61 AÑOS DE HAMBRE Y MISERIA
Crónica de seis horas haciendo una cola para comprar queso, pollo y confituras. "Cuando el niño dice tengo hambre se me parte el corazón", lamenta, "Si no tengo nada que darle y ya ni pan con algo puede uno tener a la mano. Es muy duro lo que estamos pasando y mucho peor lo que nos espera".
Cuando la vida se impone a la burocracia
LUZ ESCOBAR, DESDE LA HABANA
La cola se estaba organizando desde la madrugada. Así es en todas las colas desde que la "coyuntura" nacional y la pandemia mundial se juntaron en esta Isla. Para la cola del pan, de la farmacia, de la tienda en pesos, del mercado en divisas, para el banco, para lo que sea, si no se madruga, raramente se podrá alcanzar alguno de los productos o servicios, todos de primera necesidad.
Una joven delgada de pelo maltratado se come las uñas sentada en el contén mientras revisa constantemente los mensajes que llegan a su celular. Es mediodía y lleva horas cuidando su puesto en la fila de la tienda en divisas de 5ª y 42, en el municipio de Playa, con la pretensión de comprar pechuga de pollo, queso, yogur y confituras para su hijo pequeño. Cuando levanta la vista conversa con la mujer que tiene a su lado y le explica que ella se cuida mucho porque vive con su abuela que tiene 81 años, y que ahora le tocó salir "de patria o muerte" porque ya no tenía nada para comer en su casa.
"Cuando el niño dice tengo hambre se me parte el corazón", lamenta, "Si no tengo nada que darle y ya ni pan con algo puede uno tener a la mano. Es muy duro lo que estamos pasando y mucho peor lo que nos espera".
La mujer que la escucha ha llegado con su hijo y su esposo, porque aunque sea una tienda en MLC y a precios muy altos, muchos productos están limitados a pequeñas cantidades por persona. "Vinimos los tres por eso mismo, con la idea de comprar para mi madre y mi suegra, que ya están muy mayores para hacer estas colas donde uno sabe la hora a la que llega pero no cuando sale", comenta la señora mientras se quita el abrigo. Aunque la mañana amaneció fría, ya el sol está en medio del cielo, rajando las piedras.
Las siguientes horas pasan lentas. Entran a comprar en grupos de 10 personas y se demoran en salir entre 20 y 30 minutos. La empleada que abrió la tienda a primera hora de la mañana tranquiliza a los presentes: "Hay productos para todos, no se preocupen". Hay mercancía, lo que no alcanza esta vez es el tiempo: a las cinco y media las esperanzas de una veintena de personas que todavía aguardan para entrar se vienen abajo cuando el policía que mantiene el orden interviene: "Ya no puede pasar más nadie, regresen mañana".
La joven que está en el contén se levanta de un golpe, guarda el celular en la cartera y se acerca al policía con lágrimas en los ojos: "Ay, oficial, mire, mañana no puedo volver. Hoy dejé al niño con mi abuela que está muy mayor para esos menesteres y es un sacrificio que hago un día pero que no se puede repetir. He estado todo el tiempo en un susto pensando en mi hijo, al tanto de cómo la están pasando allá solitos mientras espero mi turno y ahora me dice que no puedo comprar, eso es criminal, pero claro, usted seguro que no me entiende porque no tiene hijos", le suelta la joven antes de irse sin esperar respuesta.
Quien sí parece tener todas las pilas puestas para entablar pelea contra la indolencia es la señora que llegó con su familia. Le pide al esposo y al hijo que la acompañen y enfila hacia el uniformado, que repite el mismo guion: no está "en su mano" cambiar nada.
Sin embargo, la mujer logra convencerlo de que busque a un empleado y a los 10 minutos sale la gerente.
"Yo los entiendo", dice la directiva pausadamente, "pero tienen que entendernos ustedes a nosotros, yo tengo trabajadores que viven lejos, en Guanabo algunos, y aun cerrando a las seis apenas logramos salir de aquí con todo cuadrado a las siete, es por eso que no puedo dejar que entren. El problema es que hay confituras y eso hace muy lenta la venta", explica.
La mujer la mira a los ojos cuando dice: "Mire, ya se ha ido casi todo el mundo. Nosotros llevamos horas en esta cola, aquí lo que queremos comprar es pechuga de pollo y queso, no les robaríamos más de 15 minutos".
El ruego apenas encuentra ya resistencia. "Los voy a dejar pasar pero con la condición que no compren más nada que pollo y queso". Un murmullo de satisfacción recorre la cola.
En el recorrido por la tienda, una muchacha que no ha hablado hasta ahora acaricia los potecitos de yogur de varios sabores y va corriendo con la cajera con una foto de su hijo en el celular. "Mira, este es mi niño, a él le encanta el yogur, ¿tú me dejas agarrar unos cuantos?". La empleada asiente con la cabeza y le pide: "Agarra los que puedas pero rápido, para que la jefa no me vea".
Pocos minutos después de las seis, los empleados cierran las puertas mientras los últimos clientes se van con sus bloques de queso, su pollo congelado y hasta sus confituras, todo un logro en estos tiempos. Algunos pasaron más de seis horas en la cola pero han conseguido llevar algo a casa para alimentar a la familia. Habrá que empezar de nuevo la próxima semana.
|