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De: cubanet201 (Mensagem original) |
Enviado: 30/04/2020 11:50 |
Antes: traidores...! ahora: trai-dolares...
Episodios del Mariel en primera persona
LOS comentarios de que la gente estaba entrando en la Embajada del Perú en La Habana corrieron como pólvora por toda la ciudad.
De repente, había un rumor que nadie podía corroborar, pero que cobraba fuerza a medida que pasaban las horas. El primer indicio, el más convincente para mí, fue un vecino que andaba inquieto. Me le acerqué y le pregunté, sin que mediaran saludos, si era verdad lo que se estaba diciendo de la embajada.
Omar me miró con expresión nerviosa, hizo un ademán para marcharse, pero parece que, en ese instante, se acordó de lo mismo que yo, que el 20 de julio de 1969, mientras él trataba de sintonizar en una radio de baterías (un lujo en aquel entonces) la onda corta, yo me le aproximé para averiguar qué hacía y con mucho miedo, y pidiéndome total secretismo me dijo: Hoy el hombre está llegando a la Luna.
Si aquel evento mundial que el castrismo intencionalmente hizo pasar inadvertido en Cuba y del que no se podía hablar en público lo guardé como un secreto de confesión siendo yo apenas un adolescente de 12 años, muy bien podría guardarle otro ya con 23. Sí, es cierto, la gente está entrando a la embajada del Perú, me respondió. Solo le hice una nueva pregunta. ¿Sabes dónde está? En 5ta. Avenida y calle 70, en Miramar y se alejó de mí con prisa.
Fui caminando al paradero de la Víbora y subí a una ruta 100 que precisamente bajaba por la calle 70 y doblaba en la 5ta Avenida para dirigirse a las playas, La Concha, El Náutico y, desde luego, pasar frente el desvencijado Coney Island, que tan importante había sido en mi infancia y que era una de las ruinas más emblemáticas de la Revolución (después lo fue Jalisco Park).
La guagua, como era usual, estaba repleta de pasajeros, lo único sospechoso era el silencio y las miradas cómplices, como si se estuviera haciendo algo mal. Y no era mal lo que ocurría, sino inesperado, sospechosamente peligroso para todos, desafiante. Mientras el ómnibus bajaba por la calle 70, tanto por las aceras, como por el ancho paseo central que hacía de separador de vías, caminaba una multitud, algo dispersa, en pequeños grupos, pero contante en su andar.
El autobús se detuvo y, al abrir las puertas, la inmensa mayoría de los pasajeros se bajó. Algunos quedamos indecisos y el chofer exclamó: Esta es la parada para la embajada. Todos los que quedábamos en el ómnibus nos apeamos y nos dejarnos llevar por ese mar de gentes con el mismo propósito, una intención que llevaba implícito un desafío inédito al poder político, a la Seguridad del Estado, al propio dictador Fidel Castro.
Fui quizás uno de los que menos tiempo estuvo en el patio de la embajada peruana en La Habana en 1980 y, aunque le pregunté a algunos refugiados si el embajador había hablado, si se había confirmado que nos darían asilo político, la respuesta más socorrida fue: Aquí no sabemos nada.
Otros se aventuraban a decir: Ya estamos dentro, no nos pueden sacar porque esto es territorio peruano. Verdades y medias verdades. Bastaba una orden del máximo líder para que ocurriera un desalojo masivo y hasta una matanza, como casi ocurrió, según contó años después el embajador Ernesto Pinto-Bazurco Rittler al periódico limeño El Comercio.Yo se matar, tú no, le dijo Fidel Castro al embajador durante una negociación en el interior del auto del dictador.
Al ver la entrada y salida de personas (en ese momentos había cientos), al observar a policías vestidos de civil, todos identificados por llevar puesto espejuelos oscuros (otro lujo de la época, además era considerado diversionismo ideológico) me pareció que era el momento de avisarle a mis familiares para que todos corriéramos la misma suerte y pudiéramos largarnos de ese país infernal.
Craso error, entre la indecisión de unos, el temor de otros, la espera a escuchar que decía La Voz de Las Américas, pasaron las horas. La emisora confirmó la noticia y hablaba de miles de cubanos dentro de la embajada. Salí en busca de mi familia, intentando convencerlos a todos y fuimos para la Embajada de Perú, como muchos otros cubanos que corrieron a refugiarse allí para irse de Cuba.
Cuando regresé con mis familiares, ya habían tirado un cerco de al menos 10 cuadras a la redonda. Los calmados agentes vestidos de civil, comenzaron a mostrarse inquietos, no permitían que nadie se sentara en el borde de los contenes. Había que estar en movimiento todo el tiempo, buscaban agotar a las personas y hacerlas regresar a sus casas.
Me sentí derrotado. Mi primera y única oportunidad para salir de Cuba la acababa de perder… Pero no fue la única, hubo otra.
La situación social era desconcertante para el régimen por varios errores cometidos por ellos mismos, es decir, por el propio Fidel Castro, el único con poder para tomar la decisión de retirar las postas a la Embajada del Perú, ordenar publicar en el periódico Granma que lo había hecho (en la tarde el mismo texto apareció en Juventud Rebelde) y subestimar los deseos de libertad del cubano, que asumió aquella nota como una invitación a meterse en la embajada.
Días después, otro editorial en el Órgano Oficial del Partido Comunista de Cuba (otro error a la postre, pero en su momento premeditado) daba cuenta de que quienes quisieran irse podían hacerlo en barcos desde el puerto del Mariel, por donde se fueron 125 mil personas y, según estadísticas de entonces, se estimaba que hasta tres millones de cubanos querían irse.
Han pasado 40 años de aquellos dolorosos hechos para la nación cubana, pero Granma parece que no se ha enterado y este 20 de abril se despachó con esta nota, que lejos de reconocer posibles errores reitera el discurso maniqueo del castrismo frente al fenómeno de la constante migración debido a la ausencia de libertad y la crisis económica crónicas que el comunismo a infligido a Cuba.
Volvamos a 1980, mi familia se sintió tan abatida como yo cuando no pudimos entrar a la embajada. Luego mi padre comenzó a dudar, es decir a temer, mi madre seguía las indicaciones de su marido, mis hermanos tomaron sus propias decisiones, como hice yo, que comencé mis propias gestiones para irme.
Ya comenzaba a hablarse de Cuatro Ruedas, un lugar frente al Alí Bar, que los mayores identificaban: “Frente al Allí Bar, donde cantaba Benny Moré”. Unas cuantas preguntas me permitió localizar Cuatro Ruedas, que resultó un estacionamiento para camiones de carga en la Avenida Dolores, muchos decían “en vuelta del Caballo Blanco”, justo frente al famoso bar frecuentado por Benny y otros exitosos cantantes de la época como Roberto Faz, Orlando Vallejo, Celeste Mendoza, Blanca Rosa Gil y Orlando Contreras.
Allí tuve otro fracaso. Para poder ser procesado en Cuatro Ruedas había que tener una carta de libertad. Como no había estado preso, no tenía el tan codiciado documento. Comencé a buscar algún contacto para que me vendiera una carta de libertad.
En la medida que pasaban los días, el descontento aumentaba en la ciudad donde solo se hablaba del Mariel, de poder irse, de quienes ya habían salido de la embajada con salvoconducto y hasta se habían ido de Cuba. En ese grupo estaba mi amigo Nicolás y su esposa. Cuando los vi, tras pasar una semana hacinados en la embajada parecían salidos de un campo de concentración nazi o un Gulag soviético. Estaban flacos, desencajados, con el terror retratado en el rostro, pero eufóricos porque estaban casi seguros que lograrían irse.
Me hablaron del hambre, la manipulación con la poca comida que entregaban para diez mil 800 personas, los altavoces a todo volumen con himnos revolucionarios y consignas, que en medio de la noche repercutían en los oídos para obligarlos a claudicar. Unos días después, Nicoás y señora se fueron de Cuba, en uno de los primeros barcos que partieron del Mariel.
Ninguna de mis gestiones dio fruto. La que más próxima estuvo a concretarse se vino abajo cuando me pidieron cinco mil pesos por falsificarme una carta de libertad. Yo no los tenía. Además, el trato involucraba a tres intermediarios y no me brindaba confianza, como tampoco me garantizaba nada, aunque luego supe de un hombre que cambió un caballo y un carretón por la ansiada carta.
Mientras crecía el malestar colectivo, el régimen ponía en marcha nuevas tácticas para amedrentar. Se activaron los actos de repudio. La violencia institucionalizada dio paso al maltrato físico, acoso en las casas de quienes habían manifestado su intención de irse por el Mariel, corte de luz y agua para obligarlos a salir a la calle y acribillarlos lanzándoles huevos, papas, piedras y golpearlos con palos y cabillas; como quedó evidenciado en la pelea en los accesos de la entonces Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana, hoy embajada disminuida.
Algunos actos de repudio han quedado registrados en la historia universal de la infamia, como los que soportaron el compositor Mike Porcel y el guitarrista Carlos Molina, no solo por el ensañamiento, sino por las figuras de la vida cultural cubana que fueron parte directa del acoso, como Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.
El odio del castrismo y sus cómplices se manifiesta en muchas formas, las más evidentes, la carencia permanente de todo lo esencial para subsistir (el hambre como arma política) y las constantes trabas para levantar un negocio, daba lo mismo que fuera de zapatero remendón, que rellenando fosforeras desechables.
La idea es evitar el progreso, la intención es castigar a quienes se resisten a vivir en la miseria y la falta de libertad. Es quizás por ello que para los que desean irse de Cuba (que es una derrota para ellos y una victoria para el que logra largarse) siempre buscan un castigo.
En los años sesenta, con el decomiso de la casa y todo lo que había en su interior (el famoso inventario). Bastaba que un objeto inventariado no apareciera el día que llegaba la policía política y el presidente del CDR a sellar la casa, para cancelar la salida, por eso, hasta los vasos y platos que se rompían había que guardarlos para mostrarlos el grandioso o fatídico día de la partida.
Luego, a los que presentaban su “solicitud de salida del país”. Tan pronto lo hacían, perdían sus trabajos sin importar qué labor realizaban, y los mandaban a trabajar a la agricultura hasta que les llegara la salida. Eso podía prolongarse en el tiempo, fácilmente entre 3 y 5 años.
En los campos laboraron cirujanos, enfermeros, profesores, arquitectos y hasta amas de casa. Cuando el Mariel, el castigo a los que estuvieron en la embajada del Perú y a quienes manifestaba su intención de largarse de Cuba, fueron los actos de repudio, como lo es ahora castigar a los médicos que desean irse, con años de espera antes de ser liberados e impedir a los que abandonan sus contratos de trabajo de venta de servicios médicos en el extranjero, a no poder entrar a la isla en 8 años.
La creciente presión interna y el interés del gobierno por deshacerse de parte de la población descontenta, hace que el régimen suavice los requerimiento para quienes desean presentar la salida y declara que cualquier antisocial puede irse: “Quienes no tengan genes revolucionarios (...) no los queremos, no los necesitamos”, fanfarroneaba Fidel Castro.
En medio de este ambiente, surge una nueva esperanza en el Cerro, en la esquina de las calles calzada de Buenos Aires y Leonor Carvajal, donde abren una oficina para la escoria. Allí tuve más suerte, quizá por aquello de que el Cerro tiene la llave...
Una multitud de pueblo combatiente, formada fundamentalmente por estudiantes de escuelas primarias y secundarias (los uniformes los identificaban) gritando consignas y lanzando objetos contra quienes forzosamente teníamos que desplazarnos por la acera opuesta, convirtiéndonos en blancos perfecto para el ataque, era también una manera de amedrentar, pues algunas personas llegaban con ancianos y niños de brazo, lo que no persuadía de sus bajos instintos a los atacantes. Tampoco a los que querían llegar.
Estuve un rato en el lado protegido de la acera analizando el escenario. Una mujer se me acercó y me dijo: no te he visto gritar. Se lo dijo a otros también, que como yo, dispersos por el área, esperábamos el momento de cruzar la calle. Corrí, en diagonal para ganar tiempo y distancia, pero un policía me gritó que no se podía correr, que había que caminar despacio. Sin duda no quería que nadie llegara sin ningún rasguño al ansiado lugar.
Tras la inscripción y esperar muchas horas el momento de la entrevista bajo el sol, llegó mi turno. Había varias largas mesas de madera con bancos a ambos lados. Los entrevistadores estaban muy juntos uno pegado al otro, sin apenas espacio, lo mismo ocurría con quienes estábamos siendo entrevistados. Me tocó una mujer joven, de unos 30 años, pelo largo negro y uñas largas y pintadas, un verdadero lujo en aquella época.
Pensé dos cosas: Acababa de recibir a un familiar de la comunidad que le trajo el tinte de pelo y el esmalte para las uñas o estaba enviando un mensaje de tócame. Me fue fácil dilucidar cómo comportarme, hasta que comenzó el interrogatorio.
Lo primero que hizo fue poner una muy destacada R en la primera página del carnet de identidad, en la parte superior derecha, después de la palabra Cuba (el primer carnet de identidad en Cuba parecía un pasaporte, con páginas para anotaciones. La idea era llevar un historial del individuo). Aquello me pareció sospechoso y una indicación de que además de seguir instrucciones, tenía algún propósito malévolo.
Luego me pidió que le hiciera mi historia de escoria. Había que ser cuidadoso, pues cualquier exceso podía conducir a la cárcel. Supe de un hombre que declaró que había descuartizado una vaca y se lo llevaron preso por “sacrificio ilegal de ganado vacuno”. Otro, que un incendio accidental ocurrido en su centro de trabajo, había sido provocado por él. Luego cumplió 15 años de cárcel.
Yo soy homosexual, le dije. No. Eres maricón, me respondió gozosa. En ese instante me di cuenta que no había que tocarla, sencillamente tenía delante a una perra hija de puta con la que tenía que lidiar. El resto de la supuesta entrevista estaba relacionada con mi comportamiento sexual, quién era mi marido, qué me gustaba que me hicieran, si me dolía. |
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A medida que aumentaban las preguntas fui asumiendo un comportamiento más maricón, con movimientos de cabeza, ojos entornados, desplazamiento lento de los dedos índice y pulgar desde la comisura de los labios hacia abajo, limpieza de las uñas de la mano. El maricón perfecto.
Su golpe de gracia fue cuando me preguntó que quién era mi marido. No esperaba esa curiosidad de su parte que me pareció parte de la estrategia para apresar más personas.
Le dije que yo no tenía pareja fija, que quien apareciera me venía bien. Me observó por un rato, sonriendo y sentenció: Entonces eres una puta. Unos minutos después me entregó varios papeles que prohibió que leyera hasta que saliera del lugar y me indicó otro banco donde había que esperar para que me tomaran la foto del pasaporte. El hecho de que me hicieran el pasaporte era señal de que había aprobado mi salida.
Al rato, ya eufórico y sin importarme nada, volví a recorrer la calle de entusiastas estudiantes devenidos en torturadores y aunque una piedra bastante pesada me pegó en la espalda, nada me importaba.
Tres cuadras más adelante, un grupo de personas se fueron acercando a mí. Me puse a la defensiva. No había policías, ni repudiadores activos. Temí que me fueran a romper los papeles y comencé a correr. Escuché una voz potente: Espera, solo queremos saber qué pasa allá adentro.
Me detuve, conversamos a cierta distancia hasta que, poco a poco, gané confianza. Les conté y hasta les mostré mi espalda que me ardía más que doler. Tienes un colorado, pero no está sangrando, me confirmó uno de ellos. El más joven de los hombres quiso saber qué pasaba en la entrevista y qué preguntaban.
Luego afirmó que al día siguiente iría. Le recité el refrán: No esperes para mañana lo que puedes hacer hoy, y me fui a mi casa, a esperar el aviso para partir y los actos de repudio tan pronto supieran en el CDR y en mi trabajo que me iba.
Esperé 14 días. En mi trabajo no se enteraron, pues había pedido vacaciones y en el Comité, aplazaron el acto de repudio contra mí, hasta que el Seccional lo ordenó. Fui avisado y más que detenerse en mi casa pasaron por la acera gritando consignas, pues eran ya muchos lo que aguardaban la llegada de la motocicleta que traía el papel para volver a Leonor Carvajal y Buenos Aires o a Cuatro Ruedas y, de ahí, partir al Mosquito y luego al puerto del Mariel.
Durante la espera tuve mucho miedo porque no sabía qué podría ocurrir. El característico sonido de una moto alertaba a los vecinos que salían a ver si se detenía y en qué casa. A quienes me preguntaban, le decía que no me iba, que estaba de vacaciones y algunos lo creyeron, además, al menos lo de las vacaciones era verdad. Me dio mucha pena, pero engañé también a Omar.
El mejor momento fue cuando me avisan que había llegado una carta de Nicolás con fotos. Era asombroso. En la imagen tomada con una cámara Polaroid se ve a Nicolás y la esposa en la puerta de un apartamento.
La toma era un poco distante, pero se apreciaba un camino asfaltado que terminada en dos escalones, limitado por un pasamano blanco, como recién pintado y a los lados un jardín recortado impecablemente y parte de una ventana.
Mis amigos ya habían hasta engordado. La mujer llevaba un pañuelo anudado a la cabeza, todavía estilo escuela al campo de Cuba, y él le pasaba el brazo por encima. Se veían alegres. Y a esa alegría aspiraba yo muy pronto a llegar.
Estaba cayendo la tarde. Había llovido y el ambiente estaba bastante fresco. Una moto con un oficial vestido de verde olivo y un brazalete blanco con una I de Inmigración, se detuvo justo frente a mi casa y gritando citación para Luis de la Paz, con la intención de que todo el barrio se enterara, exaltó los ánimos en mi casa.
En vez de sentirse contentos, comenzaron a llorar. Mi madre temía que el barco se hundiera, mi padre que me buscara algún problema por bocón, decía. Dos de mis hermanas comenzaron a dar saltos de alegría.
Yo quería llorar, deseaba estallar, sentía, sin reparar conscientemente mucho en ello, que la dicha puede llegar también a ser dolor.
Ya había estudiado qué hacer tan pronto me entregaran la nota. Había decidido no perder tiempo para no permitir la organización de un acto de repudio de despedida, que en algunos casos solían ser los más violentos, pues la envidia de los que se quedaban se acrecentaba repentinamente.
Me vestí, me eché en el bolsillo 200 pesos que era lo que tenía para gastar en el Mosquito, donde se decía que todo costaba muy caro, que había que pagar hasta el agua. Era un rumor que circulaba por la ciudad, pero era un rumor esparcido por el propio gobierno para desvalijar a las personas de sus pocos recursos, más cuando iban con niños.
Fui caminando hasta el Cerro, unos 45 minutos. Le pedí a mis familiares que no salieran al portal cuando partiera. Los besé. Al salir de mi casa, los vecinos desde sus balcones y portales me miraban, pero no me gritaban, ni me tiraban nada.
Era la despedida silenciosa a alguien que había nacido y crecido en esa casa, que era parte de ese barrio, de esa calle, que iba a la escuela y jugaba con los hijos y nietos de quienes me observaban con aire de adiós. Llegando a la esquina escuché una voz ya un poco apagándose, pero conocida: Que se vaya la escoria. Era el presidente del comité, que estaba cumpliendo con sus funciones. Lo hizo todo muy bien. Pensé.
Tras pasar de nuevo por la calle del Calvario, la comisión de repudiadores todavía capitaneados por la misma mujer que me había dicho que tenía que gritar para estar en esa acera, entregué mi citación.
Me subieron a un minibús marca Fiat, que muchas veces había visto, pero nunca montado y 12 personas emprendimos el camino al Mosquito, no sin antes recibir órdenes precisas: No estaba permitido hablar, no se podía llorar, ni preguntar nada. Quien no las cumpliera, se quedaba.
No hizo más que ponerse en marcha el vehículo, una niña a mi lado comenzó a sollozar. La madre le tapó la boca, pegó su cabeza a la de ella aproximándosele al oído y le murmuró cállate que no nos van a dejar irnos.
La estancia en el Mosquito comenzaba por un fraude colosal. Un terraplén se acercaba a una pequeña construcción. De nuevo instrucciones precisas. Apearse en silencio y seguir las indicaciones de los oficiales.
Al entrar, a la derecha, había que mostrar el pasaporte que solamente miraban y luego pasar a una mesa donde unas mujeres vestidas con uniforme de aduaneras, incluso detrás de ella, pegado a la pared había un letrero grande que decía Aduana, y en el piso varios cajones llenos de objetos y dinero.
Sáquese todo del bolsillo. Alguien detrás de mí añadió: Todo. Si luego encontramos algo no te vas. Entregué los 200 pesos, algunas monedas, dos listas con nombres de contactos en Estados Unidos y, como por el nerviosismo se me olvidó quitarme el reloj, me despojaron de mi Poljot.
Con cautela me hice eco del rumor del costo de los alimentos. La revolución todo lo da gratis, sentenció la aduanera, y aunque pensé, que no, que ya lo había pagado con lo que me acababan de expoliar, hice un intento con el reloj. El reloj es soviético. Ahora es del pueblo, fue la respuesta.
Tras el paso por la aduana quedaba otro control: Entrar en un cubículo para una minuciosa requisa y pasar un detector de metales por el cuerpo. Al voltearme los bolsillos del pantalón aparecieron un pañuelo y otra lista con los nombres. Llevaba varias pensando en el decomiso y dos números de teléfono en la memoria que no había manera de ser confiscados. Me despojaron de esas dos cosas también.
Del otro lado se abría un enorme terreno que daba al mar. Como era de noche no tuve idea exacta del perímetro hasta el amanecer. Había una veintena de barracas con literas de tres pisos. Un área muy específica cercada y custodiada por soldados armados con AK y agresivos perros correteando de un lugar a otro. Luego supe que esa era la zona donde estaban las personas que traían directamente de las cárceles.
Por tratarse de la mañana, algunas mujeres con niño iban a una especie de cabañita donde entregaban leche. Solo leche para los menores. Agua no encontré hasta muchas horas después, que vi una cola inmensa de personas para beber directamente del grifo.
Ese fue todo mi alimento por casi 48 horas antes de salir y después durante 14 horas de navegación en un barco camaronero hacia Cayo Hueso. Junto a las rocas, algunas personas recogían agua de mar para lavarse. Mucha gente. Hice un cálculo y por el número de almas allí reunidas, podría demorar varias semanas en salir de allí.
Pero salí antes. A las 48 horas.
Cuando llegó mi oportunidad de salida, no había orden, era caótico y electivo por parte del policía encargado de despachar las guaguas hacia el Mariel, logré subir a una de ellas. El ómnibus salió a la carretera y se enfiló hacia el puerto. Entre la siempre recurrente amenaza de no te vas, se hacían las filas y se subía a los barcos.
El camaronero que me trajo tardó 14 horas y media en llegar a Cayo Hueso. Vomité hasta la bilis, de hecho era lo único que podía vomitar, el bamboleo y el mar encrespado con olas de gran tamaño ponían al barco en la cresta y luego bajaba para quedar entre dos paredes de agua, causó temor, gritos, chorros de vómito que pasaba de la boca de uno al rostro de los demás.
Luego, un guardacostas americano en la distancia. Más tarde una avioneta sobrevolando el barco, lo que hizo pensar ingenuamente en la proximidad de la costa. Al final, la boya que marcaba casi el final del recorrido, el espigón donde el Kraut & Kracker, con sus 265 refugiados abordo atracó y un soldado americano en perfecto español, con un megáfono dijo: Bienvenidos a tierras de libertad.
Claro que era la libertad.
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CUARENTA AÑOS DE UNA INFAMIA
Por Carlos Alberto Montaner
Hace 40 años que ocurrió el “éxodo del Mariel”. Ciento veinticinco mil cubanos arribaron a Estados Unidos entre el 15 de abril y el 31 de octubre de 1980.
Jimmy Carter no fue reelecto como presidente del país en las elecciones de noviembre de ese año como consecuencia, al menos en parte, de su manejo de la crisis. Se negó a seguir los consejos de un almirante implacable: “Yo no he sido elegido presidente de Estados Unidos para matar refugiados”. Tampoco el gobernador de Arkansas, Bill Clinton, pudo repetir su mandato. Lo acusaron de “blando” por acoger a unos centenares de cubanos en Fort Chaffee.
Menos del 10 por eran locos o criminales, pero el estigma les afectó a todos los “marielitos”, e incluso a los cubanos en general. Cuarenta años después los “marielitos” tienen un desempeño económico y social semejante al de la media blanca norteamericana, pero han servido, además, para revitalizar el mundo artístico hispano en Estados Unidos.
Todo comenzó cuando llegó a Cuba un joven diplomático peruano llamado Ernesto Pinto-Bazurco Rittler. Sería el nuevo Encargado de Negocios de la legación de su país en La Habana. Afortunadamente para los cubanos, el embajador en propiedad estaba fuera de la Isla. De lo contrario, probablemente todo hubiera sido diferente.
El 1 de abril a bordo de un autobús conducido por Héctor Sanyustiz viajaba media docena de cubanos desesperados por salir del país. Estrellaron el vehículo contra la entrada y lograron franquear el portón. Los guardias dispararon, hiriendo a Sanyustiz, pero le costó la vida a uno de los policías. Murió víctima del “fuego amigo”.
Como consecuencia del incidente, Fidel Castro solicitó a los diplomáticos peruanos que entregaran a los nuevos asilados. Pinto-Bazurco se negó, y el “máximo líder” de la revolución decidió darles un escarmiento: levantaría la custodia de la Embajada para que los peruanos sufrieran la presencia incómoda de unas docenas de disidentes legítimos entre los que camuflaría a unos cuantos de sus agentes de seguridad.
Craso error. En tres días entraron en la Embajada 10,856 personas: 5 personas por metro cuadrado de jardín. Fue un caso único en la historia de las relaciones entre países. Las más de diez mil personas eran una muestra absoluta de la sociedad: había médicos, ingenieros, agricultores, abogados, gente muy educada, menos educada y nada educada. Había personas vinculadas a la revolución, incluso miembros del Partido Comunista, y desafectos. Había niños llevados por sus padres, adolescentes estimulados por la aventura y ancianos. No eran solo habaneros. Se corrió la voz por toda la isla.
Continuaron las presiones sobre el diplomático Pinto-Bazurco. Una noche lo recogieron en la Embajada. El Comandante quería verlo. Se proponía intimidarlo personalmente. Fidel primero fue amable. Pinto-Bazurco se mantuvo en sus trece. Era abogado y diplomático. Se aferraba a la defensa de ley y de los derechos humanos. Se atrevió decirle a Fidel que el responsable de que se hubieran asilado casi once mil personas en tres frenéticos días era quien eliminó la guardia que custodiaba el recinto diplomático, violando las leyes internacionales. Pero cuando, para salvar vidas, el peruano rechazó la propuesta de que solicitara el allanamiento de la Embajada por parte del ejército, Fidel se indignó. “Yo –le dijo- soy el que decide en este país las personas que vivirán o morirán”.
Al cabo, Fidel aceptó, de hecho, que se había equivocado. Organizó un puesto de mando cerca de la Embajada. Le preguntó a Víctor Bordón, uno de sus comandantes, cuántas personas estaban contra la revolución. Bordón le dijo que había oído que la mitad del país. Fidel lo insultó y lo echó del recinto. Era asombroso que cuanto él más brillaba era mayor el rechazo. Había triunfado en Angola, en Ogaden y en Nicaragua, se había convertido en la cabeza del Movimiento de los No-Alineados, pese a ser un prosoviético consumado, y en Cuba crecía la protesta. Fidel no entendía que el costo de su liderazgo y de la presencia de la Isla en los asuntos internacionales era inmenso. Los cubanos querían ser razonablemente felices, no héroes forzados al sacrificio de sus vidas por un personaje sediento de gloria.
Fidel enseguida pensó en trasladar el problema a los odiados gringos. Lo había hecho en 1965. Provocó una crisis, admitió que los cubanos del exilio recogieran a sus parientes, lo que se convirtió en un dolor de cabeza para el gobierno de Lyndon Johnson, y les dio salida por el puerto de Camarioca. Washington entró por el aro. Estableció una válvula de escape legal y le llamó “Vuelos de la Libertad”. Entre 1965 y 1973 salieron 300,000 cubanos ordenadamente. Otros dos millones se quedaron almidonados y compuestos, listos para partir.
En 1980 insistió en el mismo esquema. Primero creó el conflicto. De nuevo autorizó la flotilla de exiliados que recogieran a su parentela, pero para evitar vacilaciones utilizó y "quemó" a Napoleón Vilaboa para iniciar los viajes. Se trataba de un teniente coronel de la inteligencia infiltrado entre los exiliados que le fue muy útil a La Habana. Sólo cambió el puerto de salida. En esta oportunidad no sería Camarioca sino Mariel.
Fidel aprovechó para insultar a todos los presuntos emigrantes. Los llamó “escoria”, “gusanos” y sacó a niños y jóvenes de las escuelas para dar “mítines o actos de repudio”. Granma, el diario del Comité Central, compiló una lista de cien insultos para gritarles a los “malnacidos” que habían decidido emigrar. Fue una época terrible. Fidel desde la tribuna hablaba de un “gen” revolucionario. Era una especie de nazi desatado. Un camarógrafo apellidado Muiñas –eso me lo contó llorando en Madrid-, cuando dijo que se iba del país, lo obligaron a caminar de rodillas entre compañeros de trabajo que lo escupían, insultaban y golpeaban. Perdió un ojo en la golpiza.
Todos debían embarrarse las manos de sangre. El cantautor Silvio Rodríguez participó en un acto de repudio que duró varios días contra Mike Porcel, su talentoso compañero de la Nueva Trova. Nunca pidió perdón por su miserable proceder. Porcel ni siquiera pudo largarse de Cuba. Debió permanecer en la Isla, como “no-persona”, durante nueve años. Al académico Armando Álvarez Bravo no lo dejaron embarcar junto a su mujer y sus hijas. A la esposa la mandaron a Perú. A Armando, unos años más tarde, le permitieron emigrar a España. El régimen cubano, impulsado por Fidel, se dedicaba a dividir y disgregar a las familias.
El castrismo odiaba a los homosexuales, al extremo de encerrarlos en campos de concentración en los años sesenta para “curarles” la perversidad por medio del intenso trabajo agrícola. El régimen tuvo que aplazar esa monstruosidad y cerrar los campos por la presión internacional que, en este caso, provenía de la izquierda. Pero Fidel Castro vio en el éxodo de Mariel la oportunidad de librarse de miles de homosexuales acusados de ser “contrarrevolucionarios por naturaleza”. ¿No había, según Aristóteles, “esclavos por naturaleza”? Pues había, también, personas genéticamente incompatibles con un proceso político inspirado por el marxismo-leninismo: los homosexuales.
Vale la pena subrayar que no hubo propósito real de enmienda cuando cerró los campos de concentración de la UMAP en los que aglomeró homosexuales y creyentes. La homofobia de los años sesenta seguía intacta en los ochenta. Los homosexuales fueron maltratados durante el éxodo de Mariel y después. Las asambleas laborales y estudiantiles, en las que públicamente se les acusaba de esta “conducta impropia”, fueron frecuentes en la década de los ochenta.
Afortunadamente, el crimen y las barbaridades que les hicieron a los “marielitos” fueron documentados por medio de la prensa, libros y películas. Karen Caballero, periodista de TV Martí, ha filmado entrevistas muy valiosas para explicarlo. Uno de los libros que más impacto causó fue Mañana de la periodista Mirta Ojito. Tenía 15 años cuando abordó el barco que le dio su nombre a la obra. Hay una descripción minuciosa de lo que sucedió en ese episodio terrible de la historia del castrismo. Otro libro valioso fue Al borde de la cerca, de Nicolás Abreu, escritor de lo que llaman “Generación de Mariel”, a la que se adscriben, entre otros, sus hermanos Juan y José, el poeta y narrador Vicente Echerri o Luis de la Paz, aunque no necesariamente pasaron por el trauma de “Cayo Mosquito” (el lugar inhóspito y desolado en el que esperaban la embarcación que les llevaría a la libertad).
Entre los materiales realizados sobre aquellos hechos, elijo el documental En sus propias palabras del cineasta Jorge Ulla. Dejo que sea él quien le ponga fin a este doloroso recuento:
“La película En sus propias palabras fue una encomienda de la administración Carter. La idea era documentar cómo las diferentes agencias gubernamentales prestaban sus servicios en medio de la crisis. Cuando se escuchó lo que decían los recién llegados se reveló ante todos otra película: la de un testimonio coral que desmontaba una serie de mitos ambiguos sobre Cuba y se hacían visibles muchas grietas sociales a través de las cuales muchos de los enamorados del 'proyecto cubano' podrían, de repente, cuestionar o revalorizar aquel proyecto de una manera crítica.
"En el documental de 29 minutos hablaban con desazón desde el trabajador, un ciudadano de a pie, hasta un novelista de la talla de Reinaldo Arenas. Sería la primera vez que Arenas hablaba ante una cámara. Se trataba de un fenómeno insólito que hallaría su mejor repercusión entre la intelectualidad y las izquierdas más entusiastas. De pronto, el paraíso era una fuente de desencanto. El presidente Carter le cogió cariño a esa película y estuvo mostrándola en la Casa Blanca a varios invitados. La USIA la pasó en más de 50 países.
"Jack Anderson escribió en The Washington Post algo exagerado: 'Bastan 29 minutos para revelar lo que pasa en Cuba'. Como era un material de la USIA no se podía exhibir en Estados Unidos. Una resolución del Congreso permitió que se pasara aquí y que quedará archivada en la Biblioteca del Congreso. A partir de ahí, la vieron en cientos de universidades y bibliotecas públicas”.
En menos de media hora, Jorge Ulla cuenta la infamia de Mariel. Cuarenta años después, el documental conserva toda su vitalidad.
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