El mundo asiste a una inquietante huida hacia delante de un presidente dispuesto a todo para subvertir el proceso electoral que le convertirá el 20 de enero en un ciudadano privado obligado a reinventarse.
El desafío definitivo de Donald Trump
“El mundo está mirando”. “Los votantes han decidido”. Quien pasara la noche del viernes por el hotel Trump de Washington, a pocas manzanas de la Casa Blanca, pudo leer las dos frases proyectadas en la fachada, junto a los nombres y los retratos de Mike Shrikley y Lee Chatfield, líderes de las mayorías republicanas en las cámaras legislativas alta y baja, respectivamente, del Estado de Michigan. Ambos se encontraban esa misma tarde en el Despacho Oval, reunidos con el presidente Trump. No ha trascendido cuánto duró el encuentro. Ni los detalles de lo que se habló. Pero Michigan era el viernes el foco de las presiones del presidente para tratar de que los legisladores accedan a subvertir el proceso democrático, desoír el sentido del voto de sus ciudadanos y enviar al colegio electoral a partidarios de Trump, torciendo el órgano a su favor cuando este se reúna el próximo 14 de diciembre para elegir oficialmente al próximo presidente.
“Como líderes legislativos, cumpliremos la ley y seguiremos el proceso normal”, dijeron Shrikley y Chatfield al salir. Otro golpe para Trump. Los expertos coinciden en que la insólita idea de subvertir el colegio electoral está condenada al fracaso. Igual que la de denunciar fraudes ante la opinión pública sin ser capaces de aportar pruebas concluyentes en los tribunales. Lo mismo que la de impugnar los recuentos en Estados donde el demócrata Joe Biden se impuso por márgenes cortos. Después de un segundo escrutinio a mano en Georgia, el Estado donde el resultado fue más ajustado, se volvió a certificar el viernes la victoria de Biden. Pronto serán dos derrotas las que tendrá que admitir Trump. La de las elecciones y la de su cruzada para revertirlas. Demasiadas para alguien que divide el mundo entre ganadores y perdedores.
Los votantes han decidido. El mundo está mirando. Las frases proyectadas el viernes en la fachada del hotel contenían las únicas verdades sobre las elecciones que han salido de la marca Trump estas dos semanas. Los votantes han decidido, por un margen de seis millones de papeletas y una ventaja de 74 votos en el colegio electoral, que Biden sea el 46º presidente de Estados Unidos. Y el mundo contempla atónito un espectáculo que nadie sabe bien qué es. ¿Una rabieta de un mal perdedor? ¿Un intento de golpe de Estado? ¿La última trampa de un trilero destinada a mantener toda su operación a flote? Quienes más de cerca han seguido al presidente estos cuatro años advierten de que probablemente se trate de preguntas retóricas. Trump no planea. Solo actúa.
La cruda realidad es que el presidente de Estados Unidos lleva más de dos semanas básicamente dedicado a amplificar cada patraña conspiranoica que encuentra por la red. “¡Un fraude electoral masivo será mostrado!”, tuiteaba ayer. “¡Fraude masivo sin precedentes!”. “¡La elección fue una farsa!”. Así todo el día. Solo el viernes, Twitter tuvo que añadir etiquetas a 10 de sus mensajes advirtiendo de que el contenido era “controvertido”. Miembros de su Administración dicen que es imposible mantener conversaciones serias sobre políticas concretas estos días con el presidente de Estados Unidos, sin que la cosa degenere en denuncias y teorías raras.
De manera aún más inquietante, la definición de la estrategia parece estar depositada en las manos de su abogado Rudy Giuliani, cada una de cuyas intervenciones tiene el contrastado potencial de degenerar en un ridículo espantoso. Lo endeble del plan de Giuliani quedó reflejado, durante una demencial conferencia de prensa el jueves, en un mapa con una serie de Estados marcados en rojo que supuestamente representaban “los múltiples caminos a la victoria” de Trump. El mapa estuvo ahí, abandonado en un atril, como de adorno, mientras Giluiani y su equipo lanzaron disparates durante una hora y 45 minutos, hablando de un fraude masivo que en los tribunales se cuidan mucho de decir que no existió.
Muchos observadores defienden que, dentro del entorno del presidente, solo Giuliani y su extravagante cohorte se creen todo esto al pie de la letra. Es el caso de la abogada Sidney Powell, conocida hasta hora por haber expresado reiteradamente su apoyo a QAnon, esa delirante patraña de que una sociedad secreta de destacados demócratas y estrellas de Hollywood, pedófilos y adoradores de Satán, domina el mundo. Powell lleva toda la semana divulgando por medios conservadores esta otra teoría: que una coalición internacional comunista robó estas elecciones, manipulando un software de tabulación de votos para voltear millones de papeletas de Trump a Biden. “Cuando el fraude sea finalmente descubierto”, dijo en la rueda de prensa, “creo que tendremos 80 millones de votos”.
Es decir, denuncia que un software manipulado robó cerca de siete millones de papeletas. Un fraude que, dijo, “nunca se habría desvelado, si los votos para el presidente Trump no hubieran sido tan abrumadores que rompieron el algoritmo”. Hasta Tucker Carlson, palmero incondicional de Trump en Fox News, tuvo que decir basta. “Powell describía lo que viene a ser el mayor delito de la historia de Estados Unidos”, reconoció Carlson. “Millones de votos robados en un día. La democracia destruida. El fin de nuestro centenario sistema de autogobierno. No es cosa pequeña”.
Asegura Carlson que llamaron sin parar a Powell. Que se la tomaron en serio. “Solo queríamos ver los detalles, ¿cómo no habríamos querido verlos?”. La invitaron al programa. “Le habríamos dado la hora entera. La semana entera, de hecho”, explicó Carlson. Pero Powell declinó la invitación. “No envió ni una prueba, ni una página”, aseguró el periodista.
La patética realidad es que pocos más en su círculo de confianza creen en esto. Aunque algunos actúen como si creyeran que Trump puede revertir el resultado de las elecciones, la realidad es que no tragan. Cierran filas. Se escaquean, desconectan psicológicamente, esperando que pase el chaparrón sin mojarlos. Ni siquiera su hija Ivanka y su yerno Jared Kushner, según quienes han hablado con ellos en privado, piensan que toda esta historia vaya a ningún lado.
El problema es que la gente sí les cree. La mitad de los votantes republicanos cree que el presidente Trump “ganó legítimamente las elecciones” pero que estas fueron robadas por un fraude electoral masivo para favorecer a Joe Biden, según una encuesta de Reuters e Ipsos publicada esta semana.
El pasado 3 de noviembre, Donald Trump perdió. Pero se convirtió en el segundo candidato presidencial con más votos de la historia, después de Biden. Casi 74 millones de estadounidenses votaron a Trump. Se trata de un activo goloso para un empresario acosado por las deudas y obligado a reinventarse a partir del próximo 20 de enero. Enfadado con Fox News por no seguirle en sus delirios, se habla de que podría crear algún tipo de medio de comunicación para competir por esa audiencia. Se habla también de una carrera presidencial en 2024. Días después de las elecciones, según Politico, el senador Kevin Cramer llamó a Trump para ofrecerle su apoyo en esta ofensiva para desafiar el resultado, y el presidente le dijo: “Si esto no funciona, simplemente volveré a presentarme dentro de cuatro años”.
Una derrota de Trump iba a suponer un reseteo del Partido Republicano, pero ahora todo indica que seguirá siendo la fuerza dominante de la formación. Todo ello, siempre que la justicia se lo permita. Despojado de la inmunidad de la que disfrutó durante su presidencia, desde el 20 de enero Donald Trump será un ciudadano privado, enfrentado a al menos seis procesos judiciales. Entre ellos, una acusación sobre falsificación de documentos para ocultar pagos para silenciar a mujeres, otra sobre evasión fiscal, otra por difamación y otra por fraude presentada por su sobrina.
Los servicios de inteligencia llevaban meses advirtiendo de que Rusia y otros países estaban preparados para difundir desinformación sobre los resultados de los comicios con el fin de desacreditar la legitimidad del proceso electoral. Pero resulta que el agente de esa desinformación estaba dentro. Era el propio presidente. “Fox News y la propia campaña de Donald Trump han sido mucho más influyentes en diseminar creencias falsas que los troles rusos o los artistas del pincha-pincha en Facebook”, concluía un estudio de la universidad de Harvard sobre la campaña.
Aquellos agentes internacionales deseosos de ver cómo los cimientos democráticos del país se tambalean, cómo se desautoriza su papel de guardián de la democracia en el mundo, se frotan las manos. Ya no hace falta una injerencia rusa como la que acreditaron los servicios de inteligencia en 2016. Bastan el propio presidente y sus acólitos para amplificar la ficción a través de una maquinaria de la desinformación basada en las redes sociales y una galaxia de radios y televisiones conservadoras. Ya no es un movimiento de bases, sino una actividad orquestada de arriba abajo. Y hay casi 74 millones de personas ahí abajo. El presidente ha perdido las elecciones. Pero puede cantar victoria en el que ha sido desde el principio su proyecto de fondo: destruir el orden político vigente. He ahí el legado final de cuatro años de Donald Trump.
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