La primera vez que entré a una tienda en divisas fue en el lejano 1994. Tuve que mostrar los tres dólares que me había regalado una amiga y logré pasar a la shopping en los bajos del hotel Sevilla, cercano al Capitolio de La Habana. El olor a limpio, el aire acondicionado y los anaqueles llenos de productos fueron un golpe duro para esta cubanita que hasta entonces solo conocía los comercios estatales y el mercado racionado. Desde entonces mucho ha llovido, pero también pareciera que la historia se mueve en círculos en esta Isla.
Esta semana, después de que la prensa independiente filtró que se alistaban tiendas para la venta de alimentos y productos de aseo en moneda extranjera, muchos negaron enfáticamente esa posibilidad bajo la premisa de que "algo así no puede ser". Curiosamente, hasta que Miguel Díaz-Canel confirmó este jueves en la tarde que la red de comercios gestionados por Cimex iba a ofrecer comida en dólares, euros u otras monedas foráneas, algunos se aferraban a la convicción de que una medida tan segregacionista no podría implementarse en el país.
La memoria es un animal escurridizo. Exactamente eso fue lo que hizo Fidel Castro cuando en agosto de 1993 autorizó la tenencia de dólares y dio el pistoletazo de arrancada para la aparición de una vasta red de tiendas estatales donde solo se podía pagar en esa moneda. Llegaron tiempos en que los que no tenían los billetes estadounidenses miraban –salivando– a otros comprar galletas, pollo congelado, salchichas o refresco en una modalidad de comercios que poco después empezó a introducir también en sus operaciones el peso convertible (CUC).
Ya esto lo vivimos, pero muchos no se acuerdan o no quieren acordarse. La dualidad monetaria se nos hizo algo tan cotidiano que poco a poco en los últimos 20 años "normalizamos" que para adquirir mercancías de mejor calidad y variedad había que tener pesos convertibles. La única diferencia ahora, con respecto a los últimos años, es que la moneda que vuelve a regir los destinos del país y que garantiza cierta comodidad personal es aquella con el rostro de Lincoln y Franklin que ya determinó nuestra vida en los 90, pero esta vez a través de tarjetas magnéticas.
No hay novedad alguna: cada vez que en el último medio siglo la Plaza de la Revolución ha sentido que la crítica situación económica podía hacer tambalearse su poder, ha permitido que sobre la Isla corran ciertos vientos de mercado y que un grupo social encuentre acomodo en algunas dosis de consumo. Nada debe sorprendernos en esa estrategia que han repetido tantas veces, aunque no debe dejar de indignarnos el doble discurso de pregonar un modelo político y aplicar otro tan diferente.
Entre quienes dudaban hasta el jueves de que las tiendas en divisas incluirían los alimentos, en medio de un desabastecimiento brutal de comida en los mercados en moneda nacional, la mayoría era de la generación de mi hijo. Jóvenes cubanos que nacieron después de abrirse las shoppings y permitirse la libre circulación del dólar y la posterior aparición del chavito. Para ellos, el comercio estatal se movía en dos monedas: el CUC y el CUP… pero olvidaban –o no podían recordar por cuestiones de edad– que debajo de la piel de esos papelitos de colores llamados pesos convertibles siempre estuvo el pelo erizado de un lobo llamado dólar, que está a punto de convertirse ahora en el dueño de las nuevas tiendas en divisas. Cualquier otra versión es un cuento para dormir a Caperucita.