Durante décadas, los psicólogos pensaron lo mismo: que las fases clave en la formación de la identidad para los hombres gais llevaban a salir del armario y que, una vez que estuviéramos cómodos con nosotros mismos, podríamos empezar a construir una vida dentro de una comunidad de personas que habían pasado por lo mismo. Sin embargo, a lo largo de los últimos 10 años, los investigadores han descubierto que esa desesperación por encajar no hace más que intensificarse. Según un estudio publicado en 2015, los índices de ansiedad y depresión eran más altos en los hombres que habían salido del armario hacía poco que en los que aún estaban en él.
"Es como si salieras del armario esperando ser una mariposa y la comunidad gay te quitara el idealismo a tortas", opina Adam. Esto es lo que recuerda de cuando salió del armario: "Fui a West Hollywood (Los Ángeles, Estados Unidos) porque pensaba que ahí encontraría a mi gente. Pero fue horrible. Todos eran gais adultos, no resultaba muy acogedor para los más jóvenes. Sales de casa de tus padres y llegas a un pub gay en el que hay un montón de gente drogándose y piensas: '¿Esta es mi comunidad?'. Es la puta selva".
"Salí del armario con 17 años y no veía que hubiera un lugar para mí en el panorama gay", confiesa Paul, que es desarrollador de software. "Quería enamorarme como veía en las películas que hacía la gente heterosexual. Pero me sentía como un trozo de carne. Empezó a afectarme tanto que iba a hacer la compra a un supermercado que estaba a 40 minutos de mi casa en vez de a uno que estaba a 10 porque me daba miedo tener que pasar por la calle gay".
La palabra que utiliza Paul es "retraumatizado". Creces con esta soledad, acumulando todo esta carga, y llegas a sitios como Castro (San Francisco, California) o Boystown (Douglas, Nebraska) y piensas que por fin te aceptarán por quién eres. Entonces te das cuenta de que todo el mundo tiene su bagaje. Y, de repente, no es la homosexualidad la que provoca que te rechacen. Es el peso, el sueldo o la raza. "Los chicos de los que se reían en el colegio crecen y se convierten en los abusones", relata Paul.
"Los hombres gas en particular no suelen ser muy agradables entre sí", dice John, que es guía turístico. "En la cultura pop, las drag queens son conocidas por sus discusiones y sus encontronazos y todo son risas. Pero esa maldad es casi patológica. Todos estábamos muy confusos o nos engañamos a nosotros mismos durante una buena parte de nuestra adolescencia. Pero no nos resulta cómodo mostrárselo a los demás. Así que demostramos a los demás lo que el mundo nos demuestra a nosotros: es decir, maldad".
Todos los hombres gays a los que conozco llevan consigo un informe mental de todas las cosas horribles que les han hecho o dicho otros hombres. Una vez quedé con un chico, pero cuando me vio, se levantó, me dijo que era más bajito de lo que parecía en las fotos y se fue. Alex, que es instructor de fitness en Seattle, tuvo que aguantar que un chico de su equipo de natación le dijera: "Ignoraré tu cara si me follas sin condón". Martin, un chico británico que vive en Portland (Estados Unidos), ha cogido unos kilos desde que se mudó y el día de Navidad recibió por Grindr un mensaje que decía: "Antes eras muy sexy. Es una pena que la hayas cagado".
En otras minorías, el hecho de vivir en una comunidad de personas similares está relacionado con la disminución de los índices de ansiedad y depresión. Es algo que ayuda a sentirse más unido a gente que instintivamente te entiende. Pero para nosotros el efecto es el contrario. Varios estudios han llegado a la conclusión de que vivir en un barrio gay se traduce en tasas más elevadas de sexo sin protección y consumo de metanfetaminas, y en un descenso de la cantidad de tiempo invertido en realizar actividades en grupo, como deporte o un voluntariado. Una investigación de 2009 sugiere que los hombres gais que estaban más ligados a la comunidad gay se sentían menos satisfechos con sus relaciones sentimentales.
"Los hombres gays y bisexuales identifican a la comunidad gay como una fuente relevante de estrés en su vida", asegura Pachankis. El principal motivo es que la discriminación interna causa más daños psicológicos que el rechazo por parte de la mayoría. Es fácil pasar de todo, poner los ojos en blanco y hacerle la peineta a todos los heterosexuales a los que no les gustas porque, total, no necesitas su aprobación. Sin embargo, ser rechazado por otros homosexuales es como perder la única forma que te queda de hacer amigos y de encontrar el amor. Que la gente que es como tú te dé la espalda duele más todavía, ya que a ellos los necesitas más.
Los investigadores con los que he hablado explican que los gais se hacen daño entre ellos por dos razones principales. La primera, y la que oigo más a menudo, es que se debe, básicamente, a que son hombres.
"Los desafíos de la masculinidad se intensifican en una comunidad de hombres", sostiene Pachankis. "La masculinidad es precaria. Hay que estar constantemente representándola, defendiéndola y acumulándola. Lo vemos en los estudios: si la masculinidad de un grupo de hombres se ve amenazada, empiezan a hacer cosas estúpidas. Adoptan posturas corporales más agresivas, empiezan a asumir riesgos financieros, sienten el deseo de pegar a las cosas".
Esto ayuda a explicar el estigma generalizado que se tiene contra los chicos afeminados en la comunidad gay. Según Dane Whicker, investigador y psicólogo clínico de la Universidad Duke, la mayoría de los hombres gais prefiere salir con un chico masculino y afirman que les gustaría ser más masculinos. Quizá esto se deba a la homofobia interiorizada: sigue habiendo prejuicios sobre los gais afeminados y se les ve como la parte pasiva en el sexo anal.
Según una investigación longitudinal que duró dos años, cuanto más tiempo llevaran los hombres fuera del armario, más probabilidades tenían de ser versátiles o activos. De acuerdo con los investigadores, este tipo de entrenamiento, esta forma de intentar parecer más masculino y de asumir otro papel en el sexo, es uno de los instrumentos que utilizan los hombres gays para ejercer presión entre ellos para conseguir "capital sexual", el equivalente a ir al gimnasio o a depilarse las cejas.
"La única razón por la que empecé a hacer ejercicio fue que quería dar la sensación de que podía ser el activo", confiesa Martin. Cuando salió del armario, estaba convencido de que era demasiado delgado y afeminado, y de que los pasivos pensarían que era uno de ellos. "Así que empecé a fingir un comportamiento hipermasculino. Mi novio se dio cuenta hace poco de que sigo bajando la voz una octava cada vez que pido en un bar. Es un remanente de mis primeros años fuera del armario, cuando pensaba que tenía que poner la voz de Batman para ligar".
Grant, un joven de 21 años que se crió en Long Island y ahora vive en el barrio de Hell's Kitchen (Nueva York), comenta que antes prestaba demasiada atención a sus posturas: con las manos en las caderas, y una pierna ligeramente adelantada, como una vedette. En su segundo año de universidad, empezó a fijarse en las posturas de sus profesores y a dejar de cruzar las piernas y los brazos.
Estas normas de masculinidad le pasan factura a todo el mundo, incluso a quienes las perpetran. Los gais afeminados presentan tasas más altas de riesgo de suicidio, de soledad y de problemas de salud mental. Por su parte, los gays masculinos tienen más ansiedad, practican más sexo sin protección, fuman más y consumen más drogas. Según un estudio sobre las causas por las que vivir en la comunidad gay fomenta la depresión, este efecto solo lo presentaban los hombres homosexuales masculinos.
La segunda razón por la que la comunidad gay actúa como un causante de estrés en sus miembros no está en el porqué de que se rechacen entre ellos, sino en el cómo.
En los últimos 10 años, los lugares habitualmente frecuentados por gays, como los bares, los pubs y las saunas, han empezado a desaparecer y los han sustituido las redes sociales. Más de un 70% de los hombres homosexuales utilizan aplicaciones para conocer gente, como Grindr o Scruff. En el año 2000, alrededor del 20% de las parejas homosexuales se conocían a través de internet. Para el año 2010, la cifra había subido al 70%. Además, el número de parejas gays que se conocían a través de amigos en común cayó del 30 al 12%.
Normalmente, cuando los medios tratan el tema de la preeminencia de las aplicaciones de ligue entre los usuarios gais (los usuarios de Grindr, la más popular, pasan una media de 90 minutos al día navegando por ella) lo hacen con un tono alarmista y através de noticias de asesinatos, de homófobos que recurren a estas aplicaciones para localizar a sus víctimas o de la nueva moda de mezclar la práctica sexual con el consumo de drogas que tanto tirón está teniendo en Londres y en Nueva York. Sí, es cierto que hay problemas. Pero el efecto real de las aplicaciones de ligue es más sutil, menos marcado y, en cierto modo, más profundo: para muchos de nosotros, se han convertido en la principal vía de interacción con otros gays.
"Es mucho más fácil conocer a alguien para echar un polvo por Grindr que ir a un pub solo", opina Adam. "Especialmente si te acabas de mudar a una ciudad nueva, es muy fácil dejar que una aplicación se convierta en tu vida social. Es más difícil buscar situaciones sociales en las que seguramente tengas que esforzarte más".
"Tengo momentos en los que quiero sentirme deseado y me meto en Grindr", explica Paul. "Subo una foto sin camiseta y empiezo a recibir mensajes de chicos que me dicen que estoy muy bueno. Sienta bien en el momento, pero no se saca nada más de ahí y los mensajes dejan de llegar al cabo de unos días. Me sienta bien, como si me estuviera rascando una picadura, pero en realidad es sarna. Se va a extender".
Aunque lo peor de este tipo de aplicaciones -y el motivo por el que son relevantes para la disparidad de salud entre los hombres gais y los hetero- es que, además de que las utilizamos mucho, estamos diseñados de una manera casi perfecta para enfatizar las concepciones negativas sobre nosotros mismos. Tras entrevistar a un grupo de hombres homosexuales en 2015, Elder, un experto en estrés postraumático, llegó a la conclusión de que el 90% quería que su novio fuera alto, joven, blanco, musculoso y masculino. Para la inmensa mayoría de nosotros, que apenas cumplimos uno de esos requisitos (y mucho menos los cinco a la vez), las aplicaciones para ligar nos hacen sentir feos de una forma muy eficaz.
Paul reconoce que desde el momento en el que abre la aplicación ya está nervioso, esperando que llegue el rechazo. John antes era asesor, mide 1,90 y tiene 27 años y unos abdominales que se le marcan aunque lleve puesto un jersey de lana. Pero, aun así, dice que no le responden a la mayoría de los mensajes y que se pasa unas 10 horas hablando con gente a través de la aplicación por cada hora que pasa quedando con chicos para tomar un café o para practicar sexo.
Para los hombres gays que no son blancos la situación es peor. Vincent, que organiza sesiones de terapia con hombres negros y latinos a través del Departamento de Salud Pública de San Francisco, opina que con estas aplicaciones las minorías raciales reciben dos tipos de respuestas: rechazo ("lo siento, no me gustan los tíos negros") o fetichismo ("hola, me gustan muchísimo los tíos negros"). Paihan, un inmigrante de Taiwán que vive en Seattle, me enseña su bandeja de entrada de Grindr. Y tiene el mismo aspecto que la mía: la mayor parte de los mensajes son saludos enviados sin respuesta. Uno de los pocos mensajes recibidos simplemente reza: "Asiáaaatico".
Nada nuevo. Wall Odets, un psicólogo que lleva escribiendo sobre aislamiento social desde la década de los 80, afirma que los hombres gays se preocupan ahora por Grindr como antes lo hacían por las saunas. La diferencia que él ve en sus pacientes más jóvenes es que "si alguien te rechazaba en una sauna, todavía podías entablar una conversación con él. Existía la posibilidad de acabar haciendo un amigo o de que acabara siendo una experiencia social positiva. En una aplicación, simplemente te ignoran si no te perciben como una conquista sexual o romántica". Los hombres homosexuales a los que se entrevistó hablaban de estas aplicaciones para ligar de la misma forma en que los heterosexuales hablan de Tinder: "Es una mierda, pero ¿qué haces si no?". "En las ciudades pequeñas hay que utilizar las aplicaciones", explica Michael Moore, un psicólogo de Yale. "Hacen la función de un pub gay. Pero la parte negativa es que sacan a la luz todos los prejuicios".
Lo que estas aplicaciones refuerzan, o quizá simplemente aceleran, es la versión adulta de lo que Pachankis llama Best Little Boy in the World Hypothesis (o La hipótesis del niño diez). Cuando somos niños, crecer dentro del armario hace que concentremos nuestra propia valía en cualquier cosa que el mundo exterior quiera que seamos: buenos estudiantes, deportistas, cualquier cosa. De adultos, las normas sociales de nuestra propia comunidad nos presionan para concentrar nuestra valía en otras cosas: el aspecto físico, la masculinidad, la destreza sexual... Pero entonces, incluso aunque nos las arreglemos para competir ahí, aunque hayamos conseguido ser el hombre gay masculino y dominante que queríamos, lo único que hemos hecho en realidad es condicionarnos para que nos machaquen cuando, de forma inevitable, lo acabemos perdiendo.
"Solemos vivir nuestra vida a través de los ojos de los demás", afirma Alan Downs, psicólogo y autor de The Velvet Rage, un libro sobre la lucha de los hombres homosexuales con la humillación y la aprobación social. "Queremos tener un hombre tras otro, más musculoso, con un estatus social superior, con cualquier cosa que nos haga sentir aceptados más rápidamente. Nos despertamos con 40 años, agotados, y nos preguntamos: '¿Esto es todo?'. Y entonces viene la depresión".
Perry Halkitis, profesor en la Universidad de Nueva York (NYU), estudia desde principios de los 90 la diferencia de salud entre personas gays y hetero. Ha publicado cuatro libros sobre la cultura gay y ha entrevistado a hombres con VIH, a hombres que se drogan en fiestas y que luchan por planear su propia boda.
Ese es el motivo por el que hace dos años su sobrino James apareció en su puerta temblando. Sentó a Halkitis y a su marido en el sofá y les anunció que era gay. "Le dijimos: 'Felicidades, tu tarjeta de miembro y tu paquete de bienvenida están en la habitación de al lado", recuerda Halkitis. "Pero él estaba demasiado nervioso como para pillar la broma".
James se crió en Queens, en una familia grande, cariñosa y liberal. Fue a un colegio público con otros niños abiertamente homosexuales. "Y aun así", dice Halkitis, "para él supuso una crisis emocional. Sabía racionalmente que todo iba a ir bien, pero estar en el armario no es algo racional, sino emocional".
A lo largo de los años, James se había convencido a sí mismo de que nunca saldría del armario. No quería atraer la atención de la gente, ni tener que contestar a preguntas para las que no tenía respuesta. Su sexualidad no tenía sentido para él; ¿cómo lo iba a explicar a otras personas? "En la tele sólo veía familias tradicionales", me cuenta. "Pero al mismo tiempo, veía un montón de porno gay, en el que todo el mundo está supermusculado y soltero y practica sexo todo el tiempo. Así que pensé que tenía esas dos opciones: una vida de cuento de hadas que nunca podría tener o esta vida gay en la que no había historia de amor".
James recuerda el momento exacto en que decidió que iba a salir del armario. Tendría unos 10 u 11 años y estaba de vacaciones en Long Island con sus padres. "Miré a nuestro alrededor, vi a nuestra familia y los niños que había por ahí, y pensé: 'Nunca voy a tener esto', y me puse a llorar".
En el momento en que me lo cuenta, veo que está describiendo justo la misma revelación que sentí yo a su edad, la misma pena. La de James fue en 2007. La mía fue en 1992. Halkitis dice que la suya fue en 1977. Sorprendido de que alguien a la edad de su sobrino tuviera la misma experiencia que él, Halkitis decidió que su nuevo proyecto de libro sería sobre el trauma del armario.
"Incluso ahora, incluso en Nueva York, incluso con padres comprensivos, el proceso de salida del armario es complicado", afirma Halkitis. "Quizá siempre lo sea".
¿Entonces qué se supone que hay que hacer? Cuando pensamos en las leyes sobre el matrimonio o en la prohibición de los crímenes de odio, tendemos a asociarlas a la protección de nuestros derechos. Lo que se entiende menos es que la ley afecte literalmente a nuestra salud.
Uno de los estudios más sorprendentes que he leído habla sobre un pico de ansiedad y depresión entre los hombres gays en 2004 y 2005, años en los que 14 Estados aprobaron enmiendas constitucionales que definían el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. Entre los homosexuales de esos Estados se produjo un incremento de un 37% en los trastornos del estado de ánimo, un aumento de un 42% en el alcoholismo y un 248% más de trastornos de ansiedad en general.
Lo más escalofriante de esas cifras es que los derechos legales de los gais de esos Estados no cambiaron en la práctica. En Michigan no nos podíamos casar ni antes de la enmienda ni después. Las leyes eran simbólicas. Era solo la forma de informar a los gays de que la mayoría de la gente no nos quería. Lo que es peor, las tasas de ansiedad y depresión no solo aumentaron en los Estados donde se aprobaron esas enmiendas. También subieron (aunque de forma menos dramática) entre los homosexuales de todo el país. La campaña para hacernos sufrir funcionó.
Ahora asocia eso al hecho de que nuestro país ha elegido a un Demogorgon naranja cuya administración está tratando abiertamente de revertir todas y cada una de las victorias que la comunidad gay ha logrado en los últimos 20 años. El mensaje que esto envía a los gais -especialmente a los jóvenes que siguen luchando con su identidad- no podía ser más claro y más aterrador.
Cualquier debate sobre salud mental en los homosexuales tiene que empezar por lo que ocurre en los colegios. Pese al progreso que tiene lugar a su alrededor, las instituciones educativas siguen siendo lugares peligrosos para los niños, llenos de chicos con aspiraciones, profesores indiferentes y políticas retrógradas. Emily Greytak, directora de investigación de la organización anti-bullying GLSEN, cuenta que entre 2005 y 2015 el porcentaje de adolescentes que afirmó sufrir bullying por su orientación sexual no cayó en absoluto. Solo un 30% de los distritos escolares del país siguen políticas anti-bullying que mencionan específicamente a los niños LGTBQ, y otros miles de distritos tienen políticas que impiden a los profesores hablar sobre la homosexualidad de forma positiva.
Estas restricciones reducen mucho las posibilidades de los chicos de gestionar su estrés. Por suerte, no es necesario que todos los profesores y todos los adolescentes del equipo acepten a los gais de la noche a la mañana. Desde los últimos cuatro años, Nicholas Hech, investigador en la Marquette University, dirige grupos de apoyo para niños gays en los institutos. Los acompaña a través de sus interacciones con sus compañeros, con sus maestros y con sus padres, e intenta ayudarlos a separar el estrés típico adolescente del estrés que sufren debido a su sexualidad. Por ejemplo, los padres de un chico le presionaban para que estudiara Finanzas en lugar de Arte, simplemente con la esperanza de que su hijo entrara a un sector en el que encontrara menos homófobos. Pero él ya sentía ansiedad: si dejaba las Finanzas, ¿se estaba rindiendo ante el estigma? Y si entraba en Arte y aun así le acosaban, ¿podría contárselo a sus padres?
El truco, afirma Heck, consiste en que los chicos hagan estas preguntas abiertamente, porque uno de los síntomas clave de su estrés es el hecho de evitar hablar sobre el tema. Los niños escuchan comentarios despectivos en el pasillo, así que deciden irse por otro, o ponerse los cascos para no oír. Piden al profesor ayuda y este los ignora, así que dejan de buscar seguridad en los adultos. Pero los chicos del estudio, cuenta Heck, ya están empezando a rechazar la responsabilidad que solían achacarse cuando los acosaban. Están aprendiendo que aunque no puedan cambiar el entorno que los rodea, pueden dejar de culparse a sí mismos.
Por tanto, para los niños el objetivo es identificar y prevenir el estrés de las minorías. Pero, ¿qué se puede hacer con aquellos que ya lo hemos internalizado?
"Se ha trabajado mucho con los adolescentes homosexuales, pero no tanto con la gente que ronda los 30 o los 40", comenta Salway. Para él, el problema es que hemos construido infraestructuras totalmente separadas en torno a la salud mental, la prevención del VIH y el abuso de sustancias, pese a que las pruebas indican que no se trata de tres epidemias, sino de una sola. La gente que se siente rechazada tiende a automedicarse, lo cual los hace más propensos a mantener relaciones sexuales de riesgo, lo cual los hace más propensos a contraer VIH, lo cual los hace más propensos a sentirse rechazados, y así sucesivamente.
En los últimos cinco años, a medida que ha ido creciendo la evidencia de esta interconexión, varios psicólogos y epidemiólogos han empezado a tratar la alienación entre los gays como algo "sindémico": un cúmulo de problemas de salud, de los cuales ninguno puede arreglarse por sí solo.
Pachankis, el investigador sobre el estrés, acaba de dirigir el primer ensayo aleatorio controlado de terapia del comportamiento cognitivo "de afirmación gay". Después de años evitando las emociones, muchos homosexuales "no saben, literalmente, lo que sienten", asegura. Su pareja les dice "te quiero" y ellos contestan: "Vale, yo quiero tortitas". Lo dejan con el chico que estaban viendo porque se ha dejado el cepillo de dientes en su casa. O, como muchos de los tíos con los que he hablado, practican sexo sin protección con desconocidos porque no saben escuchar su propia agitación.
Según Pachankis, el desapego emocional de ese tipo es penetrante y muchos de los hombres con los que trabaja siguen sin reconocer que las cosas por las que luchan -un cuerpo perfecto, trabajar más y mejor que sus colegas, conseguir el ligue ideal por Grindr entre semana- están reforzando su propio miedo al rechazo.
Solo con señalar estos patrones, Pachankis obtuvo grandes resultados: sus pacientes mostraron una menor tasa de ansiedad, depresión, consumo de drogas y sexo sin condón en solo tres meses. Ahora está expandiendo el estudio para que incluya más ciudades, más participantes y un periodo de tiempo mayor.
Estas soluciones son prometedoras, pero siguen siendo imperfectas. No sé si llegará a cerrarse la brecha de salud mental entre hombres hetero y gais. Siempre habrá más niños hetero que gays, siempre estaremos aislados entre ellos y, de algún modo, creceremos apartados de nuestras familias y nuestros colegios y nuestras ciudades. Pero quizá no todo es malo. Nuestra distancia de lo mainstream puede ser la fuente de nuestras dolencias, pero también es fuente de nuestro humor, de nuestra resiliencia, de nuestra empatía y nuestro talento superior para vestirnos, para bailar y para el karaoke. Tenemos que reconocer eso al tiempo que seguimos luchando por que haya leyes y entornos mejores y al tiempo que vamos descubriendo cómo tratarnos mejor los unos a los otros.
Sigo pensando en algo que Paul, el desarrollador de software, me dijo: "Los gays siempre nos hemos dicho que cuando la epidemia del sida se acabara estaríamos bien. Luego, que cuando pudiéramos casarnos estaríamos bien. Ahora, que cuando el bullying se acabe estaremos bien. Seguimos esperando el momento en que lleguemos a sentir que no somos diferentes de los demás. Pero el hecho es que somos diferentes. Solo nos falta aceptarlo y trabajar con ello".