Después de meses de encierro y letanías acerca de la salud del pueblo, quienes creyeron salir de los estragos de la COVID-19 cayeron en una pesadilla mayor: la unificación de la moneda dentro de la llamada “Tarea Ordenamiento”, acompañada de un aumento de precios.
La intervención televisiva del presidente Miguel Díaz-Canel distaba de la realidad por venir. El aplomo y frialdad de sus palabras era la otra cara de esa incertidumbre que prevalecería en las calles. El descontento se reflejaría en los rostros de los habitantes de un país que padece, soporta, calla.
Salgo de casa sin brújula, a recorrer el Vedado. Unas caminatas que disfrutaba en otros tiempos. En la tienda La Premiere, de 11 y 4, cerca del Ministerio de Cultura, se concentra un puñado de personas en busca de detergente, jabón, desodorante. La manifestación pacífica del 27 de noviembre parece un cuento fantástico. Se impone lo primario, el desespero por hallar lo faltante. La venta es en CUC (pesos cubanos convertibles) y en moneda nacional. El dólar acecha, pero aún no se ha adueñado de la escena. Hay dos precios y una devolución obligada en moneda nacional. Esto desconcierta a miopes, confiados, distraídos.
Siento impotencia. Me quito la mascarilla. Al respirar más cómodo, experimento una liberación. Al instante, alguien me alerta: “Súbete el nasobuco que el tipo que cuida es militar y te puede multar”. La gente se vigila casi por inercia. Hago caso. No queda otra. El desconocido mostraba cierta decencia. Compramos uno detrás del otro. Pide cuatro desodorantes, se los venden, y yo lo imito. La dependienta con uñas postizas chilla; alega que solo despachan dos por persona, que si complace a uno tiene que complacer a todos… Pone mala cara, pero cede y me vende los cuatro, fingiendo bondad. Es una pésima actriz de reparto.
El control es un paripé. Como nadie da propinas, estas fieras detrás de un mostrador tendrán que arrancárselas a la mayoría de los clientes cortos de bolsillo. Mientras vamos hacia otro departamento, el desconocido me lo confirmó: “Tenía que devolverte veinticinco pesos y te dio veinte. Solo daban dos. Si reclamamos, no resolvemos”.
Mi improvisado cómplice supone que a él también le tumbaron. Necesitaría una calculadora para comprobarlo. Aunque entre nosotros no existe el hábito de usar calculadoras. Tampoco pesas digitales de mano, tan odiadas por bodegueros o carniceros.
Los vivos hacen zafra con los bobos. Los cubanos sobreviven atados por una cadena de estafas. La calle es una jungla para ancianos, extenuados, despistados.
Ahora debo conseguir una jabita de nailon para echar la compra. Unos tipos que beben Havana Club me la facilitan, como si se libraran de una carga pesada. Me brindan un trago. El menor del trío agrega con descaro: “Es para comprar un camión de desodorantes”.
Siguen festejando en la vía pública. Muertos de risa, exhibiendo sus dientes dorados, me desean un feliz 2021. Se empeñan en aparentar que viven ajenos a las colas. Los pícaros que tienen money se alcoholizan, el resto los contemplará alcoholizados. Mirarán de reojo y se centrarán en otras calamidades.
¿Cómo transformar un país de vagos en una sociedad de trabajadores conscientes de la noche a la mañana? Un buscavida explota cuando se lo comento: “Haré lo que sea, aunque me cueste la cárcel. Yo no pincho pal’ gobierno ni pa’ nadie”. Este desclasado modelo sigue fiel al lema: “Si el trabajo engrandece, que crezcan los enanos”. Seguro engrosará una banda de asaltantes.
Aspirar al orden en cualquier variante comercial o política, estatal o privada, es otra quimera insular que se devora a sí misma. Antropofagia del caos. El cubano ha concientizado adueñarse de los establecimientos estatales. ¿Quién puede contra el relajo o la corrupción? ¿O contra un decreto listo para ser reescrito según sople el viento? Por cada combatiente honesto hay miles de individuos acostumbrados a mantenerse fuera de la ley.
El consumo ya es otra una mala palabra en Cuba. El consumo es un lujo que se permiten unos cuantos, inmersos en la preocupación del mañana.
Se recrudece el bloqueo, como cacarea el Estado. Suspendidas las remesas. Se limita la entrada del turismo ante un rebrote de la pandemia. Aumenta el número de tiendas en dólares. No se admite el dólar en efectivo, solo las tarjetas cuentas. Para colmo, estas tiendas en moneda del “enemigo” no están surtidas de productos de primera necesidad.
Ningún analista confiable habla de la relación entre oferta y demanda. Alguien ducho en temas económicos pronostica cadena perpetua para los máximos responsables de la “Tarea Ordenamiento”.
Una tarde en La Habana puede ser un culebrón para llenar el ocio de cualquiera. La población tiene un miedo tal que ni siquiera maneja la opción de una manifestación pacífica, en la que no solo intervengan artistas, intelectuales o periodistas independientes. Una marcha de brazos caídos a lo Gandhi, por ejemplo. No es suficiente la cuota elevada de estrés motivada por medidas impopulares, pero dictadas en nombre de un pueblo aguerrido vencedor de mil batallas.
En la parada, bajan a una anciana que no tenía los dos pesos para coger el ómnibus. Un policía interviene y pregunta: “¿Quién tiene dos pesos para la señora?”. Nadie dio el paso al frente. Es la Revolución “hecha por los humildes y para los humildes”.
Alguien pensaría que miento, que exagero. Ojalá tuvieran razón. Ojalá fuera mentira. No necesito releer a Dostoievski. Ni siquiera un relato de Pedro Juan Gutiérrez. La realidad sepulta a la ficción en un parpadeo.
Un día feriado se asemeja a un día de duelo nacional. Si hubiera comida y bebida, el día de duelo se convertiría en día feriado. No hay nada más saludable que ver el Noticiero Nacional de Televisión relajados, con tremenda borrachera, creyendo que habitamos el paraíso terrenal.
Recuerdo una estrofa vigente de Carlos Varela: “Todos quieren vivir en el noticiero. Allí no hace falta nada. No hace falta dinero”.
La aberración política conserva fresca sus canciones. Podríamos ser dignos, leales, conscientes del legado de los barbudos, incluso si sobraran las cuchillas de afeitar.
Frente al malecón, en Galerías Paseo, han sacado pollo, aceite, champú. Cuando me entero del acontecimiento, recuerdo un grafiti del Pible: “El champú es un tirano que oprime a las caspas más humildes de la suciedad”.
El champú es un dictador fashion que no cree en lágrimas ni en la madre que lo parió. Pero lo olvido pronto, y salgo en busca del pollo perdido.
Entre otras cosas, el hambre me priva del sentido del humor. No es lo mismo reírte de tu propia tragedia con la barriga llena, o salpicada de algo, que con las tripas en concierto.
Los sobrevivientes blasfeman en susurros. Las redes sociales conectan a triunfadores y vencidos. Los necesitados de esta ciudad no dan la impresión de flotar en el ciberespacio. Mucho menos, de patalear. Facebook es un solar, una cuartería de Buenavista o Centro Habana. Las revoluciones se generan en los solares. Allí donde nadie tiene nada que perder y quizás algo que ganar.
El Parque Central es una desolación iluminada. Dos policías boinas negras patrullan la zona con perros. Flirtean con un par de chicas, siguen su ronda nocturna. Se parecen a los cuadrúpedos que guían. Husmean, obedecen. Son perros educados. No ladran. Muerden callados.
Un desamparado duerme envuelto en sacos y periódicos sobre un banco. Nadie lo molesta, ni siquiera hablando de pelota. Hay otro inquilino en el portal de la galería La Moderna. Nadie repara en ellos. Descansan en paz, aun respirando bajo un techo prestado.
Tampoco hay trasiego de personas en el bulevar de San Rafael. Vigilantes, silencio, muerte en vida. Eso es lo que sobra para hartarse. No parece una velada dominical.
A unas cuadras, sucede la matazón por un pan de flauta a diez pesos. La fatiga recobra vida.
Son las doce de la noche. Hay hambre, simplemente. Es el comienzo de otra epopeya nacional. Algunos la creen definitiva, terminal. Pero los augurios de apocalipsis son tan viejos como el promedio de edad de la población.
Un excompañero de estudios contaba que durante la hambruna de los años noventa se veían pocas broncas en la prisión del Combinado del Este. “Estábamos desfallecidos por falta de comida. No teníamos fuerzas para irnos a los puños o sacar un entisao [cuchillas de afeitar pegadas con esparadrapo] para cortar a un atravesao”, confesaba Ariosa.
Las paradojas del hambre. Puede generar lo mismo violencia que pasividad en los trances de reclusión.
Otra temporada de cierres, cuarentenas. Matar las horas chateando es la solución para muchos. Los demás, a ver televisión y a contemplar a los voceros oficiales hablando de la resistencia del pueblo ante las adversidades…
¿Seguirá disparándose el costo de la vida y desbordándose el mercado negro?