unidos para matar refugiados”. Tampoco el gobernador de Arkansas, Bill Clinton, pudo repetir su mandato. Lo acusaron de “blando” por acoger a unos centenares de cubanos en Fort Chaffee.
Menos del 10 por eran locos o criminales, pero el estigma les afectó a todos los “marielitos”, e incluso a los cubanos en general. Cuarenta años después los “marielitos” tienen un desempeño económico y social semejante al de la media blanca norteamericana, pero han servido, además, para revitalizar el mundo artístico hispano en Estados Unidos.
Todo comenzó cuando llegó a Cuba un joven diplomático peruano llamado Ernesto Pinto-Bazurco Rittler. Sería el nuevo Encargado de Negocios de la legación de su país en La Habana. Afortunadamente para los cubanos, el embajador en propiedad estaba fuera de la Isla. De lo contrario, probablemente todo hubiera sido diferente.
El 1 de abril a bordo de un autobús conducido por Héctor Sanyustiz viajaba media docena de cubanos desesperados por salir del país. Estrellaron el vehículo contra la entrada y lograron franquear el portón. Los guardias dispararon, hiriendo a Sanyustiz, pero le costó la vida a uno de los policías. Murió víctima del “fuego amigo”.
Como consecuencia del incidente, Fidel Castro solicitó a los diplomáticos peruanos que entregaran a los nuevos asilados. Pinto-Bazurco se negó, y el “máximo líder” de la revolución decidió darles un escarmiento: levantaría la custodia de la Embajada para que los peruanos sufrieran la presencia incómoda de unas docenas de disidentes legítimos entre los que camuflaría a unos cuantos de sus agentes de seguridad.
Craso error. En tres días entraron en la Embajada 10,856 personas: 5 personas por metro cuadrado de jardín. Fue un caso único en la historia de las relaciones entre países. Las más de diez mil personas eran una muestra absoluta de la sociedad: había médicos, ingenieros, agricultores, abogados, gente muy educada, menos educada y nada educada. Había personas vinculadas a la revolución, incluso miembros del Partido Comunista, y desafectos. Había niños llevados por sus padres, adolescentes estimulados por la aventura y ancianos. No eran solo habaneros. Se corrió la voz por toda la isla.
Continuaron las presiones sobre el diplomático Pinto-Bazurco. Una noche lo recogieron en la Embajada. El Comandante quería verlo. Se proponía intimidarlo personalmente. Fidel primero fue amable. Pinto-Bazurco se mantuvo en sus trece. Era abogado y diplomático. Se aferraba a la defensa de ley y de los derechos humanos. Se atrevió decirle a Fidel que el responsable de que se hubieran asilado casi once mil personas en tres frenéticos días era quien eliminó la guardia que custodiaba el recinto diplomático, violando las leyes internacionales. Pero cuando, para salvar vidas, el peruano rechazó la propuesta de que solicitara el allanamiento de la Embajada por parte del ejército, Fidel se indignó. “Yo –le dijo- soy el que decide en este país las personas que vivirán o morirán”.
Al cabo, Fidel aceptó, de hecho, que se había equivocado. Organizó un puesto de mando cerca de la Embajada. Le preguntó a Víctor Bordón, uno de sus comandantes, cuántas personas estaban contra la revolución. Bordón le dijo que había oído que la mitad del país. Fidel lo insultó y lo echó del recinto. Era asombroso que cuanto él más brillaba era mayor el rechazo. Había triunfado en Angola, en Ogaden y en Nicaragua, se había convertido en la cabeza del Movimiento de los No-Alineados, pese a ser un prosoviético consumado, y en Cuba crecía la protesta. Fidel no entendía que el costo de su liderazgo y de la presencia de la Isla en los asuntos internacionales era inmenso. Los cubanos querían ser razonablemente felices, no héroes forzados al sacrificio de sus vidas por un personaje sediento de gloria.
Fidel enseguida pensó en trasladar el problema a los odiados gringos. Lo había hecho en 1965. Provocó una crisis, admitió que los cubanos del exilio recogieran a sus parientes, lo que se convirtió en un dolor de cabeza para el gobierno de Lyndon Johnson, y les dio salida por el puerto de Camarioca. Washington entró por el aro. Estableció una válvula de escape legal y le llamó “Vuelos de la Libertad”. Entre 1965 y 1973 salieron 300,000 cubanos ordenadamente. Otros dos millones se quedaron almidonados y compuestos, listos para partir.
En 1980 insistió en el mismo esquema. Primero creó el conflicto. De nuevo autorizó la flotilla de exiliados que recogieran a su parentela, pero para evitar vacilaciones utilizó y "quemó" a Napoleón Vilaboa para iniciar los viajes. Se trataba de un teniente coronel de la inteligencia infiltrado entre los exiliados que le fue muy útil a La Habana. Sólo cambió el puerto de salida. En esta oportunidad no sería Camarioca sino Mariel.
Fidel aprovechó para insultar a todos los presuntos emigrantes. Los llamó “escoria”, “gusanos” y sacó a niños y jóvenes de las escuelas para dar “mítines o actos de repudio”. Granma, el diario del Comité Central, compiló una lista de cien insultos para gritarles a los “malnacidos” que habían decidido emigrar. Fue una época terrible. Fidel desde la tribuna hablaba de un “gen” revolucionario. Era una especie de nazi desatado. Un camarógrafo apellidado Muiñas –eso me lo contó llorando en Madrid-, cuando dijo que se iba del país, lo obligaron a caminar de rodillas entre compañeros de trabajo que lo escupían, insultaban y golpeaban. Perdió un ojo en la golpiza.
Todos debían embarrarse las manos de sangre. El cantautor Silvio Rodríguez participó en un acto de repudio que duró varios días contra Mike Porcel, su talentoso compañero de la Nueva Trova. Nunca pidió perdón por su miserable proceder. Porcel ni siquiera pudo largarse de Cuba. Debió permanecer en la Isla, como “no-persona”, durante nueve años. Al académico Armando Álvarez Bravo no lo dejaron embarcar junto a su mujer y sus hijas. A la esposa la mandaron a Perú. A Armando, unos años más tarde, le permitieron emigrar a España. El régimen cubano, impulsado por Fidel, se dedicaba a dividir y disgregar a las familias.
El castrismo odiaba a los homosexuales, al extremo de encerrarlos en campos de concentración en los años sesenta para “curarles” la perversidad por medio del intenso trabajo agrícola. El régimen tuvo que aplazar esa monstruosidad y cerrar los campos por la presión internacional que, en este caso, provenía de la izquierda. Pero Fidel Castro vio en el éxodo de Mariel la oportunidad de librarse de miles de homosexuales acusados de ser “contrarrevolucionarios por naturaleza”. ¿No había, según Aristóteles, “esclavos por naturaleza”? Pues había, también, personas genéticamente incompatibles con un proceso político inspirado por el marxismo-leninismo: los homosexuales.
Vale la pena subrayar que no hubo propósito real de enmienda cuando cerró los campos de concentración de la UMAP en los que aglomeró homosexuales y creyentes. La homofobia de los años sesenta seguía intacta en los ochenta. Los homosexuales fueron maltratados durante el éxodo de Mariel y después. Las asambleas laborales y estudiantiles, en las que públicamente se les acusaba de esta “conducta impropia”, fueron frecuentes en la década de los ochenta.
Afortunadamente, el crimen y las barbaridades que les hicieron a los “marielitos” fueron documentados por medio de la prensa, libros y películas. Karen Caballero, periodista de TV Martí, ha filmado entrevistas muy valiosas para explicarlo. Uno de los libros que más impacto causó fue Mañana de la periodista Mirta Ojito. Tenía 15 años cuando abordó el barco que le dio su nombre a la obra. Hay una descripción minuciosa de lo que sucedió en ese episodio terrible de la historia del castrismo. Otro libro valioso fue Al borde de la cerca, de Nicolás Abreu, escritor de lo que llaman “Generación de Mariel”, a la que se adscriben, entre otros, sus hermanos Juan y José, el poeta y narrador Vicente Echerri o Luis de la Paz, aunque no necesariamente pasaron por el trauma de “Cayo Mosquito” (el lugar inhóspito y desolado en el que esperaban la embarcación que les llevaría a la libertad).
Entre los materiales realizados sobre aquellos hechos, elijo el documental En sus propias palabras del cineasta Jorge Ulla. Dejo que sea él quien le ponga fin a este doloroso recuento:
“La película En sus propias palabras fue una encomienda de la administración Carter. La idea era documentar cómo las diferentes agencias gubernamentales prestaban sus servicios en medio de la crisis. Cuando se escuchó lo que decían los recién llegados se reveló ante todos otra película: la de un testimonio coral que desmontaba una serie de mitos ambiguos sobre Cuba y se hacían visibles muchas grietas sociales a través de las cuales muchos de los enamorados del 'proyecto cubano' podrían, de repente, cuestionar o revalorizar aquel proyecto de una manera crítica.
"En el documental de 29 minutos hablaban con desazón desde el trabajador, un ciudadano de a pie, hasta un novelista de la talla de Reinaldo Arenas. Sería la primera vez que Arenas hablaba ante una cámara. Se trataba de un fenómeno insólito que hallaría su mejor repercusión entre la intelectualidad y las izquierdas más entusiastas. De pronto, el paraíso era una fuente de desencanto. El presidente Carter le cogió cariño a esa película y estuvo mostrándola en la Casa Blanca a varios invitados. La USIA la pasó en más de 50 países.
"Jack Anderson escribió en The Washington Post algo exagerado: 'Bastan 29 minutos para revelar lo que pasa en Cuba'. Como era un material de la USIA no se podía exhibir en Estados Unidos. Una resolución del Congreso permitió que se pasara aquí y que quedará archivada en la Biblioteca del Congreso. A partir de ahí, la vieron en cientos de universidades y bibliotecas públicas”.
En menos de media hora, Jorge Ulla cuenta la infamia de Mariel. Cuarenta años después, el documental conserva toda su vitalidad.
Carlos Alberto Montaner