Estoy convencido de que los años sesenta y setenta fueron un tiempo mágico, irrepetible. Eso, a pesar de que el castrismo hizo de todo por amargarnos la vida.
A los campamentos en Camagüey de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), que funcionaron de 1965 y 1968, fueron enviados unos 25 000 jóvenes -homosexuales, melenudos, Testigos de Jehová y otros religiosos- a los que el régimen consideraba descarriados e “incompatibles con la sociedad socialista”. El objetivo era “reeducarlos” y “rehabilitarlos” mediante el trabajo forzado. Muchísimos de ellos salieron de esos campamentos con serias afectaciones psiquiátricas y no pocos terminaron suicidándose.
Los horrores no terminaron con el fin de la UMAP. Esos campos de concentración fueron sustituidos por la Columna Juvenil del Centenario.
En los años 70 setenta, los inadaptados fueron víctimas de la parametración, la Ley contra la Vagancia, las recogidas de “locas”, las redadas del Departamento de Lacra Social del MININT contra hippies, rockeros y demás “extravagantes y desviados ideológicos”.
A muchos jóvenes los excluyeron de “las universidades para revolucionarios” y les colgaron el cartelito de “no confiables” por tener creencias religiosas o porque un chivato de los CDR informó que era desafecto, se relacionaba con malos elementos o se sospechaba que quería irse del país.
Tampoco la pasaron bien los jóvenes integrados al sistema, o que simulaban estarlo para no buscarse problemas, sometidos como estaban en las escuelas al tormento del adoctrinamiento inmisericorde a toda hora, las consignas tremebundas, la emulación y las tareas asignadas para medir su “combatividad” y que muy poco tiempo les dejaban para romancear y divertirse.
Escudriñados por los profesores, los musulungos de la Juventud Comunista y los responsables de vigilancia de los CDR tenían continuamente que demostrar su fidelidad incondicional a Fidel, la revolución y el socialismo. Era un suplicio. Tenían que tener sumo cuidado con lo que decían y de la forma que lo decían y en qué momento, para no despertar dudas ni sospechas que pudieran aflorar y echarte en cara en un análisis de grupo, lo que obligaría a que tuvieras que hacerte una severa autocrítica en reclamo de otra oportunidad.
Ni por asomo podían sospechar que te carteabas con familiares en el exterior, tenías amistades raras, creencias religiosas u otros rezagos del pasado. La revolución decidía tu forma de vestir y el largo de tu cabello, y escogía qué libros podías leer, qué música escuchar y bailar (jamás el rock) y qué películas ver, advertidos siempre de los peligros del diversionismo ideológico.
Nada de blandenguerías y proclividades burguesas. Había que citar de carretilla a Marx y Lenin, odiar a los imperialistas yanquis, creer que el futuro pertenecía por completo al socialismo, confiar ciegamente en la sapiencia e infalibilidad de Fidel, ser macho, remacho y proletario y estar dispuesto a dar la vida por la revolución.
Esto último hizo mucho daño. Algunos se lo tomaron demasiado en serio. Se obsesionaron y enajenaron con tanto martirologio y necrología revolucionaria, Che Guevara, los discursos de Fidel Castro, los periódicos Granma y Juventud Rebelde, la revista Tricontinental, los poemas de Fernández Retamar, Fayad Jamís, Navarro Luna y el Indio Naborí, los episodios por TV de aquellos tupamaros de Los comandos del silencio y por radio de Nguyen Sun, el vietcong de la ballesta. Todo aquello les creó un sentimiento de culpa por no haber tenido edad para irse a pelear la Sierra Maestra o estar en una guerrilla y morir combatiendo al imperialismo por la liberación de los pueblos del Tercer Mundo.
Las canciones de la Nueva Trova hicieron su parte. Aquellos lamentos de Silvio Rodríguez por no estar a la altura de su tiempo, por no haber tropezado con una bala en una selva, sus llamados a “quemar el cielo si es preciso” para que la era pariera un corazón, la invocación a los muertos de su felicidad. Vicente Feliú, proclamando sus ansias de ser “machete en plena zafra, y bala al centro del combate”. Sara González, transida de emoción, recordando a los caídos, “que viven allí donde haya un hombre, presto a luchar, a continuar…”
Hace muchos años, cuando era muy joven – no había cumplido los 20-, tuve una novia que se puso muy pesada, insoportable, con todo aquel melodramatismo revolucionario. Lloraba a mares con los discursos de Fidel, los Noticieros ICAIC, las canciones de Silvio. Lloraba por el Che, por Allende, Víctor Jara, por los vietnamitas y los palestinos. Asustaba con tanto sufrimiento y llanto por la revolución. No me decidía a romper con ella porque me gustaba mucho (la encontraba parecida a Catherine Deneuve, solo que más flaca y peor vestida).
Ella, pobrecita, no sé cómo se las arreglaba para soportarme, con mi afición enfermiza por el rock y mis constantes críticas al sistema. Se propuso hacer un trabajo político conmigo para reformarme. Pero no tuvo tiempo. Sus compañeros del comité de base de la UJC la llamaron para advertirle que su novio era un tipo con serios problemas ideológicos y que perjudicaría su futuro si no lo dejaba.
Me contaron que años después, cuando se enteró de que yo era periodista independiente, espantada, no hacía más que repetir que los compañeros de la UJC tenían razón cuando le decían que su pareja tenía que ser políticamente afín a ella.