La mascara es un objeto universal. A través de la historia de la Humanidad ha tenido numerosos significados y simbolismos. Ha sido comedia y tragedia, salud y enfermedad, pasado y futuro, el bien y el mal. Algo sencillo que oculta el verdadero rostro. Nunca sabemos quién está detrás de ella. A tal punto la máscara es parte nuestra cultura occidental que la palabra personalidad deriva de la careta que usaban los antiguos griegos en el teatro; per-sonare, eran las palabras del actor resonando dentro de la máscara del personaje.
La mascarilla o cubrebocas se ha hecho popular en nuestros días de plaga. No estamos de carnaval; ni siquiera nos escondemos de algo o de alguien. Nos protegemos de un asesino invisible llamado covid-19, a quien le debemos al momento de escribir estas líneas, 700.000 muertos a nivel mundial, y pronto 160.000 en Estados Unidos; todo en poco más de seis meses de pandemia.
La triste popularidad de la mascarilla y su uso se le debe a que ha pasado de ser una medida de protección imprescindible para evitar una enfermedad respiratoria, a objeto de una acalorada y alocada discusión política. Si le contáramos a nuestros abuelos de principio del Siglo XX, testigos de la llamada Gripe Española, que en el Siglo XXI ponerse o quitarse la máscara sería acto de vindicación política, tal vez se reirían, o en el mejor de los casos, recomendarían una consulta psiquiátrica.
Todo comenzó en los primeros días de la pandemia, cuando no se conocía bien la alta trasmisibilidad del virus. Los científicos, los mismos que después aconsejaron su uso obligatorio, dijeron que el tapabocas, nasobuco, máscara o como quiera llamársele, era una medida sanitaria que no evitaba totalmente la transmisión. También hablaron de superficies contaminantes, y de unas microgotas —o supergotas— que alcanzaban a la víctima más allá de los 12 pies de distancia. No se les puede culpar. Aquello estaba empezando. La ciencia es así: avanza por ensayo y por error, por paradigmas que se niegan ellos mismos, según la teoría de Thomas Kuhn.
Pero quizás no estaban tan alejados de la verdad los epidemiólogos. La máscara evita que el portador enfermo contamine al sano; solo algunos modelos especiales protegen al individuo sano. Ergo, el uso de la máscara común, sata, cae dentro de la responsabilidad individual: es para que quien esta infestado no infeste a los demás. Si la persona es portadora de covid-19 y tose, las microgotas quedaran en su cubrebocas, y a seis pies de distancia, tendrá muy pocas posibilidades de contagiar a otro.
La sinrazón de las polarizaciones en tiempos de covid-19 ha llegado a un simbolismo pedestre: quien se niega al uso de la mascarilla es trompista, republicano, no cree en la ciencia, en fin, y como diría Hilaria, es un indeseable. Si la usa —o sobrehúsa— es demócrata, seguidor de los consejos especializados, o sea, un buen chico. No hay término medio: al no-trumpista se le conoce por la máscara que lleva puesta; al trompista por la cara —dura— al descubierto.
A tal punto ha llegado el uso de la mascarilla simbólica que está impidiendo a la gente en este país de libertades y democracia decir lo que piensan y sienten por temor al qué dirán. Pocas personas están teniendo el coraje de defender sus opiniones políticas en público, incluso en reuniones familiares. Y cuando así sucede, una velada intima familiar, que es lo poco que se tiene para pasar un buen rato, se desgracia.
En el Miami nuestro de cada día una actriz cubana está siendo acosada de manera irreverente por la media liberal. Le han dicho de todo. Su delito: prestar la voz a la campaña de reelección del presidente. Le han sacado el sable de haber leído una poesía dedicada a Ernesto Guevara en la televisión cubana. En breve a los que vivimos en Miami también se nos podría impedir pensar y decir lo que estimamos conveniente: no hay un solo cubano en esta ciudad que no tuviera que repetir en los matutinos escolares de la Isla que sería comunista como el Che. Eso sin contar las decenas de miles de carnets de la Juventud Comunista con la figura del Guerrillero Heroico que se han extraviado al cruzar el Estrecho de la Florida.
En la Otra Orilla, tras siglo y pico de mascaradas, ahora están tirando con la cara. Solo la moneda libremente convertible, o sea dólares, —esa mañita de renombrar las cosas— tiene valor real en la Isla: no hay ni puré de tomate pa tanta gente. No importa que la moneda sea impresa en el país que, según la propaganda, acosa y quiere destruir la Involución. No importa que salga del sudor de los escorias, los gusanos, los vendepatrias y los mercenarios, los mafiosos asentados en la madriguera, en el cubil de Miami. Una máscara sonriente —de concreto— para pedir el billete, y al voltearse, otra trágica —de goma— para hablar mal de quien les paga las cuentas y los cuentos.
El aprendizaje por modelaje, en el pueblo cubano, tiene demasiado tiempo para que, de la noche a la mañana, las personas dejen ver sus verdaderos rostros. Allí, en la cola del pollo, casi todo el mundo tiene una máscara simbólica, porque de otra manera no saben o no pueden vivir. Es el País de las Máscaras Maravillosas: una alegre para la CADECA (Casa de Cambio) a recoger el dólar mercenario; otra para la reunión del Partido en el centro laboral, más enjuta; la próxima, angustiada para comprar en las Tiendas Recaudadoras de Divisas; y antes de acostarse, la aburrida pero nunca distraída —¡de cualquier reunión cederista sale un soplón, oye!— para la reunión del CDR. Al final casi nadie tiene insomnio, pesadillas, indigestiones, y ni siquiera covid-19.
Esa y no otra es la Cuba que vamos a tener en unos años, si es que al fin se logra una Patria con todos y por el bien de todos. No existe otra. Habría que hacerla. Y es un poco la que también, con sus añadidos norteños, vamos teniendo por acá cuando apoyamos sin decirlo el boicot a Goya, no el de los Disparates, sino el disparate de aislar una empresa latina que da empleos y comida a miles de hispanos. Otra Cuba, esta que camina por acá, que la emprende contra una actriz que se ha reciclado cantando el número, no el Gordo de Navidad, sino el de una clínica modesta donde decenas de cubanas se han hecho sus cuerpos.
Y en todo este universo de máscaras pensaba en Eusebio Leal, el artífice del disfraz y los antifaces. ¿Cómo pudo sobrevivir tantos años a tanta envidia y maledicencia de los suyos, enmascarados a más no poder? ¿Qué máscara usó Eusebio para que personas decentes de Allá y de Acá sientan su pérdida, extrañen su presencia ausencia? ¿Cómo limpió Eusebio el rostro de una Habana semidestruida, y en parte miserable, y poniéndole un velo de novia, se la vendió al mundo como Ciudad Maravilla 2016? ¿Quedara la obra, el autor, ¿o ambos?
Unos dirán que ciertas máscaras engañan. Otros que protegen. Y otros que, como sea, son pura hipocresía. Yo prefiero la cita de ese admirado filósofo y gran ensayista que fue Michel de Montaigne: “Para juzgar cosas grandes y nobles, es necesario poseer un alma igual de grande y noble”.
Cuando la necesidad nos arranca palabras sinceras,
cae la máscara y aparece el hombre.
Lucrecio