Funcionaron las instituciones. Todo le salió muy mal a Donald Trump y muy bien al resto del planeta y a la sociedad americana.
Como se sabe, en la madrugada del 7 de enero Joe Biden y Kamala Harris fueron entronizados como presidente y vicepresidenta de Estados Unidos. Mike Pence se enfrentó a la ira de Trump. Prefirió optar por la tradición y la Constitución antes que sumarse a la rebelión que le propuso su jefe. Hizo bien.
Lamentablemente, se deshizo el mito de la excepcionalidad de Estados Unidos. La turba que entró en el Capitolio parecía una escena venezolana o boliviana. De pronto, se latinoamericanizó la vida en Estados Unidos. No pude evitar que me recordara a Cuba en los días de enero de 1959. El tipo con los pies puestos sobre el escritorio de la señora Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara, era un “barbudo revolucionario”. No es cuestión de ideología, sino de psicología. Era alguien ajeno a la ley, al respeto y al orden. Realmente, estamos muy cerca de la barbarie. A un tiro de piedra (nunca mejor dicho).
Algunas explicaciones me parecen delirantes. He llegado a leer que esas manifestaciones de incivilidad estuvieron a cargo de infiltrados de “Black Lives Matter” o de “Antifa”. Me recordaron una visita a las ruinas de Luxor en Egipto. El guía, un egipcio culto y competente (creo que era historiador), nos explicó que los asesinos de la “Masacre de Luxor” en 1997 (72 personas, casi todos turistas suizos y japoneses) no eran terroristas islámicos. Habían sido israelíes disfrazados de árabes. ¿Lo creía o mentía descaradamente? Me temo que lo creía. El fanatismo hace creer casi cualquier cosa. Hasta esa burda mentira.
El 62% de los electores republicanos son fanáticos de Trump y creen, con él, que su caudillo fue víctima de un inexplicado fraude, pese a que 60 jueces y tribunales no han encontrado indicios de las trampas, incluido el Tribunal Supremo de Estados Unidos, aun cuando la mayoría conservadora la logró, precisamente, Donald Trump. No es verdad que los muertos votaran. Tampoco que los extranjeros indocumentados pasaran por las urnas o que las boletas fueron cambiadas. No es cierto que las máquinas de votar estaban trucadas. Son fantasías dichas por Trump y suscritas a pie juntillas por sus partidarios.
Queda por determinar qué sucederá con Trump en el futuro. El futuro está a la vuelta de la esquina. Comienza el 21 de enero. Es muy probable que Trump continúe en política, pero ha aprendido una peligrosa lección: la institucionalidad americana le perjudica para su proyecto de hacer lo que le da la gana con el país y con sus partidarios, actitud perfectamente congruente con su condición de caudillo.
Trump será más peligroso en la oposición que en un poder condicionado por la ley. En 1922, Benito Mussolini le planteó al rey Víctor Manuel III una disyuntiva: “O nos dan el gobierno o iremos a Roma a tomarla”. El rey cedió y el fascismo se instaló en el país. Primero cumplieron con las leyes, pero muy pronto se desataron. A partir del asesinato de Giacomo Matteotti ya la suerte totalitaria estaba echada.
No es gratuito el ejemplo de Mussolini para tratar de entender lo que haría Donald Trump. La ultraderecha europea ha encontrado su par en Estados Unidos. ¿Quiénes se sienten a gusto con Trump? Marine Le Pen en Francia, Geert Wilders en Holanda, los camaradas griegos de ”Amanecer Dorado”, incluso Vladimir Putin de Rusia, otro género de autócrata. Todos nacionalistas y antiinmigrantes. Todos contrarios al libre comercio internacional, esto es, furibundos “antiglobalización”.
¿Qué hará el establishment demócrata-republicano ante Trump tras el intento de golpe de Estado del 6 de enero? Muchas personas han renunciado a sus puestos en la Casa Blanca. Algunos —todos los demócratas y pocos republicanos— quieren aplicarle la Enmienda 25 y destituirlo por incapacidad mental. (Por supuesto, no está loco). Otros quieren iniciar un juicio político o “impeachment”. No creo que haya tiempo para nada. Le quedan unos días en el poder. Eso sí: dentro de la ley, es muy importante mantenerlo ocupado en los tribunales defendiéndose de las mil fechorías que ha realizado. Entre ellas, naturalmente, incitar a la rebelión a sus compatriotas fundando sus argumentos en una sarta de mentiras.