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General: QUÉ MÁS QUIEREN LOS GAYS
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De: libreconderechos  (Mensaje original) Enviado: 24/08/2020 16:17
Qué más quieren los gays
                                                                 Marcos Bartolomé
         Pese a que en las últimas décadas la lucha del movimiento LGTB ha cosechado grandes logros en Occidente, ni siquiera sus miembros menos castigados —los varones homosexuales— han conseguido equipararse socialmente a sus pares heterosexuales y siguen sufriendo disparidades en su salud física y mental. Analizamos el sueño truncado de los gays de Occidente.
 
Los gays blancos occidentales pueden considerarse los más afortunados dentro del panorama LGTB. No sufren la omnipresente discriminación del colectivo trans ni la invisibilidad del bisexual. La conjunción de machismo y homofobia que afecta a las lesbianas les toca de perfil y no sufren el flagelo del racismo ni, en general, de la pobreza; de hecho, ingresan más dinero —incluso más que los hombres hetero—. Quizás por ello últimamente la izquierda reprocha a los gays estar abandonando sus filas para abrazar posiciones conservadoras, en lo que casi parece una secesión del resto de los colectivos LGTB.
 
Su normalización aún no es completa, pero ha llegado más lejos que el resto. Desde los primeros ministros de Irlanda, Luxemburgo y Bélgica a Ricky Martin, Pedro Almodóvar o RuPaul, pasando por el director ejecutivo de Apple o el fundador de PayPal, actualmente asistimos a una conquista de la visibilidad cuyo epítome ha sido Moonlight, ganadora del Óscar a la mejor película en 2017.
 
Estas victorias solo han sido posibles gracias a casi 50 años de una ola activista que estalló el 27 de junio de 1969 en Nueva York con los disturbios de Stonewall. Un variopinto grupo de transexuales, prostitutos, drag queens, lesbianas poco femeninas y gays con pluma dijo “Basta” y respondió a pedradas a las redadas de la policía neoyorquina. Por primera vez la llamada a la liberación LGTB en Occidente no caía en saco roto.
 
La mecha que allí prendió ha llevado a decenas de países a despenalizar la homosexualidad; hoy solo quedan 74 naciones que aún la criminalicen. Además, 23 países y regiones de otros dos han legalizado el matrimonio igualitario —Austria lo hará antes de 2019—, en otros 14 se recoge la unión civil y 26 han legalizado la adopción conjunta de parejas del mismo sexo. Se trata exclusivamente de naciones europeas, anglosajonas y latinoamericanas, que englobaremos de manera laxa bajo el término Occidente.
 
A pesar de estos logros, que partidos de todo signo cacarean, el aparentemente normalizado colectivo gay continúa sufriendo. La confirmación se obtiene al cotejar sus estadísticas separadamente de las de la población heterosexual.
 
Arcoíris a media asta
El impacto del VIH aún es catastrófico y mata a 42 veces más gays que heteros. La disparidad en EE. UU. es incluso mayor en minorías como los afroestadounidenses y latinos. Pese a que la lucha avanza con medicamentos preventivos como la PrEP, Europa encadena dos años de cifras históricas de transmisión del virus; en 2016 —último año con estadísticas de la OMS— se registraron 160.000 casos nuevos. Aun así, el virus es cada vez menos mortal y otro mal se erige en nuevo ángel exterminador: el suicidio.
 
En Canadá el suicidio es la primera causa de muerte de homosexuales; desde 2007 se han suicidado más homosexuales que los que han muerto por sida.  Los gays son cuatro veces más proclives al suicidio que los heteros: entre un décimo y un tercio de los gays europeos y norteamericanos intentarán suicidarse al menos una vez en su vida. En Suecia, con unión civil desde 1995, los miembros de una pareja de hombres tienen tres veces más papeletas para acabar con sus vidas que las parejas de hombre y mujer, y en Países Bajos el comportamiento autolesivo es diez veces más probable entre gays, algo sorprendente en la primera nación del mundo que introdujo el matrimonio igualitario y donde hasta la ultraderecha se considera gay friendly.
 
El suicidio se ceba especialmente con los que practican determinadas conductas o padecen problemas de salud física o mental. Algunos factores de riesgo son el VIH, el tabaquismo y la drogadicción, la depresión, la ansiedad y las infecciones de transmisión sexual (ITS), así como haber sido víctima de discriminación, acoso o violencia; todos afectan más al colectivo gay que al resto de la población. Otro potente detonante es un bajo nivel académico o económico. La pluma también guarda relación con una mayor propensión a quitarse la vida: al tener más difícil acomodo en una sociedad basada en roles de género, el gay amanerado está más expuesto a la discriminación.
 
La salud de los gays también es más pobre. En conjunto, la población LGTB es más proclive a diversos tipos de cáncer; en el caso concreto de los gays, desde la adultez temprana sufren más problemas cardiovasculares y son más vulnerables al estrés. En Reino Unido —donde el matrimonio igualitario está legalizado, salvo en Irlanda del Norte—, las personas LGBT duplican la media nacional en posibilidades de sufrir una depresión. Al otro lado del Atlántico, tres de cada cuatro gays menores de 30 años llegados hace menos de un año a Nueva York abusaban del alcohol o las drogas, tenían prácticas sexuales de riesgo o padecían ansiedad o depresión. Muchos llegan cada año a la Gran Manzana para escapar de Estados menos tolerantes, pero esta migración es una experiencia dura; si a ello le sumamos que los gays cuentan por lo general con menos amigos, el sueño puede volverse pesadilla. También en esto les toca la peor parte a los gays con pluma: su probabilidad de sentir soledad o sufrir una enfermedad mental es superior. En el otro extremo, quizás a consecuencia de la presión social para encajar en el estereotipo del macho, los gays más masculinos tienden más al sexo sin protección, las drogas y el tabaco.
 
La huella de la homofobia
A primera vista, resulta complicado arrojar luz sobre este rosario de disparidades que lastran el encaje del gay en la sociedad. ¿Qué armazón discursivo puede estructurar este galimatías de estadísticas desesperanzadoras? La respuesta más coherente es que muchos de estos males proceden de la homofobia, un mal que no se desvanece, sino que se hace más sutil; con frecuencia, los comportamientos y actitudes de los propios gays hacia sí mismos y el resto de la comunidad pecan de la llamada homofobia interiorizada.
 
En los primeros años de vida, cuando se produce la socialización, absorbemos normas y valores sociales. Durante este proceso, se interiorizan los roles de género, así como una homofobia velada que impregna todas las capas de la sociedad más o menos sutilmente. Así, si a un niño le llaman maricón, no va a interpretar que alguien se refiere a su orientación sexual, sino que le atacan por no adecuarse al canon vigente de la masculinidad.
 
El 80% de los niños que se declaran o son considerados homosexuales sufren bullying, pero, a diferencia de los que tienen sobrepeso o un origen étnico diferenciado, pueden intentar ocultar su estatus de minoría. Por eso muchos se convierten en auténticos prestidigitadores: cambiar los andares, abortar a medio camino un ademán poco masculino o impostar una voz más grave son moneda común. Desde la clase de Educación Física a la primera salida nocturna pasando por las conversaciones sobre chicas, las vidas de estos niños suelen incluir dosis elevadas del llamado “estrés de la minoría”: la tensión extra de tener que representar a un colectivo discriminado en un entorno estructuralmente hostil.
 
Muchos dan en algún momento el salto —al menos en su círculo más cercano— que eliminará definitivamente la opción de esconderse. La salida del armario genera estrés antes, durante y después de producirse; una vez consumada, sus consecuencias son impredecibles e irreversibles y pueden llegar a ser tan graves como ser expulsado del hogar o incluso la violencia. No es casualidad que el 40% del más de millón y medio de jóvenes sin techo de EE. UU. sean personas LGTB; muchos entran en la edad adulta con la “mochila psicológica” llena de piedras arrastradas desde la infancia. El rechazo estructural de la sociedad genera problemas de autoestima, inseguridad y necesidad de validación.
 
Una de las consecuencias más frecuentes es buscar la autoaceptación intentando alcanzar unos estándares de belleza irreales. Aunque se dice que los homosexuales apenas representan el 5% de la población total de varones estadounidenses, casi la mitad de hombres con un trastorno alimentario son gays. Los heteros se apuntan a los gimnasios para mejorar su salud y su imagen, pero los gays lo hacen sobre todo para mejorar su autoestima y recurren al uso de anabolizantes con más frecuencia, con los consiguientes problemas de salud. Más de la mitad de los gays está mal a gusto con su cuerpo.
 
Pueblo pequeño, infierno grande
Por lo general, los gays tratan mal a otros gays. Casi podríamos reformular el lema hobbesiano: “El gay es un lobo para el gay”. No es descabellado si pensamos en el potencial destructivo de juntar a individuos que, por su trayectoria vital, comparten una propensión a problemas psicológicos, traumas y complejos. La ausencia de un equivalente a la legendaria sororidad femenina que cultivan las feministas es sangrante.
 
Los barrios gays, auténtico fenómeno sociológico de la ciudad contemporánea, sobresalen por sus barreras económicas de entrada. Lugares como Chueca, Castro o Le Marais solo son accesibles a unos pocos, ya que estos enclaves son casi sinónimo de gentrificación. Esto les da, de primeras, un componente clasista que restringe sus ventajas —seguridad para demostrar afecto en público, servicios orientados a la población gay…— a aquellos que pueden pagarlas. Solo hace falta ver series como Looking o Hunting Season, ambientadas en la escena gay de ciudades estadounidenses pudientes, para observar lo que las estadísticas confirman: los barrios gays pueden ser lugares sombríos. En ellos se consumen más drogas y se transmiten más ITS; es muy fácil encontrar sexo —discotecas, afters, saunas…—, pero no una relación similar a la de una comedia romántica hollywoodiense, algo que muchos gays desean con fuerza, quizás precisamente por el miedo al rechazo que arrastran desde su infancia.
 
Pero, si hay un lugar por antonomasia en el que la concentración de homosexuales es incluso mayor que en un barrio gay, son las aplicaciones móviles de encuentros. En 2010 al menos el 70% de varones homosexuales utilizaban aplicaciones como Grindr, aunque esa cifra hoy está desfasada; con 3,6 millones de usuarios diarios, se ha erigido en una moderna ágora ateniense de los gays en Occidente. Grindr y otras aplicaciones pueden ser una bendición para muchos. Su importancia queda de manifiesto en entornos poco amigables, como las áreas rurales alejadas de grandes ciudades, o simplemente en la vida de personas cuyo día a día no implica interactuar con otros gays. Pero, por otra parte, Grindr puede exacerbar lo peor de la sociedad y de la cultura gay. La mercancía se expone y las ideas se intercambian. Hay, eso sí, una diferencia importante con la plaza pública ateniense: la posibilidad de anonimato.
 
Al permitir filtrar por etnia o tribu urbana, Grindr da pábulo a la peor cara de unas preferencias sexuales que beben de una socialización racista y con cánones de belleza tiránicos que castigan los kilos de más. Tanto fuera como dentro de las aplicaciones, las amplias minorías étnicas en muchos países occidentales suelen ser o bien ignoradas o bien deshumanizadas y convertidas en fetiche. De los asiáticos se esperará que sean afeminados, con un pene pequeño y pasivos —el receptor en el sexo anal—; de personas proximorientales o negras, una actitud dominante y ruda, y los que tengan rasgos propios del subcontinente indio serán muchas veces considerados poco atractivos. Además, las diversas tribus, como twinks —hombre joven, delgado y sin vello— u osos —hombre de mediana edad, con mucho vello y voluminoso—, suponen un sambenito para quienes no se identifican con la actitud que se espera de ellos por su aspecto físico.
 
Si uno de los motivos por el que muchos se sienten deprimidos cuando utilizan Grindr son los mensajes que denotan gordofobia o un racismo poco disimulado, también abundan las condenas a la pluma. Advertencias como “No locas ni pluma”, “masc disc” —“masculino discreto”— o “macho x macho XL” son algunas de las coletillas más repetidas en las biografías de los perfiles. Esta demonización de la pluma y la preferencia sexual por perfiles que rezuman virilidad se considera un vestigio machista y homófobo que lastra la cultura gay actual. El 71% de los lectores de la revista Attitude afirmaron que la pluma les “cortaba el rollo” y el 41% que daba una mala imagen de la comunidad.
 
Otro peligro de que Grindr y otras aplicaciones tomen el centro del escenario en la tragicomedia homosexual es que no están diseñadas para su público gay, sino para maximizar el beneficio empresarial mediante la publicidad en una economía de datos —si no tienes que pagar por el producto, el producto eres tú—. El objetivo es prolongar el tiempo de uso; para ello, utiliza la misma estrategia que Facebook e Instagram. El funcionamiento imita una máquina tragaperras, cuya capacidad para generar ludopatía está más que contrastada. La técnica se basa en la obtención de un premio tras realizar un número indeterminado de veces una conducta. Esta puede ser probar suerte en la máquina, refrescar la pestaña de notificaciones o enviar un mensaje a un nuevo torso anónimo.
 
El refuerzo de la conducta reside en desconocer el número de intentos necesarios para obtener el premio, ya sea dinero o algo igualmente poderoso: un orgasmo. Durante el orgasmo, ciertas áreas del cerebro se activan de modo similar al observado en consumidores de cocaína o heroína, por lo que no sorprende que muchos usuarios de Grindr confiesen sentirse adictos. De hecho, en la aplicación convergen de manera preocupante el sexo y las drogas. Más allá de los perfiles que rezan “4:20” —un código que identifica a los fumadores de cannabis—, hay otros que ofrecen discretamente servicios de camello. También prolifera el chemsex, fiestas en las que el sexo se entremezcla con derivados de las anfetaminas durante horas o días. Estas sesiones han sido catalogadas como un problema de salud pública en Madrid y Barcelona, aunque encuentran su máximo exponente en el Reino Unido, donde un homosexual muere cada mes por consumo de éxtasis líquido.
 
El progreso no es inexorable
El último de los problemas que enfrenta el colectivo se reproduce entre las grietas de la recién estrenada casa de los nuevos derechos. La creciente ola reaccionaria que sacude los cimientos de Occidente ha vuelto a poner la LGTBfobia violenta en el candelero. Se les recuerda así a las personas LGTB una lección frecuentemente olvidada: el progreso no es inexorable.
 
Brasil es el país que más preocupa: 387 brasileños LGTB fueron asesinados y 58 se suicidaron tan solo en 2017, una subida del 30% en un año. La causa no es otra que la emergencia de discursos ultraconservadores; la Iglesia evangélica y el político radical Jair Bolsonaro tienen mucho que ver en esta ecuación, pues crean impunidad y destruyen la solidaridad de la sociedad. En septiembre un juez legalizó las “terapias de conversión” de homosexuales.
 
La situación no es mucho más halagüeña en el mundo anglosajón. Los tres meses que siguieron al referéndum del brexit vieron aumentar los ataques homófobos un 147% respecto al mismo periodo del año anterior. En febrero la isla británica de Bermuda se convirtió en el primer territorio del mundo en desembarazarse del matrimonio igualitario tras haberlo aprobado, y la presidencia de Trump ha supuesto un auténtico golpe para los colectivos. La impunidad que provoca contar con dirigentes con un discurso homófobo llega hasta el punto de que la misma noche de la victoria de Trump un grupo de hombres atacaron a un homosexual al grito de “¡Tenemos un nuevo presidente, putos maricones!”. Cinco meses antes, Omar Mateen se convertía en un ejemplo de masculinidad tóxica tras segar 49 vidas en la discoteca gay Pulse, en Orlando, entonces el mayor atentado en EE. UU. desde el 11S.
 
Quizás sea la suma de obstáculos que incluso en Occidente convierte la vida de un gay en una odisea llena de escollos. O quizás sea la parálisis ante la ausencia de una Ítaca clara, una vez que el matrimonio ha pasado de horizonte a realidad cotidiana sin por ello normalizar del todo la presencia del gay en la sociedad. Lo cierto es que un profundo pesimismo permea cada capa de la cultura gay occidental en todas las etapas de la vida, desde el zeitgeist derrotista y desencantado en las páginas y perfiles de memes más populares entre mileniales gays hasta el ostracismo de las generaciones más vetustas, que en una escena hipersexualizada y centrada en la imagen sufren una epidemia de soledad.
 
Como Álvaro Pombo ponía en boca de su protagonista en Contra natura:
“Nadie nos librará jamás de nuestra esencial conexión con la marginación, con el fracaso y con la muerte. La mayor parte de la gracia que aún tenemos los maricas, antes que la trivialidad y la normalidad nos conviertan en simples consumidores pancistas españoles, mariquitas per cápita que contribuyen con normalidad e incluso con un muy buen balance anual a los gastos de la hacienda pública, antes y después de toda esa babosa voluntad de normalización e identidad con los comemierdas que siempre hemos envidiado y odiado, nuestra conexión más pura es con el fracaso, con la marginación y con la muerte”.
 
 


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