Hace casi tres años publiqué el artículo titulado: “La Habana DC: una ciudad en ruinas”, donde explicaba que una de las herencias malditas que nos dejó Fidel Castro es haber convertido a la hermosa, incomparable diría yo, ciudad de La Habana, en un amasijo de ruinas, un fenómeno único, provocado por el abandono, la desidia y la ineficiencia de su régimen.
Se ha escrito mucho sobre el tema, que es algo siempre presente en mi memoria, pero seguro que queda mucho por decir de esta ciudad maravillosa que se resiste a morir.
La capital de todos los cubanos llega al medio milenio de existencia en las peores condiciones de toda su historia, y no solamente por las terribles circunstancias en que viven muchos de sus pobladores, sino también por una política represiva que hace que no todos los cubanos que la sienten como su capital puedan llegar a visitarla o permanecer en ella.
Durante los primeros 450 años de vida la ciudad fue creciendo impetuosamente y tras varios siglos de contención por los frecuentes ataques piratas, en lo que a pesar de ello no dejó de crecer la Habana extramuros, el derrumbamiento de las murallas (siempre a lo largo de la historia ocurre así), propició un auge nunca antes visto.
Concluida la dominación española, los años de ocupación estadounidense contribuyeron a su modernización y a continuación durante la etapa republicana hasta 1958 , la Habana creció a un ritmo frenético y fantástico, de manera que si hablamos de La Habana en su máximo esplendor, es que nos estamos refiriendo a esta época.
A pesar de que los cubanos vimos con mucho regocijo el desarrollo que había alcanzado, la imaginamos entonces, con los proyectos de los que se hablaba, mucho más encantadora, algo completamente opuesto a lo que ha llegado a convertirse.
Cuando llegó el comandante y mandó a parar, como era su costumbre, definió que todo lo que existía y a cuya construcción él no había contribuido para nada, era denigrante. La Habana, según su concepto, era una ciudad llena de vicios al servicio del imperialismo yanki, donde muy pocos podían vivir decentemente, y los proyectos de desarrollo de la ciudad solo eran negocios mafiosos para robar dinero y promover la corrupción, el vicio y la depravación.
En los primeros años del triunfo revolucionario, recuerdo que pasaba diariamente en la guagua frente al Ministerio de Obras Públicas, situado en la Avenida de Carlos Manuel de Céspedes y 19 de mayo, al cual en el techo se le puso un letrero gigantesco que decía: “Revolución es construir”. Aquello nos daba esperanza de que todo iba a seguir su marcha, ahora con una república más justa y con más obras, más empleo y más desarrollo para mejorar la vida del pueblo. Pero eso solo formaba parte del espejismo que estábamos viendo y con el tiempo nos dimos cuenta que el lema era otro muy diferente: “revolución es destruir”.
La Habana, cara y espejo de la involución cubana
Aquella Habana de mi juventud, eran esos tiempos donde todas las mujeres, cualquiera que fuera su posición social, no salían a la calle si no era bañadas, perfumadas, peinadas, con las manos arregladas y escrupulosamente cuidadas aunque solamente fuera para ir a un comercio o al cine del barrio o coger la guagua para ir de compras. Las empleadas de las tiendas iban vestidas, de negro en invierno y de blanco en verano, que parecía que iban a una fiesta, con medias de nylon, tacones y muy perfumadas y acicaladas y los hombres de traje y cuello y corbata. Y la mayoría viajaba en guagua y las guaguas no tenían aire acondicionado, así que el que niegue el cambio climático es que tiene que estar descerebrado.
Aquella imagen de la gente era parte del atractivo habanero. Cualquier ciudad que atrae habitualmente a los turistas tiene que tener algo particular que llame la atención y en el caso de La Habana, tenía muchos: su arquitectura, su clima, su ambiente festivo y la belleza de sus mujeres, entre otros.
Otras ciudades tienen galerías de arte de fama mundial, grandes festivales, antiguos monumentos de pasadas eras, o muy exclusivas bellezas naturales, pero La Habana tenía otros atractivos, únicos, irrepetibles. Inclusive el carnaval de La Habana, que llegó a tomar una apariencia estereotipada con sus carrozas comerciales, sus mujeres danzando en ellas y en las comparsas, siguió siendo un carnaval sano y atractivo y sobre todo seguro y con mucha diversión. Pero también La Habana estaba llena de tiendas de souvenir y artículos de piel de cocodrilo y todo a precios muy atrayentes, y salvo excepciones podía competir con otras metrópolis, en las que probablemente no había tantos casinos y otras ofertas como en ella ni tan seductoras o llenas de magia como no existían en otra parte. Y por supuesto no había ninguna en el mundo tan llena de música y de gente simpática y amable.
Todos los que visitaban La Habana la encontraban más hechizante que ninguna otra, una ciudad voluptuosa que invitaba a que a muchos les gustaría quedarse para siempre y los que podían lo hacían, muy diferente de ahora, que una buena parte de los habaneros y de los cubanos se han ido del país, entonces el cubano no emigraba y en cambio eran muchos los extranjeros que querían irse a vivir a Cuba.
En la capital cubana todo ocurría espontáneamente, nadie llegaba a ninguna parte a tiempo, o no iban a donde querían inicialmente, porque se sentían envueltos en un clima cálido y narcótico que les inspiraba paz, así que optaban por lo que más les atrajera, porque en La Habana todo era distinto, inesperado, imprevisible, mágico.
Por lo regular las capitales de los países u otras ciudades más grandes e importantes, nos muestran la cara de esa nación, y ese es el caso de La Habana, y no necesariamente por el dicho de “La Habana es Cuba y lo demás es paisaje”, porque La Habana también era paisaje.
Pero con ella ha ocurrido lo menos pensado, bien triste por cierto.
No existe en la historia moderna ningún caso de una ciudad que sin haber pasado por guerra alguna en su territorio o haya sido devastada por un ciclón, un terremoto u otra catástrofe natural, que se haya deteriorado tanto y en tan poco tiempo como nuestra capital. La revolución heredó una de las ciudades con mayor riqueza arquitectónica y urbanística de Latinoamérica y lejos de aumentarla o al menos mantenerla, se dedicó a destruirla.
Hasta 1959 no había ninguna ciudad en Latinoamérica que superara a La Habana en atractivo. Su encanto, su arquitectura, su clima y sus luces hacían junto con sus habitantes, alegres y amables, el lugar por excelencia a visitar y uno insuperable para irse a vivir. Su principal competidora, Río de Janeiro, se quedaba muy corta, por lo que la hacía incomparable con cualquier otro lugar de América del Sur y el Caribe. Era una mezcla de modernidad y exotismo, de historia y tradiciones, de bienestar con diversión, de tranquilidad y seguridad con oportunidades y para completar, muy cerca de los Estados Unidos.
Algunos elementos nos dan fe de ello, al margen de ser la preferida para muchos eventos internacionales, y filmaciones por parte de Hollywood y otras compañías cinematográficas del mundo, rodeados de un intenso proceso inversionista.
Un hecho notable fue cuando en marzo de 1958 se inauguró el hotel más grande, hermoso y moderno de América Latina y el mayor administrado por la cadena hotelera Hilton. A la inauguración del hotel Habana Hilton acudió su presidente catalogando que había sido muy acertado el haberlo construido en La Habana, sobre la que no escatimó elogios.
El otro es el hecho de que Christian Dior, uno de los más famosos modistos de todos los tiempos, contaba con solo dos salones de moda suyos fuera de París, uno en Nueva York, y el otro en La Habana, en la tienda El Encanto.
Y una de las cosas que hizo famosa a La Habana fue su vida nocturna, al nivel de París. Tenía uno de los más prestigiosos cabarets del mundo, el Tropicana, y otros de similar nivel y atractivo como El Sans Souci, el Montmartre, el Salón Rojo del Capri, el Parisién del Hotel Nacional y el Copa Room del Habana Riviera, así como cientos de clubes y bares de fama internacional como el Floridita y el Sloppy Joe ‘s. También grandes parques de diversiones, hermosas playas cercanas, grandes tiendas y modernos teatros y cines, entre ellos el Teatro Blanquita con 5500 capacidades, el mayor del mundo. Y en cuanto a cines, La Habana contaba con más cinematógrafos que Nueva York o París.
Si algo caracterizaba a La Habana de los cincuenta era sin lugar a dudas los anuncios lumínicos. No solo sus principales avenidas, sino en cualquier parte podíamos encontrarnos los carteles de luces de neón y cuando caía la tarde parecía que nos hacían un guiño, que nos estaban llamando. Todo tenía anuncios lumínicos, un mar de colores nos deslumbraba.
Por muy modesto que fuera el negocio, no le faltaba un atractivo anuncio de neón, y le daban a la ciudad un esplendor que en algunos lugares no tenía con la luz diurna. Engalanados como pocos lugares, se podía comparar con París, llamada la ciudad luz, un seudónimo que adquirió probablemente en el siglo XVII cuando se convirtió en la primera ciudad con alumbrado público para reducir el elevado índice de criminalidad o cuando este sistema de alumbrado en el siglo XIX se basó en gas e igualmente fue la primera en usarlo, lo que causó la admiración de todos los que la visitaban, mientras que otros consideran que “la Ciudad Luz” se refiere a cuando en el siglo XVIII París fue la capital de la filosofía, la cultura y el pensamiento político con los aportes de Voltaire, Rousseau y Diderot . Pero La Habana fue la ciudad de la luz neon, sin duda alguna.
Por supuesto que los anuncios lumínicos tampoco formaron parte de las prioridades revolucionarias y el antiguo esplendor de los carteles de luces fue desapareciendo. Los pocos que quedaban tampoco alumbraban porque ya allí no estaban los negocios que los originaron o se fundieron y además los masivos apagones, llevaron la oscuridad a todas partes.
Y contrariamente a París, la oscuridad no solo fue de luz, sino también de ideas. La idea era una sola y no se podía disentir de ella.
Pero afortunadamente, antes de ello la arquitectura cubana había destacado por muchas cosas, no solamente por monumentales obras como el Capitolio Nacional, las gigantescas fortalezas habaneras, la amplia construcción vial y numerosos edificios, rascacielos como el Someillan, grandes hoteles como el Nacional, el Capri, el Riviera y el Habana Libre y la gran ola de obras art-decó encabezada por el Edificio Bacardí.
La riqueza arquitectónica no está hecha por obras aisladas sino por construcciones generalizadas y eso es lo que le da a La Habana su valor, no por cien edificios sino por miles una masa de miles destacados por su particularidad, sus columnas, fachadas, portales y arcos.
El cambio de sociedad con la revolución no la transformó en lo absoluto, y solamente destaca porque fue en la periferia habanera donde se hicieron la mayoría de las nuevas construcciones, como la “anti ciudades” de Alamar o San Agustín.
Mientras tanto los edificios sin dueños que se ocuparan de su mantenimiento y las casas con dueños sin recursos, fueron conformando los cambios de la capital.
Los logros de la arquitectura cubana
Mucho se han mencionado, comparándolo con las Siete Maravillas de la Antigüedad, las Siete Obras Maestras de la Ingeniería Civil Cubana como una muestra del desarrollo cubano, pero curiosamente todas fueron concebidas y financiadas antes del triunfo de la revolución. Y sorprendentemente, algunas se ejecutaron simultáneamente.
Estas obras fueron:
El Acueducto de Albear
El Túnel Sifón del Alcantarillado de La Habana
La Carretera Central de Cuba
El Túnel de la bahía de La Habana
El Edificio FOCSA
El Puente de Bacunayagua
El Viaducto La Farola
A esta última la revolución se quiere atribuir su obra, pero ya había sido diseñada, financiada y comenzada a ejecutar al triunfar el gobierno revolucionario.
Mientras tanto numerosas construcciones acometidas en esos años, demandaban financiamiento, mano de obras y muchos recursos. Era igual que la zafra, que nadie se enteraba cuando comenzaba y cuando concluía y se producían cifras récord de azúcar de acuerdo con la demanda del mercado.
Al llegar la etapa revolucionaria, con todos los elementos en sus manos, les tomó tres décadas concluir un mísero edificio de microbrigadas y ahora hasta para construir o remodelar hoteles tiene que importar obreros indios porque los trabajadores cubanos son improductivos porque no tienen estímulo y además se roban todo lo que puedan.
Por supuesto que por estas mismas razones, las grandes obras acometidas por la revolución, por lo regular ninguna se han concluido, como el triste caso de la Autopista Nacional, y las que lo han hecho, no han sido mantenidas debidamente y están en ruinas.
No quiero siquiera imaginar ninguna de las Siete Obras Maestras ejecutadas por una empresa socialista. Mejor ni pensar en eso porque nunca se hubieran ejecutado o terminado y su explicación es muy simple, aparte de la ineficiencia del sistema: la mano de Fidel Castro metidas en ellas.
Voy a tener que creerme que es cierto lo que se dice de que Fidel Castro odiaba a La Habana y todo lo que ella representaba de desarrollo y de influencia del mundo capitalista, en particular de Estados Unidos y ese sentimiento se reforzó cuando fue rechazado en la Universidad de La Habana por sumarse a un grupo de “bonchistas” (léase criminales o gángsters), casi todos hijos de ricos como él, que no iban allí a estudiar, sino a hacer lo que se les viniera en ganas como buenos hijos de papá..
A Fidel Castro jamás le interesó la arquitectura ni la construcción, de ahí su rechazo y envidia contra José Antonio Echeverría, porque el estudiante de arquitectura tenía un nivel de liderazgo y era el presidente de la FEU, un cargo que él no pudo alcanzar en su paso por la escalinata, porque estaba catalogado como un pandillero y no como alguien a quien respetar. Decía Martí: “Los hombres se dividen en dos bandos: los que aman y fundan, los que odian y deshacen”. Fidel Castro fue de los segundos.
Por eso cuando se hizo del poder, metió a los arquitectos en el mismo saco de los artistas e intelectuales, los consideró problemáticos y definió que la cultura tenía que estar solamente a favor de la revolución, sin excepción alguna.
De ahí que la arquitectura, la construcción y el diseño no tuvieron mucho espacio en la Cuba de Castro, porque éste consideraba la estética como una parte de la mentalidad burguesa.
Pero eso no quitó de que Fidel Castro se las diera de gran sabedor de todo, y por ello se consideró, aunque no lo fuera, el mejor y más entusiasta impulsor de la arquitectura, la ingeniería civil, la construcción de presas, desecación de pantanos y cualquier otra esfera del saber humano, como conocemos. Su ego y narcisismo, algo que se repite en políticos contemporáneos, como el ejemplo del millonario ególatra que llegó a la Casa Blanca como una aberración de la política norteamericana, sólo llevan al caos.