Símbolo de la farándula cubana, y por extensión de su cultura, desde los años treinta hasta los 2000, Rosita Fornés (1923-2020) fue una de las artistas más amadas por los cubanos de todas las orillas, gracias a sus intervenciones no solo en teatro, radio y televisión, sino también en el cine, a lo largo de varios filmes que contemplan la creciente manifestación de un talento tan inquieto como versátil, de esencia cubanísima, que trascendía la exhibición de belleza y carisma, y las proverbiales dotes para el canto y el baile.
Cuando uno repasa la biografía artística de la Fornés, incluso su filmografía, viene a la perfección la sentencia de Hipócrates respecto a que “la vida es breve, el arte largo, la ocasión fugaz, el experimento peligroso, el juicio difícil”, aunque ni su vida fue breve en ningún sentido, ni es difícil el juicio respecto a lo que pudo hacer en el cine cada vez que se le presentó alguna ocasión fugaz para probarse, sin olvidar los experimentos tal vez peligrosos para probar sus talentos en terrenos desconocidos por una artista muchas veces consagrada.
En 1939, con alrededor de 17 años, inicia su carrera cinematográfica, en Una aventura peligrosa, de Ramón Peón, el mejor realizador cubano de esa época, si juzgamos a partir de La virgen de la Caridad, que había realizado en 1933. Con música de Ernesto Lecuona, Bola de Nieve y Nilo Menéndez, Una aventura peligrosa contaba con un reparto que encabezaba Aníbal de Mar, célebre actor cómico de aquellos años, cuando protagonizó también La serpiente roja, el filme policiaco que recreaba las aventuras radiofónicas del detective chino Chan Li Po, creado por Félix B. Caignet.
Típico filme estilo revista musical, como otros de su época, producidos por una cinematografía insurgente siempre atenta a la música como esencia de lo nacional (Cancionero cubano, Estampas habaneras), Una aventura peligrosa cuenta las peripecias de un padre empeñado en que su hijo triunfe en un programa radial de concurso. En una escena, hacia el final, hay una breve aparición de la jovencísima cantante, que actuaba como una de las intérpretes que intervenía en la entonces llamada Corte Suprema del Arte, donde nacían las estrellas. De este modo, el filme alcanza cierto relieve autorreferencial, pues un año antes del estreno de la película, es decir, en 1938, ella había ganado, en la vida real, este concurso de artistas aficionados de la radioemisora cubana CMQ-Radio.
En 1941 rodó su segunda película, Romance musical, de Ernesto Caparrós, quien había logrado cierto prestigio luego de dirigir la antes mencionada La serpiente roja, en 1937. Es probable que en la biografía artística de Rosita seguramente tenga mucha mayor importancia, en ese mismo año, su debut en el Teatro Principal de la Comedia con El asombro de Damasco, o el papel de Isabel Ilincheta en la zarzuela Cecilia Valdés, en el Teatro Auditorium, que su participación en Romance musical, cuyo relato incluye a tres hermanas, ávidas por convertirse en artistas, y así van recorriendo distintos programas de radio.
Con tal argumento, casi no es necesario decir que Romance musical adquiría también el formato de ciertos filmes musicales, norteamericanos o de cualquier otra nacionalidad, en los cuales se relata la búsqueda de la fama y el éxito de uno o varios artistas. La Fornés compartía otra vez con Aníbal de Mar, además de la luego famosa Minín Bujones, y alternaba también con la maestra de actuación Enriqueta Sierra, con Olga Chorens, René Cabell y Rita Montaner. Así, con solo dos películas realizadas en Cuba, y con apenas veinte años, la incipiente cantante ya había compartido set con algunos de los más destacados intérpretes nacionales, y además la dirigieron dos importantes cineastas cubanos de esa época: Peón y Caparrós.
A mediados de los años cuarenta Rosita parte a México en busca de nuevos horizontes, pues el país azteca atravesaba excelente momento en cuanto a la producción cinematográfica. Muy pronto debuta con El deseo, de Chano Urueta, director muy prolífico y respetado de la Edad de Oro del cine mexicano. Urueta la dirigió otra vez en La carne manda (1947) y en la comedia musical Del cancán al mambo (1951) con un reparto de estrellas que incluía a lo más granado de la comedia y el musical mexicano: Joaquín Pardave, Abel Salazar, Pedro Vargas, Trío Los Diamantes y la Orquesta de Dámaso Pérez Prado.
Chano Urueta, al igual que Ramón Peón, resultaron cineastas de una versatilidad desconcertante, en la llamada época de los estudios; incursionaban en todos los géneros, y si aplicáramos la comparación con el cine norteamericano, Urueta y Peón serían algo así como los equivalentes de Michael Curtiz, un artesano que dirigió esa obra maestra llamada Casablanca, pero aspiraba más bien a la eficacia comercial. Lamentablemente, la inspiración que traslucen las grandes películas apenas se filtró en los filmes mencionados, con la Fornés utilizada, a lo sumo, como una presencia magnética, luminosa, en argumentos zonzos y realizaciones remendonas.
En el intermedio entre filme y filme de Chano Urueta, exactamente en 1946, ella se reencuentra en México con Ramón Peón, quien se estaba adaptando rápidamente a los rigores de una producción seriada, urgida por los reclamos industriales que podían derivar incluso a la chapucería, como ocurre con la comedia Se acabaron las mujeres (1946), seguida por otras producciones dominadas por el mismo espíritu de matar y salar, como Cara sucia (1948), de Carlos Orellana, en la cual la acompañaba su entonces esposo, el actor cómico mexicano Manuel Medel.
Luego de hacer, todavía en México, Mujeres de teatro (1951) de René Cardona, y de separarse de su esposo, Rosita regresa a Cuba en 1952 y enseguida vuelve a hacer cine, en varias coproducciones cubano-mexicanas, pero ya en plan de gran estrella, como Tin Tan en La Habana (1953) donde canta y baila la rumba “Yo soy Juana Bacallao”, una pieza de la cual se apropiará otra conocida artista. Leyenda urbana resultan hoy los chistes televisivos, muy posteriores, de Juana Bacallao, respecto a la “invidia” que le tenía Rosita por su “jeta” y su “coba”, porque desde los años cincuenta en adelante se construye la mitología de la más elegante y glamorosa, la mejor vestida y peinada, la rubia despampanante que impuso su gracia, buen gusto y belleza en un país tal vez dominado por el símbolo de la mulata pachanguera.
Me gustan todas (1954) y No me olvides nunca (1956) ambas dirigidas por el oficioso productor Juan José Ortega, la llevan nuevamente a frecuentar el cine nacional, muy aferrado a la comedia de enredos, cortada sobre el molde del teatro vernáculo, de modo que ella interpretaba con frecuencia, en estas u otras películas de los años cincuenta, a la cantante voluptuosa, ligera de ropas, con un dejo de inocencia y picardía. Porque las comedias incluían sin falta, en algún momento, el alivio de un número musical de los más diversos géneros, de modo que Rosita podía adueñarse de una rumba, un cuplé, un pregón, o una canción romántica. Y a pesar de que había hecho mucho teatro dramático, en el cine pocos confiaban en sus capacidades para interpretar papeles que se alejaran de lo humorístico, lo ligero y musical, con algún desliz al melodrama.
A lo largo de los años sesenta y setenta el ICAIC la consideraba, al parecer, una artista del pasado, símbolo de la lentejuela y la superficialidad que el nuevo cine cubano intentó suprimir de la cultura cubana. Rosita hizo todos los géneros dramáticos y musicales en televisión, cabaré y teatro, pero solo volvió a hacer cine cuando cambió la dirección del Instituto, en 1982, y Julio García Espinosa, con una comprensión muy amplia de la cultura popular, le dio luz verde al proyecto de versionar en pantalla grande el extraordinario éxito teatral que fue La permuta, una obra escrita para ella por Juan Carlos Tabío, asesorado por Tomás Gutiérrez Alea. Finalmente, con la venia del ICAIC, Tabío la dirigió en la versión cinematográfica, la también muy exitosa Se permuta (1983) en la cual interpreta, con espontánea gracia, a una mujer común, de pueblo, una madre obsedida por su afán de bienestar y sus prejuicios pequeñoburgueses. La gran actriz que siempre fue había vencido a la diva de las lentejuelas, por más que su personaje representara ciertos elementos de la mentalidad cubana asociados al pasado republicano.
Después vendrían Plácido (1986), de Sergio Giral, y una breve participación en Hoy como ayer (1987), dedicada a Benny Moré y que el ICAIC decidió censurar por problemas de calidad. Porque Rosita había coincidido en México con El Benny, y por lo tanto su testimonio era relevante para construir la biografía del Bárbaro del Ritmo. Respecto a Plácido, en una entrevista que tuve la ocasión de hacerle, Rosita recordaba con agrado su participación, en tanto le permitió confirmar su regreso definitivo al cine de su país, con una película histórica, de notables aspiraciones artísticas, un poco frustradas en la práctica. A estas alturas la vedete denostaba todas sus películas de los años cuarenta y cincuenta, por su comercialismo y baja calidad, a pesar de que algunas de esas viejas películas, como Se acabaron las mujeres o Del cancán al mambo, hicieron las delicias de muchos espectadores cuando las repetían en los espacios televisivos dedicados al cine del recuerdo.
Otra de sus grandes interpretaciones, quizás la mejor de toda su carrera, en tanto ahora sí se apartaba por completo del brillo y de la pose, tiene lugar en Papeles secundarios (1989), de Orlando Rojas. Encarnaba a una autoritaria, oportunista jefa de un grupo de teatro empeñado en llevar a escena Requiem por Yarini. Era un papel totalmente distanciado de todo lo que había hecho para el cine, incluida Se permuta; su personaje también se llamaba Rosa, era una actriz-funcionaria que representaba la doble moral, la manipulación y la vigilancia vinculadas a ciertas posiciones de poder cuyas disposiciones alcanzan a todos los subordinados.
Los muchos cuestionadores de la Fornés, y de su lugar en la cultura cubana, tendrán que aceptar al menos la capacidad de la artista para resultar siempre moderna, y hasta postmoderna. Porque si en otra época podía transitar de la zarzuela y el cuplé al bolero, el filin, la nueva trova y la canción protesta, en 1989 demostraba otra vez su incombustible versatilidad cuando interpretaba, con notable dominio, el tema musical (en off) de Papeles secundarios: nada menos que una versión roquera de Aquellos ojos verdes, de Nilo Menéndez, un compositor que también figura en los créditos musicales de una de sus primeras películas.
Después de Papeles…, la actriz hizo papeles cortos en Quiéreme y verás (1994), de Daniel Díaz Torres, y Las noches de Constantinopla (2001) de nuevo a las órdenes de Orlando Rojas. En ambos filmes se aprovecha su histrionismo, su habilidad dramática para entregar la esencia del personaje que le toca, y su función dramática, con un par de apariciones y unos pocos textos dichos con la experiencia suministrada por más de cincuenta años actuando, un privilegio deparado a las grandes artistas, más que actrices o cantantes, independientemente de la calidad de la película en que aparezcan.
En la etapa final de su carrera todavía participó en proyectos importantes. En 1995 es una de las presencias honorables en el documental Divas, por amor, de Adolfo Llauradó, y al año siguiente se realiza el primer documental biográfico, Rosita Fornés, mis tres vidas, dirigido por Luis O. Deulofeu. Más tarde figura en Con todo mi amor, Rita (2000) de Rebeca Chávez, y en Los Zafiros: Music from the Edge of Time (2004). Porque ella instauraba, a estas alturas, junto con Esther Borja y María de los Ángeles Santana, una de las voces más autorizadas para relatar, con su franqueza y modestia de siempre, los avatares de la cultura cubana en la segunda mitad del siglo XX, una cultura que, para qué seguir negándolo, también pasaba por la lentejuela, el glamur y la asimilación frecuente de lo extranjero.